Cuando Sabrina Carpenter lanzó Please Please Please, el debate no giró solo en torno a la melodía o al videoclip, sino a una pregunta más profunda, más antigua que la industria del entretenimiento: ¿qué quiso decir la artista? Y más aún: ¿importa lo que quiso decir?

Para algunos, la canción glorifica el amor tóxico: una joven suplica que su pareja no la avergüence, mientras él reincide en actos delictivos. Para otros, es una sátira inteligente, una vuelta de tuerca sobre los roles tradicionales. La propia Carpenter, cuando fue consultada, optó por el silencio o por la ambigüedad. La obra, en cualquier caso, ya no le pertenecía. Había sido soltada al mundo, y con ello comenzaba su verdadero recorrido: el de las lecturas.

Este fenómeno, que en el presente se acelera por las redes sociales, no se limita al arte contemporáneo. Es más: el caso de Sabrina Carpenter puede parecer trivial, pero sirve como detonante perfecto para pensar un dilema más profundo y persistente en la historia de las ideas: ¿quién decide qué significa una obra? Y, más allá del arte pop, ¿quién decide qué significa una figura histórica como Francisco Morazán?

Hace unos días, un comentarista hondureño debatía en redes si Morazán habría sido liberal o socialista. El problema es que ninguno de esos partidos existía como tal en su época. Lo que sí existe —y esto es lo relevante— es la necesidad de cada generación de inscribir a Morazán en su propio lenguaje, de traducirlo a las coordenadas ideológicas del presente. De volverlo legible. Apropiable. Y entonces regresamos a la pregunta de fondo: ¿quién es el dueño del significado de una obra o de una figura histórica?

En 1967, Roland Barthes publicó La muerte del autor, un ensayo breve pero explosivo. Allí sostiene que debemos dejar de buscar la “intención” del autor como si fuera el sentido último de la obra. La escritura, dice, no nace de una única conciencia creadora, sino que es un tejido de citas, referencias, voces. “El nacimiento del lector debe pagarse con la muerte del autor”, concluye. Es decir: el sentido no lo fija quien escribe, sino quien lee. La obra vive en la interpretación.

Un año después, Michel Foucault responde con ¿Qué es un autor?, donde no niega la tesis de Barthes, pero la enmarca en una dimensión más política. Para Foucault, el “autor” no es solo una persona, sino una función social que regula cómo se producen, clasifican y controlan los discursos. No todos los textos tienen autor —una receta, por ejemplo, no lo necesita—, pero los discursos que circulan como “obras” requieren esa figura para legitimar su circulación. Así, “Shakespeare” o “Morazán” no son solo nombres propios, sino dispositivos de poder: etiquetas que organizan el sentido y condicionan la lectura.

Este marco teórico nos permite volver a Morazán con otras preguntas. ¿Qué significa decir “Morazán fue liberal”? ¿O socialista? ¿Qué se activa cuando su nombre se invoca desde un partido político, una estatua, una moneda, una plaza?

Francisco Morazán, el hombre, nació en Tegucigalpa en 1792, abogó por la unión centroamericana, enfrentó al poder clerical, impulsó reformas liberales y fue fusilado en Costa Rica en 1842. Ese es el Morazán histórico, el que vivió 50 años y actuó en un mundo que no conocía aún ni al marxismo ni a las categorías ideológicas modernas que hoy proyectamos sobre él. Pero ese Morazán murió hace tiempo. En su lugar sobrevive otro: el Morazán de los monumentos, de los parques, de las escuelas. El Morazán que adorna los billetes pero cuya memoria ha sido limada, convertido en figura hueca. Un prócer de manual, apto para todos los discursos.

Como con Cleopatra —convertida por Roma en amenaza exótica, por Hollywood en femme fatale y por el feminismo actual en símbolo de poder descolonial—, la figura de Morazán ha sido invocada por sectores que nada tienen que ver con su ideario. Hay un Morazán liberal, uno autoritario, uno escolar, uno vacío, uno militante. Un Morazán domesticado por el Estado, instrumentalizado por políticos, trivializado por la memoria cívica. Su nombre ya no remite a un sujeto histórico, sino a una “función prócer”: un operador discursivo que organiza lo decible en torno a la nación.

Incluso hay canciones que son capturadas por sentidos opuestos. Born in the U.S.A., de Bruce Springsteen, fue escrita como una denuncia amarga sobre la guerra de Vietnam y la traición al obrero norteamericano. Pero terminó siendo usada como himno nacionalista en campañas conservadoras. El sentido de la obra fue desviado, no por error, sino porque todo texto, una vez lanzado al mundo, queda a merced de sus lectores. 

El problema no es que haya muchos Morazanes. El problema es que el Morazán real ha quedado enterrado bajo la repetición simbólica. Y sin embargo, sigue allí. En sus escritos, en sus batallas, en sus contradicciones. Recuperarlo no es congelarlo, ni canonizarlo otra vez, sino atreverse a pensarlo desde el presente, con sus tensiones intactas. No como modelo moral, sino como campo de disputa.

Porque todo mito vivo es un espejo. Y lo que vemos en Morazán dice menos de él que de nosotros. Si su figura incomoda, no es por lo que hizo, sino por lo que seguimos haciendo en su nombre. Quizá sea tiempo de dejar de repetirlo y empezar a leerlo. No para poseer su verdad, sino para devolverle su espesor.

En una época donde la autoría está en crisis y los símbolos son moldeados por el mercado, la figura de Morazán resiste. No porque sea inmutable, sino porque sigue exigiendo ser interpretado. Como Sabrina Carpenter —en su fugacidad pop—, como Cleopatra, como todo aquello que, al sobrevivir al tiempo, se vuelve irreductible a una sola lectura. Esa es su vigencia. Su poder. Y también su peligro.