OPINIÓN | Trump, Irán y el nuevo orden de la violencia
La madrugada del 22 de junio, Estados Unidos e Israel ejecutaron un ataque coordinado contra las instalaciones nucleares de Irán, golpeando tres centros clave: Isfahán, Natanz y Fordow. Washington afirma que los objetivos fueron destruidos por completo; Teherán responde que apenas se trató de daños menores y que su programa nuclear sigue intacto. Pero más allá del parte técnico, lo que ocurrió fue un acto de guerra. Uno deliberado, calculado, con un claro beneficiario político: Donald Trump.
Desde la Casa Blanca, el ataque es presentado como un acto de disuasión, una respuesta preventiva a una amenaza creciente. Pero bajo la superficie, el movimiento se inscribe en un ciclo mucho más complejo: el intento de reposicionar a Estados Unidos como potencia disuasiva global, usando la violencia como herramienta electoral y reconfigurando sus prioridades estratégicas, justo cuando Donald Trump sufre un serio desgaste.
Trump llega a este conflicto tras una serie de fracasos internos que han mermado su autoridad, incluso dentro de su propia base. Su discurso de mano dura no ha logrado traducirse en resultados concretos: la ofensiva contra las universidades por “adoctrinamiento progresista” quedó reducida a litigios simbólicos sin reformas reales. En el plano económico, su confrontación con Elon Musk evidenció su debilidad: tras impulsar la agenda del denominado Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), Trump se enfrentó públicamente con Musk por su oposición al plan de gasto aprobado por el Congreso. Musk llegó a sugerir incluso que Trump debería ser sometido a juicio político, lo cual derivó en acusaciones mutuas y la amenaza de cortar contratos federales a sus empresas. El proyecto DOGE, un intento ambicioso de recortar gasto público, se estancó en polémica y sin ahorros reales claros .
Tampoco logró avanzar en su promesa de controlar la migración irregular: los anuncios de operativos, acuerdos con terceros países y deportaciones exprés se toparon con bloqueos judiciales, resistencia estatal y una realidad migratoria que excede las capacidades de una sola administración.
Frente a ese desgaste acumulado, el ataque a Irán le brinda a Trump la oportunidad de exhibir un logro visible. Le permite presentarse como el hombre fuerte que actúa, donde previamente sólo hubo ruido y disputas públicas. Ha comprendido que el conflicto exterior une más que cualquier campaña doméstica: su base, dividida hace pocos días, se ha ido reagrupando en las últimas horas bajo una narrativa patriótica. Las denuncias demócratas por la omisión del Congreso —incluidas amenazas de iniciar otro juicio político— se desvanecen en medio del fervor bélico. Esta probado en la historia de Estados Unidos que en tiempos de crisis interna, la guerra externa es el mejor antídoto.
Irán, golpeado en su núcleo simbólico y tecnológico, se encuentra ante un dilema complejo. No puede no responder: hacerlo implicaría debilidad interna y pérdida de liderazgo regional. Pero tampoco puede responder con demasiada fuerza sin arriesgar una guerra abierta que no puede ganar. Por eso, las opciones sobre la mesa son quirúrgicas, pero significativas.
Una de ellas es el uso del estrecho de Ormuz, ese punto neurálgico por donde transita cerca del 20% del petróleo global. Una amenaza de cierre o incluso ejercicios navales hostiles bastarían para disparar el precio del crudo y generar efectos inmediatos en la economía global. Ya el parlamento iraní aprobó el cierre del estrecho, si bien dejó a discreción del ejecutivo su ejecución. El problema es que ese recurso también golpea a aliados cruciales como China, India y Rusia, que dependen de ese paso para su abastecimiento energético. Es una carta poderosa, pero con consecuencias incómodas incluso para quienes podrían respaldarlo.
Otra posibilidad son los ciberataques. Irán ha desarrollado una capacidad robusta para llevar a cabo ofensivas cibernéticas contra bancos, sistemas eléctricos o infraestructuras estratégicas. Es una forma de represalia menos visible, más ambigua en su atribución, y por lo tanto más controlable políticamente. No es menor: un apagón en una refinería de Texas, una falla en Wall Street, o el hackeo de bases de datos gubernamentales podrían alterar el equilibrio sin necesidad de una guerra convencional.
También están sus peones regionales. Aunque severamente golpeado, aun quedan remanentes de Hezbolá en Líbano, los hutíes en Yemen y las milicias chiitas en Irak. Todos actores capaces de ejecutar —aún— ataques de baja intensidad contra intereses israelíes o estadounidenses. Ya hay reportes de alertas elevadas en bases norteamericanas en Siria, Irak y el Golfo. Lo que se avecina puede ser una guerra asimétrica, sostenida, sin frentes definidos, pero con efectos acumulativos y alta capacidad de desestabilización.
