El caso PSH y la ilusión de una democracia plural en Honduras

El 22 de enero de 2022, el Congreso Nacional de Honduras se convirtió en el escenario de una fractura histórica. En una sesión marcada por el caos, las arengas cruzadas y la violencia simbólica del poder en disputa, Luis Redondo fue impuesto como presidente del Legislativo, al margen del procedimiento formal, gracias a un pacto sellado entre Salvador Nasralla y Manuel Zelaya. Fue el desenlace de una alianza electoral que había llevado a Xiomara Castro a la presidencia y que incluía, como parte del acuerdo, la entrega de la presidencia del Congreso al Partido Salvador de Honduras (PSH). Quien se rebeló entonces fue Jorge Cálix, líder de una fracción interna de Libre, que se negó a acatar la línea del expresidente Zelaya y se autoproclamó también presidente legislativo en una sesión paralela.

Entre quienes respaldaron con vehemencia la designación de Redondo estaba la diputada Ligia Ramos. Entonces, como hoy, defendía un proyecto alternativo, una forma distinta de hacer política desde la ciudadanía. Pero tres años más tarde, sentada en un foro televisivo de Canal 11, su mirada era distinta. “Me arrepiento mil veces de haber apoyado a Luis Redondo,” dijo. Y no era solo una confesión personal: era la constatación pública de un naufragio colectivo. Porque aquella elección, que pretendía sellar el ingreso del PSH al corazón del poder político, terminó por consumirlo desde dentro. Redondo ascendió, sí. Pero el partido que lo llevó hasta ahí hoy ha sido borrado del proceso electoral. No quedó nada. O peor: quedó el desencanto. 

La decisión del Consejo Nacional Electoral (CNE) de excluir al PSH del proceso electoral de 2025 no es una anécdota administrativa. Es una señal de advertencia. El argumento técnico es que el partido no entregó a tiempo las 200 planillas requeridas para su inscripción y que no corrigió los errores detectados en un plazo de tres días. Pero la aplicación de esa norma no ha sido uniforme: partidos tradicionales contaron con hasta veinte días en procesos similares. La diferencia no está en la ley, sino en su interpretación. Y lo que se interpreta aquí no es una omisión, sino una amenaza: el PSH representa un tipo de organización política que el sistema no sabe cómo manejar. No lo controla, y por eso prefiere excluirlo.

El PSH nació alrededor de Salvador Nasralla, pero nunca fue completamente suyo. Tras su renuncia para postularse con el Partido Liberal, y luego del progresivo aislamiento de Luis Redondo, el partido quedó huérfano de liderazgo visible. Y, sin embargo, no desapareció. Mantuvo presencia en el Congreso, continuó articulando voces críticas, y se perfilaba como un espacio posible para quienes no se sentían representados ni por el oficialismo ni por la oposición tradicional. Su problema fue no tener patrón. En Honduras, eso equivale a no tener permiso.

Mientras tanto, el CNE sí aprobó la inscripción del PINU y de la Democracia Cristiana. El primero, un partido socialdemócrata fundado en los años 70, alguna vez impulsado por intelectuales progresistas como Miguel Andonie Fernández y Jesús Aguilar, hoy sobrevive apenas como una sigla, rescatada cada cuatro años para alianzas puntuales. Su candidato presidencial, Nelson Ávila, es una figura conocida por sus críticas al caudillismo de Manuel Zelaya y al centralismo de Libre, pero que no ha logrado articular un proyecto político propio más allá de sus intervenciones mediáticas. La Democracia Cristiana, por su parte, es una reliquia de la Guerra Fría, inspirada en la doctrina social de la Iglesia y en los esquemas de contención ideológica promovidos en Centroamérica por Washington. Desde hace décadas se ha convertido en un partido bisagra, sin base social real, útil en votaciones cerradas o como moneda de cambio en negociaciones parlamentarias. Su inscripción adquiere un significado peculiar este año: su candidato presidencial es Chano Rivera, una figura de la élite histórica del Partido Nacional. Hijo, nieto y hermano de dirigentes nacionalistas , Rivera mantiene conexiones directas con los sectores más conservadores del viejo orden. Su candidatura bajo la bandera de la Democracia Cristiana no representa una renovación, sino un reacomodo: un vehículo alternativo para sectores del nacionalismo que, ante el desgaste de su partido, buscan seguir en el juego desde otra plataforma. Lejos de ser una contradicción, la inscripción del PDCH y el PINU-SD confirma que algunos partidos, por inertes que parezcan, funcionan como franquicias disponibles al mejor postor. No representan electores: representan oportunidades. Y eso, en el ecosistema político hondureño, los vuelve más valiosos que cualquier proyecto ciudadano real.

