Este 16 de junio, mientras el país amanecía sacudiéndose el moho de la lluvia del fin de semana, llegó la confirmación que todos sabíamos que vendría: la ONU aceptaba, sin mucho entusiasmo, la quinta prórroga del memorándum que supuestamente traería a Honduras la anhelada CICIH. Cinco extensiones en dos años y medio. Una rutina que ya no genera esperanza, sino sospecha.

Es tentador comparar esta saga con una obra de teatro absurdo. Una comedia kafkiana en la que el telón nunca cae, los actores repiten los mismos diálogos y el público sigue aplaudiendo, por inercia o resignación. Pero esta puesta en escena no es ficción: es el método. El tiempo, en este contexto, no es recurso de negociación sino herramienta de dilación. Una estrategia de poder que utiliza el reloj como cómplice para posponer decisiones que nadie quiere asumir.

Desde diciembre de 2022, cuando se firmó el primer memorándum entre la ONU y Honduras, la promesa de una comisión internacional contra la corrupción fue celebrada como el inicio de una refundación institucional. En ese entonces, el discurso oficial hablaba de justicia, reparación y transparencia. Tres años más tarde, lo único que permanece intacto es el discurso. La realidad, como suele ocurrir en la política hondureña, ha sido cuidadosamente postergada.

El núcleo del debate actual, reducido por el oficialismo a un tecnicismo jurídico, encierra en realidad una elección política clara: optar por un modelo de querellante autónomo, que exige reformas constitucionales inalcanzables en el Congreso actual, o adoptar el modelo de querellante adhesivo, viable con mayoría simple y avalado por juristas y por el propio informe técnico de la ONU. La primera opción, defendida por la diputada “Pichu” Zelaya, requiere 86 votos y una improbable reforma del Código Procesal Penal. La segunda, impulsada por la oposición y la Articulación Ciudadana, necesita 65 votos y una voluntad política que, hasta ahora, brilla por su ausencia.

No es casualidad que se insista en la opción inviable. El fracaso, como pocos recursos en política, rinde dividendos cuando puede administrarse. Al mantener viva una promesa imposible, el gobierno se coloca en una posición moralmente ventajosa: la del actor ético obstruido por una asamblea viciada. La CICIH, en este escenario, funciona más como emblema discursivo que como mecanismo operativo. Y en un contexto electoral, eso basta.

El patrón es reconocible. Ocurrió con la MACCIH, cuyo final en 2020 se atribuyó a los mismos actores que hoy simulan estar del lado contrario. La narrativa no ha cambiado, solo sus protagonistas. Y si algo nos enseña esta continuidad es que el relato anticorrupción, en Honduras, se ha convertido en una mercancía de alto valor simbólico pero escasa efectividad real.

Cada prórroga aceptada, cada mes que pasa sin reformas, cada proyecto engavetado sin dictamen, erosiona la legitimidad de la propuesta. Porque en el interín, los casos se enfrían, los delitos prescriben, los implicados fortalecen sus defensas legales y políticas. El reloj, ese reloj que arranca con cada prórroga, no es neutro: es aliado de la impunidad.

El informe de Naciones Unidas de diciembre de 2024 es contundente. Enumera siete reformas mínimas para instalar la CICIH. Cuatro pueden aprobarse con mayoría simple. Y sin embargo, nada ha ocurrido. La ONU expresa “preocupación” y evalúa reducir su equipo técnico si la inacción persiste. Washington también observa, y aunque no hay amenazas formales, la paciencia tiene límites. Cada retraso cuenta en los informes del Congreso estadounidense sobre el Triángulo Norte.

La pregunta que flota es sencilla, pero perturbadora: ¿quiere realmente este gobierno instalar la CICIH? Si la respuesta es afirmativa, los hechos no lo confirman. Si es negativa, entonces todo ha sido una operación de marketing institucional. Y eso no solo afecta la credibilidad de un partido o una administración: afecta el tejido moral de una sociedad que comenzaba a creer, una vez más, que el cambio era posible.

Porque cuando se repite el ciclo de promesas incumplidas, cuando el discurso sustituye a la acción, cuando la épica reemplaza a la eficacia, se genera un daño mayor que la corrupción misma: la desesperanza. Esa sensación de que todos los actores políticos juegan el mismo juego, con reglas distintas a las que predican. Una democracia puede sobrevivir a la corrupción institucional; pero ninguna sobrevive mucho tiempo a la desesperanza social.

Por eso, esta quinta prórroga no debe celebrarse. Es un ultimátum disfrazado de oportunidad. Seis meses más para decidir si la justicia será real o si, como tantas veces antes, será solo un decorado en el escenario electoral. Si dentro de 180 días seguimos aquí, pidiendo una sexta prórroga, no será por falta de opciones. Será porque, una vez más, se eligió el relato sobre la realidad.

El reloj volvió a arrancar esta madrugada. Tic tac. Tic tac. Cada minuto cuenta. Contémoslo juntos, no con aplausos, sino con memoria crítica.