El 4 de diciembre de 1972, Salvador Allende tomó la palabra ante la Asamblea General de las Naciones Unidas. Con voz templada y gesto grave, denunció la existencia de un poder “más fuerte que los Estados, más permanente que los gobiernos”: el poder económico concentrado en corporaciones transnacionales que, desde las sombras, socavaban la soberanía de las democracias latinoamericanas. No habló solo para Chile. Habló para toda una región atrapada entre oligarquías internas y capitales externos. El enemigo tenía rostro, pero sobre todo tenía estructura. Allende lo sabía: nombrarlo era apenas el principio. El verdadero desafío era desmontarlo sin que el país colapsara en el intento.

Medio siglo después, en otro rincón de América Latina, la candidata hondureña Rixi Moncada ha retomado —con otro tono, pero con una intención similar— la idea de que el subdesarrollo tiene responsables. No es la fatalidad, ni la geografía, ni el destino: es el poder económico concentrado. Diez familias, dice Moncada, han capturado al Estado, saqueado sus recursos y convertido a la mayoría del pueblo hondureño en rehén de un modelo fiscal injusto y de una economía cerrada sobre sí misma. Los nombres circulan ya como sentencia pública: los Atala, los Canahuati, los Facussé, los Nasser, los Kattán.

La denuncia no es nueva, pero sí su insistencia. Lo que antes era un murmullo en las plazas, ahora es pancarta de campaña. Y en esa insistencia, hay una búsqueda de identidad política, de galvanizar a una base que se siente traicionada por el paso del tiempo y por la falta de transformación real. Como Allende, Moncada ha entendido que toda revolución —aunque sea simbólica— necesita de un adversario. Pero a diferencia del presidente chileno, carece de tres cosas fundamentales: un proyecto institucional consolidado, un bloque de aliados dispuestos a sostener la confrontación, y una salida clara para reemplazar el orden que denuncia.

Porque una cosa es nombrar al enemigo. Y otra, muy distinta, es tener el poder y la capacidad de enfrentarlo sin consecuencias catastróficas para el mismo pueblo al que se dice defender.

El dato que repite el gobierno es contundente: las 10 principales familias empresariales concentran el 25% del empleo formal del país, mientras la economía informal —esa tierra de nadie sin seguridad social ni contratos— absorbe al 58% de la población económicamente activa. Lo que no se dice es que esa concentración también implica dependencia. Que desmontar ese poder no es solo un acto de valentía política, sino una operación delicada que requiere reemplazos funcionales y rápidos, no solo condenas morales.

Y aquí aparece la gran contradicción: la campaña de Rixi Moncada denuncia con firmeza un modelo que su propio partido no ha logrado transformar en tres años de gobierno. Ni la Ley de Justicia Tributaria ha sido aprobada, ni los fideicomisos han sido desmontados, ni se ha construido una banca pública alternativa, ni se ha diversificado la matriz económica más allá de discursos. Lo que sí se ha hecho es mantener parte del viejo aparato: negociar con los mismos banqueros que se ataca, operar con los mismos grupos económicos que se vilipendia, sostener exoneraciones a ciertos sectores mientras se congela la promesa de equidad.

La narrativa de Moncada pretende encarnar una ruptura, pero avanza sobre las ruinas de una continuidad que su propio partido no ha sabido resolver. Libre se fragmentó en cuanto tocó el poder: rompió con el Partido Salvador de Honduras, se dividió en el Congreso con el grupo de los Calixtos, y terminó de ahondar sus fisuras en las internas, cuando el 28 de junio acaparó todos los cargos en disputa, marginando al Frente de Resistencia Popular (FRP), precisamente la corriente más ideológica, la que había postulado a Rixi como su candidata. Desde entonces, no ha conseguido forjar nuevas alianzas ni recomponer su base. El desgaste se siente en el territorio, donde muchos militantes perciben que sus dirigentes están más preocupados por conservar sus cargos que por sostener un proyecto transformador. En ese contexto, hacer campaña contra “las 10 familias” suena incendiario, sí, pero se vuelve tácticamente ineficaz cuando se hace desde la soledad política.

Más aún cuando no hay alianzas nuevas que respalden ese discurso. El sector cooperativista, las MIPYMES, los sindicatos, los movimientos campesinos, incluso algunos sectores de la economía popular, se sienten hoy más huérfanos que representados. No basta con nombrar un enemigo: hay que construir un nosotros creíble. Y ese nosotros —el sujeto histórico de la transformación— hoy no está claro en el relato de campaña de Rixi Moncada. Si acaso, se intuye entre líneas, pero no se encarna.

En este vacío narrativo, los nombres de las familias señaladas corren el riesgo de convertirse en amuletos de impotencia: repetidos, denunciados, pero no tocados. Peor aún, pueden convertirse en escudo de campaña para los mismos sectores que ya están organizando su resistencia. La reacción de las élites no será pasiva. Lo sabemos por experiencia. Zelaya no cayó por hablar de justicia fiscal. Cayó cuando empezó a mover el aparato institucional hacia un nuevo pacto social. Y lo pagó caro.

Por eso el problema no es que Rixi Moncada señale a esas diez familias. El problema es que lo haga desde una orfandad estratégica. Sin partido unificado. Sin propuesta concreta para sustituir lo que quiere desmantelar. Sin alianzas sociales. Sin soporte institucional. Y sin tiempo.

Nombrar al enemigo es el inicio de toda política transformadora. Pero creer que eso basta es un error que América Latina ha pagado muchas veces. Lo pagó Allende con la vida. Lo pagó Arbens con el exilio. Lo pagó Zelaya con un golpe.

La pregunta, entonces, no es si Rixi tiene razón al denunciar la concentración de poder económico. La pregunta es si, al hacerlo desde la intemperie política, está creando las condiciones para una transformación… o para una nueva frustración histórica.

Y la historia, lo sabemos, no perdona los gestos sin estructura.