En Honduras, la justicia se cocina al baño maría y se sirve fría, pero eso sí: adornada con cinta celeste y una sonrisa oficial. El caso Koriun es la prueba más cínica y dolorosa de cómo un Estado que no regula, no fiscaliza y no protege, termina celebrando su propia incompetencia como si fuera una victoria ciudadana. En un país donde las estafas ya no son delito, sino modelos de negocio avalados por la omisión, el gobierno no castiga a los culpables: los premia con silencio y olvido.

Koriun no colapsó. No huyó nadie. No hubo allanamientos desesperados ni directivos escondidos en aeropuertos con maletas llenas de efectivo. Koriun seguía operando como un reloj suizo cuando fue intervenida por el Ministerio Público. Pagaba puntualmente a sus inversionistas, porque seguían entrando nuevos ingenuos —o avaros— al esquema. Era una pirámide viva, aún sin grietas, aún sin gritos. ¿Por qué intervenirla entonces? Porque ya no se podía sostener el escándalo. No por convicción legal, sino por el murmullo creciente de una bomba mediática que empezaba a activarse.

La empresa ofrecía retornos del 20% mensual. Esa cifra, que haría temblar a cualquier corredor de bolsa serio, no hizo parpadear a las autoridades. Ni la CNBS, ni el Congreso, ni el Ministerio Público, ni la Superintendencia de Sociedades Mercantiles —que en Honduras no existe más que como un adorno constitucional— vieron, supieron o dijeron nada durante meses. Mientras la estafa prosperaba a vista y paciencia de todos, nadie se preguntó de dónde salía el dinero. Porque en Honduras, cuando el dinero entra sin violencia, nadie quiere saber de dónde viene.

Cuando finalmente el escándalo revienta, el gobierno actúa. Pero no para castigar a los responsables. No para desmontar el esquema y procesar a sus arquitectos. Actúa para contener el daño político. Confisca fondos. Congela cuentas. Promete reembolsos. No porque la ley lo obligue —de hecho, no puede hacerlo legalmente porque no hay delito que perseguir—, sino porque es la única forma de apagar el fuego con botellitas de agua.

Y aquí viene la parte más perversa. El gobierno ha anunciado que devolverá el dinero empezando por los que menos invirtieron. La lógica es clara: apagar el incendio con los gritos más estridentes. Restituir pequeñas sumas a miles de personas es eficaz en términos de imagen. Las víctimas mayores, las que pusieron millones, serán las últimas. Y para cuando les toque, ya no quedará casi nada. Pero serán pocos, aislados, fáciles de desacreditar. En una jugada de realismo cínico, el Estado habrá neutralizado la indignación, no con justicia, sino con una operación quirúrgica de gestión emocional. Una especie de populismo reparador que no soluciona nada, pero calma al público.

Lo más grave, sin embargo, no es la estafa. Es la arquitectura institucional que permite que estas estafas se multipliquen. El Código Penal, aprobado en 2017 con más trampas que soluciones, eliminó la captación ilegal de fondos como delito penal. Es decir: usted puede inventarse una financiera falsa, prometer rendimientos imposibles, captar millones y, mientras nadie lo denuncie o mientras pague puntualmente, el Estado no le va a molestar. No hay crimen. Y sin crimen, no hay fiscal, no hay juez, no hay cárcel. En Honduras, el fraude dejó de ser un problema legal para convertirse en una cuestión de relaciones públicas.

Y por eso, la respuesta estatal al caso Koriun no debe leerse como un acto de responsabilidad, sino como lo que realmente es: un espectáculo bien montado de administración del silencio. Un número de magia institucional donde se devuelve una parte del dinero, se archiva el escándalo, y se felicita al propio gobierno por haber actuado “con transparencia”.

No hay reformas. No hay procesos judiciales. No hay revisión del marco legal. No hay creación de la Superintendencia de Sociedades. No hay recuperación de los fondos desviados al extranjero. Lo que hay es un gesto superficial de reparación parcial, acompañado de un relato autoindulgente, casi celebratorio.

Esta es la tragedia hondureña: no la estafa, sino el sistema que la absorbe, la administra y la recicla como una anécdota. Koriun no es un caso aislado. Es un espejo. Un reflejo de cómo la institucionalidad hondureña ha sido diseñada no para proteger al ciudadano, sino para sobrevivir al escándalo. Aquí no se gobierna: se reacciona. No se legisla: se improvisa. No se sanciona: se pacta. Y al final, como siempre, el espectáculo termina en aplausos forzados y víctimas resignadas.

Hoy, el Estado se da palmaditas en la espalda porque logró devolverle dinero a un grupo de personas. Mañana, cuando vuelva a estallar otra pirámide —con otro nombre, otra cara, otra fachada de éxito—, fingirá otra vez que no sabía nada. Y repetirá el acto. El fraude no es el enemigo del sistema. Es parte de él. Solo que, como todo en Honduras, funciona mientras no haga demasiado ruido.