En el país donde los escándalos se evaporan antes de alcanzar consecuencias, donde los videos se filtran como quien lanza piedras a un pantano esperando que algo emerja, apareció uno nuevo: Romeo Vásquez Velásquez, exjefe del Estado Mayor Conjunto y candidato presidencial en 2013, fue captado —claramente— recibiendo dinero de Devis Leonel Rivera Maradiaga, el exlíder del cártel de Los Cachiros.

Las imágenes no son ambiguas. El general, camisa celeste, se inclina sobre una mesa de sala y guarda fajos de billetes en una bolsa plástica negra. No es una reunión protocolar. No hay papeles, no hay firmas, no hay excusas: hay dinero, hay cámara, hay narcos. El video fue grabado en el infame año 2013 y entregado años más tarde por el propio Devis Rivera como parte de su colaboración con la justicia estadounidense. Y apenas ahora, en 2025, se convierte en evidencia judicial.

Al mismo tiempo, otro video, grabado también por Devis en ese mismo proceso electoral, circula con una carga distinta: en él aparece Carlos Zelaya Rosales —exsecretario del Congreso Nacional y hermano del expresidente Manuel Zelaya— en lo que parece una negociación similar. Solo que esta vez no se ve dinero. Se habla, se gesticula, se insinúa, pero la transacción no se materializa en cámara. Zelaya niega haber recibido fondos. No hay acusación formal. No hay fiscalía moviéndose. No hay allanamientos. Y eso lo cambia todo.

La historia de estos videos no comienza con la justicia, sino con el cálculo criminal. Devis Rivera Maradiaga no actuaba como un hombre desesperado por redención, sino como un mafioso meticuloso que sabía que la protección no se mendiga, se negocia. Y para negociar, hay que tener pruebas. Por eso grabó. Lo hizo con candidatos liberales, nacionalistas, independientes. Aparecen nombres: Yankel Rosenthal, Carlos “El Negro” Lobo, Héctor Emilio Fernandez Rosa. Algunos ya han sido condenados. Otros, como Romeo, apenas comienzan a enfrentar los fantasmas que esos videos habían mantenido encerrados por más de una década.

En ese entramado, la figura de Devis no es la del delator tardío, sino la de un productor de su propia inmunidad. Cada grabación es una ficha que colocó en el tablero político hondureño. Un archivo vivo que podía activar en el momento oportuno. Y el momento llegó para el general. Uno por uno, los nombres comienzan a caer. Todos, menos uno.

Porque entre todos los actores políticos mencionados por Devis Rivera Maradiaga, hay un ausente que resulta difícil de ignorar: Juan Orlando Hernández. Su nombre fue reiterado en testimonios, su hermano —Tony Hernández— fue filmado, señalado y finalmente condenado. Y sin embargo, no hay un solo video que lo muestre a él directamente, a pesar de que, según el propio Devis, era uno de los principales beneficiarios del dinero del narcotráfico.

En un contexto donde casi todos los encuentros eran grabados, esa omisión no pasa desapercibida. No se trata aquí de discutir su culpabilidad o inocencia —eso ya lo determinaron tribunales extranjeros— sino de señalar que la lógica de los videos parece haber tenido límites. Y esos límites también revelan cómo se configura el poder: quién es grabable y quién no, quién entra en el archivo y quién queda fuera. La ausencia, en este caso, también habla.

Hoy, Romeo Vásquez enfrenta una acusación por lavado de activos agravado. El Ministerio Público asegura tener peritajes que confirman la autenticidad del video y rastros financieros que demuestran que el dinero no fue declarado, ni devuelto. El fiscal Johel Zelaya ha ordenado su captura y las fuerzas de seguridad allanaron su casa. Mientras tanto, Carlos Zelaya —quien dejó la secretaría del Congreso Nacional en septiembre de 2024, pero cuyo círculo político de poder mantiene influencia en la estructura institucional— sigue sin ser investigado.

La contradicción no es legal, es política. Porque en Honduras la justicia no se aplica, se administra. Y lo que este episodio revela no es solo el uso selectivo de la ley, sino el modo en que la institucionalidad ha sido colonizada por lealtades cruzadas. Un fiscal opera bajo el peso de alianzas pasadas. Y eso, en un país donde todos han sido grabados menos el único que fue condenado, es más que una ironía: es un síntoma.

Las implicaciones son profundas. Este nuevo escándalo no llega en un momento de estabilidad, sino cuando el país se aproxima a un proceso electoral profundamente polarizado. El Consejo Nacional Electoral sigue sin credibilidad, los partidos están divididos, la violencia se recrudece en las calles, y el narcotráfico —como revelan estos videos— nunca dejó de financiar la política.

Lo que debería ser una oportunidad para depurar responsabilidades se convierte en una batalla de relatos. Libre denuncia la corrupción de los partidos de tradicionales, la derecha apunta al hermano presidencial, y mientras tanto el país se hunde en una competencia de impunidades. Nadie tiene las manos limpias en la política local. Pero algunos sí tienen más poder para encubrirse.

En este clima, el nuevo video no solo hunde a Romeo Vásquez. También expone la hipocresía del sistema: cómo la verdad puede circular, viralizarse, incluso ser peritada… sin provocar consecuencias, si quien aparece en pantalla tiene los amigos correctos.

Y ahí radica la verdadera tragedia hondureña. No en que haya videos, sino en que su existencia no garantiza nada. El video de Romeo debió significar una catarsis nacional. Lo que provocó, en cambio, es una pregunta incómoda: ¿cuántos más hay? ¿Cuántos siguen guardados? ¿Y quién decide cuándo mostrarlos?

La respuesta, como casi todo en Honduras, no está en la ley, sino en el poder. Y ese poder —como lo muestran las imágenes— no se construye en las urnas, sino en las salas discretas donde se reparten bolsas negras, se apagan cámaras y se firma, sin tinta, la continuidad del narcoestado.