La inclusión de estas dos formaciones revela un patrón: el sistema electoral hondureño no premia la conexión ciudadana ni la representación efectiva, sino la obediencia. Ser partido, en este contexto, no es tanto una cuestión de votos como de utilidad. Si se es útil para legitimar el proceso, para fragmentar la oposición, o para simular pluralismo, entonces se permanece. Si se es autónomo, imprevisible o huérfano de padrino, se está fuera.

El caso del PSH no puede entenderse sin mirar esta arquitectura más amplia. Desde el retorno a la democracia formal en 1982, Honduras ha vivido bajo un bipartidismo que se recicló una y otra vez en alianzas, rupturas y mutaciones. El surgimiento de Libre, tras el golpe de Estado de 2009, alteró esa estructura, pero no la desmanteló del todo. Los mecanismos de control político —particularmente el uso del CNE como instrumento de orden— se mantuvieron, y se han perfeccionado. Lo que cambió no fue la forma del sistema, sino los actores que lo administran.

Excluyendo al PSH, el sistema elimina no solo a un partido específico, sino a una posibilidad: la de una fuerza política ciudadana que no dependa del caudillismo ni de las herencias familiares del poder. Y lo hace en un momento en que la ciudadanía necesita más que nunca alternativas reales.

Los otros partidos “pequeños” que tampoco fueron inscritos no son, en rigor, partidos: son cascarones. Estructuras sin base social, sin ideología activa, sin presencia territorial. Algunos de esos partidos nacen cada cuatro años como plataformas de candidatos aislados. Que sobreviven solo como herramientas de negociación. Ninguno de ellos representa un proyecto político en sentido estricto. Representan, más bien, la persistencia de una forma degradada de hacer política.

Lo más alarmante de este proceso no es lo que ocurre en el CNE, sino lo que revela sobre la democracia hondureña: un sistema donde las reglas no son claras, donde los árbitros no son neutrales, y donde la política se reduce a un reparto de espacios previamente acordados. En este juego, los partidos “grandes” administran el poder y los partidos “pequeños” lo legitiman. No hay espacio para la disidencia autónoma. No hay incentivo para construir desde abajo. No hay voluntad institucional para permitir que la ciudadanía elija fuera del guion.

Quizás por eso, el PSH es más peligroso en su exclusión que en su participación. Porque su salida forzada obliga a mirar el proceso electoral tal como es: una coreografía cuidadosamente dirigida, donde los actores no se eligen por sus méritos, sino por su capacidad de no perturbar el orden. El PSH, sin caudillo y sin estructura tradicional, perturbaba. Por eso quedó fuera.

Queda entonces una pregunta, no para el CNE, sino para nosotros: ¿qué tipo de democracia queremos? Una donde se pueda competir en igualdad de condiciones, aunque se pierda, o una donde se pueda ganar solo si se acepta antes las reglas impuestas desde el poder. La exclusión del PSH no responde esa pregunta, pero la hace inevitable. Y en ese silencio, tan cargado de sentido, es donde tal vez esté el verdadero rostro del sistema político hondureño. Uno que, aún con urnas y campañas, sigue creyendo que el pluralismo es un lujo. Y no una necesidad.