Y, en el extremo del tablero, la posibilidad más peligrosa ha dejado de ser una hipótesis remota. Irán e Israel están en guerra abierta desde hace días, pero con el bombardeo de anoche por parte de Estados Unidos a instalaciones nucleares iraníes, el conflicto ha cruzado un umbral distinto. Lo que hasta ahora había sido una confrontación regional, aunque intensa, adquiere dimensiones globales. El régimen iraní, que durante años había evitado una provocación directa a Washington, se enfrenta ahora al dilema de responder sin provocar una guerra total. El ataque estadounidense no solo golpea infraestructura estratégica, también hiere el prestigio político del régimen y desestabiliza su relato interno. Teherán está ante una disyuntiva: escalar y arriesgarlo todo, o contenerse y asumir el costo de parecer débil. La cautela estratégica que por décadas marcó su política exterior está bajo presión. No está claro aún cuál será su próximo movimiento, pero sí que el equilibrio —ya precario— ha sido roto.
¿Y América Latina? ¿Qué papel juega, qué impacto sufre?
La región no está ni cerca del Golfo Pérsico, pero sí está dentro del área de influencia de todos los actores que ahora reordenan sus alianzas. El conflicto con Irán redefine prioridades y alianzas globales. América Latina, como en las viejas guerras de bloques, se convierte de nuevo en terreno de presión, disputa o moneda de cambio.
Los primeros en enfrentar el dilema son los aliados tradicionales de Irán en América Latina: Venezuela, Nicaragua y Cuba. El comunicado emitido hoy por Caracas es revelador en su ambigüedad. No hay una condena explícita al ataque de Estados Unidos, pero tampoco un respaldo claro a Teherán. Es un texto tibio, casi temeroso, que refleja el cálculo del régimen de Maduro: sabe que un apoyo abierto a Irán podría reactivar sanciones o arruinar las frágiles negociaciones con Washington, justo cuando busca estabilizar su economía y recuperar acceso al sistema financiero internacional. Nicaragua, por su parte, aún no se ha pronunciado, aunque todo indica que lo hará en un tono similar al venezolano, marcado por la cautela y la ambivalencia. La única excepción es Cuba, que ha adoptado una posición firme en defensa de Irán. Pero la razón es evidente: a diferencia de los otros dos, el gobierno cubano ya no tiene nada que perder.
Pero más allá de los discursos, la región entera sentirá los efectos económicos. Un alza sostenida del precio del petróleo afectará directamente a las economías importadoras de Centroamérica y el Caribe. Honduras, El Salvador, Guatemala o República Dominicana verán dispararse el costo de los combustibles, lo que inevitablemente se traduce en encarecimiento de transporte, alimentos y energía. En países ya golpeados por inflación, pobreza y recesión, ese efecto podría convertirse en estallido social. En el caso de Honduras, particularmente, eso llega en la recta final de la contienda electoral, lo que pone aún más presión en la candidatura oficialista.
Por otro lado, la militarización de fronteras en el norte del continente, en especial si Trump retoma su política de “tolerancia cero” frente a la migración, ahora con el componente de la amenaza terrorista iraní, puede traducirse en forzar nuevos acuerdos bilaterales con los gobiernos centroamericanos, que incluiría aceptar acuerdos de terceros países seguros —Honduras ya firmó, este año, un nuevo acuerdo para ser tercer país seguro de Estados Unidos, al mejor estilo de Juan Orlando Hernández—, también podrían habilitarse centros de detención en la región, como lo está haciendo El Salvador, compartir inteligencia con agencias estadounidenses o incluso permitir presencia militar camuflada como cooperación.
En términos políticos, los gobiernos progresistas que intentaban mantener una línea autónoma en política exterior —como Colombia, Brasil, México o incluso Chile— se verán obligados a definirse. Y cada definición, en este contexto, tiene consecuencias. El alineamiento con EE.UU. puede implicar respaldo comercial o diplomático, pero también costos internos. Mantenerse en silencio o acercarse a Rusia o China implica el riesgo de aislamiento o sanción.
Al final, lo que el ataque a Irán revela no es solo el estado de una guerra lejana, sino el regreso de una lógica imperial: el mundo se reordena a partir del uso de la fuerza, y quienes no están alineados deben elegir entre obedecer, resistir o desaparecer de la conversación global.
Para Centroamérica, esta es una mala noticia. Regresamos a ser, como tantas veces en la historia hemos sido, una periferia vigilada. Una región que no define, pero que paga. Que no decide, pero que sufre. Que no lanza misiles, pero que recoge los escombros del precio del crudo, de las rutas comerciales cortadas, de los migrantes detenidos, de las decisiones ajenas.
El mundo se polariza. Y nosotros, atrapados en medio, volvemos a ser apenas espectadores de una historia que no escribimos, pero que se impone sobre nuestras vidas con la contundencia de un dron sin bandera.