Por más que se intente disfrazar con un lenguaje técnico o con palabras como “eficiencia”, “desarrollo” y “empleo digno”, la propuesta de Ley Especial de Fomento a las Inversiones por Medio de la Eficiencia de los Procesos de Licenciamiento Ambiental, promovida por el presidente del Congreso Nacional, Luis Rolando Redondo Guifarro, representa un retroceso brutal en materia ambiental y una afrenta directa a la memoria de quienes dieron su vida por proteger los bienes comunes en Honduras. Esta no es una exageración retórica ni una lectura ideologizada. Es, con todas sus letras, una traición política.

Porque cuando hablamos de los mártires ambientales de Honduras no lo hacemos en abstracto. Tiene nombre la traición, y tienen nombres las víctimas: Berta Cáceres, asesinada por oponerse a un proyecto hidroeléctrico autorizado sin consulta previa, y Juan López, defensor del parque Botadero “Carlos Escaleras”, también asesinado en el marco de una lucha ambiental contra el despojo y muchos otros. Honduras tiene ya cientos de víctimas de la lucha contra los proyectos extractivistas en los territorios. Apenas días antes de este debate, el Congreso aprobó un decreto para declarar el 24 de enero como el Día del Defensor de los Bienes Naturales y Comunes, en honor a Juan López. Y ahora, ese mismo Congreso, encabezado por Luis Redondo, impulsa una ley que debilita los mecanismos de control ambiental y excluye a las comunidades de los procesos de decisión.

Este acto no es una incongruencia aislada. Es una claudicación estructural frente a los intereses empresariales más voraces. Es una señal inequívoca de que, bajo el discurso del progreso, se está desmontando el precario andamiaje que —con todas sus limitaciones— protegía a los territorios, a las fuentes de agua, a los bosques y a quienes los defienden.

El proyecto, contenido en el documento PDIII-0000-2025-#CN, establece que la Secretaría de Recursos Naturales y Ambiente (SERNA) podrá emitir licencias ambientales inmediatas mediante un “mecanismo especial, excepcional y simplificado” para cualquier proyecto de inversión que cumpla criterios como generación de empleo, alto impacto económico, innovación tecnológica o pertenencia a sectores estratégicos como infraestructura, energía, turismo, manufactura y agroindustria.

No se trata de mejorar los procesos existentes ni de fortalecer las capacidades institucionales de evaluación ambiental. Se trata de crear un atajo, un carril expreso por donde pasarán los proyectos que más intereses económicos concentran, sin las barreras “molestas” de la consulta previa, la participación ciudadana o los estudios rigurosos de impacto ambiental.

El artículo 4 es clave: autoriza a SERNA a emitir licencias inmediatas —nuevas, renovadas o ampliadas— y descarga la responsabilidad legal únicamente en el titular del proyecto y su prestador de servicios ambientales. Es decir, el Estado se lava las manos. Y si luego se detecta un incumplimiento, la licencia “podría” ser suspendida. Pero ya para entonces el daño estará hecho.

Como advierte la Red Hondureña por Escazú, este proyecto legaliza un modelo paralelo de licenciamiento sin salvaguardas suficientes, debilitando los principios de prevención, precaución y legalidad ambiental. Se rompe con el principio del consentimiento libre, previo e informado de los pueblos indígenas, se ignoran los mecanismos de evaluación independiente, y se consolidan procesos verticales, tecnocráticos y excluyentes.

Joaquín Mejía Rivera, jurista y defensor de derechos humanos, lo denuncia con claridad: “Ese mismo Congreso que se proclama garante de los bienes comunes, ahora propone una ley que permitirá otorgar licencias sin consulta previa ni participación ciudadana, profundizando los conflictos que han generado tanta sangre y dolor como en el caso de Juan López”. Mejía exige, con razón, que si el Congreso insiste en esta propuesta, la presidenta Xiomara Castro debe vetarla. No hacerlo sería aceptar la hipocresía institucional como norma.

Desde la bancada oficialista, Ariel Montoya —presidente de la Comisión de Medio Ambiente del Congreso— ha intentado suavizar las críticas, afirmando que esta ley no comprometerá la protección ambiental y que solo busca agilizar procesos en proyectos productivos. Insiste en que se mantendrá la legalidad y que el Congreso está abierto a socializar la propuesta. Pero la realidad es que nada en el texto de la ley garantiza los mecanismos de participación social ni la consulta previa. Lo que hay es una legalización del fast-track extractivo.

Y aunque en la exposición de motivos se menciona que el mecanismo estará sujeto a principios de transparencia y sostenibilidad, no se menciona en ningún momento el Acuerdo de Escazú ni el Convenio 169 de la OIT. No se establece la obligación de realizar audiencias públicas, ni se define un rol activo para las comunidades. No se plantea el fortalecimiento institucional de SERNA para evaluar técnicamente los proyectos: solo se menciona la posibilidad de contratar personal temporal para resolver más rápido los trámites.

No beneficia al campesino que pide agua. No beneficia a los pueblos indígenas que defienden su territorio. No beneficia al pequeño productor que lucha contra la contaminación de los ríos. Esta ley solo favorece a los grandes proyectos extractivos, a las hidroeléctricas, a los megaproyectos turísticos, a las zonas francas, a las represas multiusos, a los corredores industriales. Es una ley escrita a medida del capital, no del bien común.

Y lo más grave: viene de un Congreso que ha llegado al poder con el respaldo de fuerzas políticas que prometieron justicia ambiental, reparación a las víctimas del despojo y defensa del territorio. Luis Redondo no puede alegar desconocimiento. Él sabe quién fue Berta Cáceres. Él conoce la historia de Juan López. No hay ignorancia aquí: hay complicidad.

En Honduras, cada vez que se aprueba una licencia ambiental sin consulta previa, se siembra una semilla de conflicto. Cada vez que se debilitan los controles ambientales, se fortalece la criminalización de los defensores. Cada vez que se excluye al pueblo de la toma de decisiones sobre sus territorios, se deslegitima el Estado. Esta ley, si se aprueba, marcará un antes y un después.

No se trata de rechazar la inversión ni el desarrollo. Se trata de dignidad, memoria y derechos. Porque el desarrollo no puede construirse sobre cadáveres ni sobre la exclusión. La eficiencia no puede ser una excusa para la opacidad. Y el crecimiento económico no puede pisotear la participación democrática.

Esta ley es, en el fondo, una ruptura moral con los principios que muchos sectores progresistas dijeron defender. Si el Congreso Nacional aprueba esta iniciativa, si Luis Redondo la impone, y si Xiomara Castro la deja pasar, entonces quedará claro que en Honduras el poder no cambia de bando: solo de manos.

Y que los nombres de Berta y Juan seguirán escritos en piedra… mientras sus causas se desvanecen entre decretos de desarrollo y licencias express.