Cuando en 1969 el astronauta Buzz Aldrin describió la Tierra desde la Luna como “una cápsula azul suspendida en la nada.” No lo hacía solo con asombro científico, lo hacía desde una distancia que alteraba la percepción, que convertía la vida en un espectáculo sin sonido. Algo parecido ocurre cuando se analiza una campaña política que se administra desde adentro, encerrada en su propio algoritmo, blindada por una estructura que confunde protección con aislamiento. Así se siente, por momentos, la campaña de Rixi Moncada: una cápsula suspendida sobre el país real, orbitando con sus propias leyes narrativas, incapaz aún de tocar tierra.

Este lunes, la candidata presidencial del partido LIBRE reapareció en un programa de televisión con Renato Álvarez. Su participación, más que un acto de campaña, funcionó como una operación de recuperación política. La asamblea partidaria de dos semanas atrás —convocada para consagrarla— terminó convertida en un bochorno público, una señal de fragmentación interna, de imposición sin consenso. La entrevista, entonces, no era casual. Era urgente. Se trataba de ocupar el vacío, de responder sin responder, de imponer una narrativa donde ya se comenzaban a escribir otras más incómodas.

Y sin embargo, lo que se mostró fue una figura firme, sí, pero encapsulada. Con un discurso inquebrantable, pero monocorde. Una dirigente que sabe perfectamente lo que quiere decir, pero que parece hablarle solo a quienes ya la escuchan. El desafío era otro: salir del círculo, ensayar el contacto, probarse en la intemperie. Pero la cápsula que protege a Rixi Moncada sigue sellada.

En el fondo, lo que se juega no es solo una candidatura. Se juega el relato mismo de un proyecto que nació como ruptura, que prometía refundación, y que hoy transita la ruta incierta entre el poder y la nostalgia de lo que fue. Moncada representa esa tensión: una figura que viene del corazón del Estado —del Consejo Nacional Electoral, de la secretaría de Defensa, de la burocracia jurídica— y que al mismo tiempo se proyecta como heredera de una épica popular que el gobierno actual, tras más de tres años en el poder, ha comenzado a desgastar.

El lenguaje que emplea es reconocible: las diez familias, el modelo neoliberal, la deuda histórica con los pobres. Pero la pregunta que comienza a instalarse es otra: ¿quién escucha ya ese discurso con esperanza? ¿Cuántos sectores populares se sienten representados por esa narrativa que parece detenida en el tiempo? ¿Cuánto más puede sostenerse una campaña con diagnóstico sin propuesta, con consigna sin proyecto?

La estrategia digital que la rodea, dirigida desde la Secretaría de Planificación Estratégica, refuerza la ilusión de fortaleza. Genera tendencias, replica frases, silencia disensos. En redes sociales, Rixi es tendencia positiva. Sus frases más ideológicas se convierten en mantras, repetidas con velocidad por cuentas militantes o automatizadas. Pero ese fenómeno, lejos de ser fortaleza, puede convertirse en trampa. Porque si la calle está callada y la red aplaude, es posible que lo que se esté escuchando no sea la voz del pueblo, sino el eco de la cápsula.

Hay algo profundamente irónico en esta situación. Rixi Moncada ha construido su carrera sobre la legalidad, sobre la denuncia de estructuras de poder ilegítimas, sobre el uso del lenguaje como herramienta política. Pero ahora, en el momento de disputar el poder real, ese mismo lenguaje se ha vuelto una armadura que no le permite moverse. Se defiende bien, pero no avanza. Conserva lo que tiene, pero no conquista. No emociona. No enamora. No suma.

Es como si el aparato oficialista hubiera confundido fidelidad con liderazgo. Como si bastara con tener una candidata alineada al discurso, blindada por el aparato, para creer que se tiene una campaña en marcha. Pero una candidatura no es una extensión del gobierno. Es una oferta nueva. Una promesa de futuro. Y en ese terreno, la propuesta de Rixi aún no ha comenzado.

No ha hablado de seguridad ciudadana. No ha explicado cómo enfrentará la precariedad laboral más allá del discurso sobre justicia social. No ha propuesto una visión económica más allá del antagonismo al empresariado. No se ha dirigido al campesinado organizado, ni al migrante, ni al pequeño empresario. No ha dicho qué hará con las ZEDE, con la deuda externa, con el sistema penitenciario, con las Fuerzas Armadas. Y sin eso, sin un mapa de país, el discurso se queda en el aire, como la cápsula azul de Aldrin: bello, intacto, pero flotando lejos.

Lo más grave no es la ausencia de respuestas. Es la creencia de que no hacen falta. De que basta con sostener la línea, con evitar errores, con reforzar el núcleo, y que el resto —el voto, la victoria, el pueblo— llegará solo. Como si el país no hubiera cambiado en estos años. Como si la gente siguiera esperando el regreso del 2009, en vez de exigir algo que aún no ha existido.

La burbuja digital protege, pero también desinforma. Rixi no está perdiendo por hablar mal, ni por falta de formación o capacidad. Está perdiendo por no escuchar. Por no salir del la zona de seguridad. Por no arriesgar una palabra nueva que no haya sido revisada por el comité, ni editada por los operadores. Porque quien no habla con el país, no lo representa. Y quien no lo representa, no gana.

En política, las burbujas no son refugio: son trampas. Tarde o temprano revientan. Y cuando revientan, dejan al candidato en el aire, expuesto, sin tierra firme. Aún hay tiempo para que Rixi Moncada descienda. Para que ponga los pies en el suelo, escuche, hable, se equivoque, corrija. Para que abandone el guion y ensaye el país. Pero si no lo hace pronto, si se queda por mucho tiempo orbitando en la narrativa cerrada que la protege, la cápsula terminará siendo su única audiencia. Y el país, ese que mira desde abajo y que quiere gobernar, ese que no tuitea pero sí vota, seguirá esperando que alguien finalmente aterrice.