En el centro del escándalo no está solo una institución, ni un funcionario cuestionado. Está la esencia misma de cómo se ejerce el poder en Honduras. El caso que reveló una investigación de ICN de los más de 800 millones de lempiras transferidos por el ejecutivo a cuentas asociadas a diputados del partido oficialista, con el pretexto de ejecutar proyectos sociales, no es una anomalía. Es la continuación —con otros nombres, con otro color partidario— del mismo patrón que en su momento la MACCIH denunció bajo el nombre de Pandora. Y que hoy se revela, con toda su crudeza, como el verdadero rostro del Estado hondureño: un aparato clientelar, fragmentado y administrado como botín.

SEDESOL no es simplemente una secretaría más. Es el epicentro de la maquinaria política del oficialismo, la caja de herramientas de una forma de gobernar que se sostiene en la distribución territorial de favores, la compra de lealtades y la administración vertical del “desarrollo” como instrumento de control. No por casualidad ha sido una de las instituciones más disputadas desde el inicio del gobierno de Xiomara Castro. Tampoco por casualidad está encabezada por un ministro, José Carlos Cardona, que no tiene poder político propio, ni respaldo popular, ni liderazgo dentro de Libre. Su rol no ha sido conducir, sino ejecutar. Y por eso hoy, cuando todo explota, se perfila como el chivo expiatorio perfecto.

Pero creer que el problema se resuelve con la caída de Cardona es no entender —o no querer admitir— la estructura real del poder. Lo que hay detrás de estos fondos no fiscalizados, entregados a fundaciones ligadas a diputados, no es solo negligencia técnica o falta de transparencia. Es un mecanismo deliberado, cuidadosamente ensamblado para mantener a flote una presidencia del Congreso que nació débil, y que ha necesitado desde el primer día de recursos extraparlamentarios para sostener una mayoría frágil.

Luis Redondo, presidente del Congreso, no manda. Administra. No dirige una bancada, la renta. Su autoridad no se basa en liderazgo ni coherencia política, sino en su capacidad de garantizar a cada diputado lo que necesita para mantener su dominio territorial: proyectos, ayudas, nombramientos, dinero. Para eso sirve SEDESOL. Es el pegamento que mantiene unida una asamblea de señores feudales, donde cada legislador se comporta como un pequeño cacique local, con sus propias redes, operadores y exigencias.

En este esquema, el Congreso deja de ser un poder del Estado para convertirse en una extensión fragmentada del Ejecutivo. Pero no de un Ejecutivo racional, estratégico o reformista, sino de un Ejecutivo que reproduce la lógica de la prebenda como única forma posible de gobernar. Cada diputado que recibe fondos de SEDESOL no solo fortalece su base electoral; fortalece, sin saberlo, la maquinaria que impide cualquier intento real de transformación del sistema político.

Lo más inquietante es la forma en que las figuras que deberían marcar una diferencia, como Hugo Noé Pino o el propio Redondo, han decidido salir al paso para justificar lo injustificable. Argumentan que no hay ilegalidad, que los fondos fueron ejecutados, que se rindieron informes. Como si la corrupción fuera solo un asunto de firmas y facturas, y no una enfermedad de diseño. Como si el problema fuera la forma, y no el fondo.

Lo que vivimos no es un error administrativo. Es la reedición de los casos Pandora —pero sin MACCIH, sin escándalo internacional, sin consecuencias judiciales. El mismo esquema de entonces: fundaciones de papel, programas sociales como fachada, fondos desviados hacia la política, diputados como beneficiarios. Solo ha cambiado el nombre del partido. El sistema es el mismo. Un sistema donde el Estado se entrega por pedazos a cambio de lealtad, y donde cada institución, cada programa, cada partida presupuestaria, se vuelve una moneda de cambio.

En este modelo, la política no es un ejercicio de representación, sino de distribución. Quien reparte, manda. Y quien no reparte, cae. Esa es la verdadera razón por la que Cardona está en la cuerda floja: no por haber violado una norma, sino por no haber sabido defender el funcionamiento de una maquinaria que, aunque hiede, es indispensable para quienes gobiernan.

Pero si Cardona cae, no caerá por corrupto. Caerá por ser débil. Por no haber protegido suficientemente a los que realmente controlan el sistema. Por no haber sabido blindar la lógica de fondo: la del asistencialismo como forma de dominación, la del Congreso como botín, la de los programas sociales como disfraz.

Y así, lo que parecía un escándalo administrativo, termina siendo una confesión estructural: que el gobierno necesita corromper el Estado para poder gobernar. Que la lucha contra la corrupción fue apenas una promesa de campaña, enterrada bajo la urgencia de mantenerse en el poder. Y que, en este país, la verdadera continuidad no está en las personas, sino en los métodos.

Hoy se llama SEDESOL. Ayer fue SAG, Casa Presidencial, el Programa de Desarrollo Agrícola o los bonos solidarios. Mañana tendrá otro nombre. Pero mientras no cambie la lógica que sostiene la política en Honduras —la lógica del botín, del reparto, de la compra—, seguiremos llamando “asistencia” a lo que no es más que dominación.

Y seguiremos cayendo en el autoengaño de creer que sacar a uno basta para cambiarlo todo, cuando el verdadero poder nunca ha estado abajo, sino en las manos de quienes diseñan el sistema para que nada cambie.