A las cinco de la mañana, cuando la ciudad de Choloma apenas despertaba, decenas de personas ya hacían fila frente a las oficinas clausuradas de Koriun Inversiones. En las manos cargaban recibos, contratos sin membrete oficial y un par de esperanzas rotas. Habían llegado con la ilusión de que alguien les devolviera los ahorros que confiaron a una empresa que prometía lo imposible: un 5% semanal de retorno. Algunos habían vendido terrenos. Otros, jubilados recientes, entregaron sus liquidaciones completas. “Nos dijeron que era seguro, que era una financiera nueva que ayudaba a la gente”, dice una mujer con voz temblorosa. “Y hasta tenía permiso de la alcaldía.”

La historia de Koriun es el eco reciente de un drama conocido. En un país donde la confianza en el sistema financiero tradicional es baja, y donde el desempleo crece en las zonas industriales del norte, miles de personas cayeron en un esquema clásico: una estafa piramidal que se sostiene mientras sigan entrando nuevos incautos. Koriun captaba dinero, ofrecía rendimientos extraordinarios y pagaba con lo que llegaba nuevo. Nada más. Nada menos. Un castillo de naipes que colapsó apenas se cuestionó su base.

El 23 de abril de 2025, las autoridades hondureñas, encabezadas por la CNBS y el Ministerio Público, intervinieron formalmente las sedes de Koriun en varios departamentos del país. Encontraron fajos de dinero en cajas de cartón, documentos sin respaldo legal y oficinas vacías. El Fiscal General, Johel Zelaya, ordenó la devolución inmediata de lo recuperado, en un acto que parecía más simbólico que efectivo: entre el efectivo y los bienes incautados, apenas se cubriría una fracción de lo adeudado. Se calcula que al menos 35 mil personas invirtieron en la empresa.

El gobierno, por su parte, fue más allá: prometió que respaldaría los ahorros de los afectados. “El Estado garantizará los ahorros de los hondureños afectados por el caso Koriun”, declaró el presidente de la CNBS, Marcio Sierra. La promesa fue recibida con alivio entre las víctimas. Pero también con escepticismo entre quienes conocen las entrañas del sistema financiero hondureño.

Y es que Koriun no era una entidad financiera regulada. No estaba autorizada por la CNBS, no formaba parte del sistema bancario ni estaba cubierta por el seguro de depósitos. Operaba al margen de la ley. Captaba dinero sin licencia, ofrecía servicios financieros sin estar supervisada. Y por lo tanto, los fondos entregados no gozan de protección legal ni financiera alguna. “¿Con qué base legal el Estado va a garantizar los recursos de una empresa que operaba ilícitamente?”, se preguntó el economista Roberto Lagos. “¿Saldrán de la tesorería general? ¿Con qué artículo constitucional se justificaría eso?”

El debate no es menor. Respaldar con dinero público las pérdidas de una estafa piramidal podría sentar un precedente peligroso. Significaría, en los hechos, socializar las pérdidas privadas de un negocio ilegal. En otras palabras: castigar al contribuyente por la imprudencia —o la desesperación— de otros. Y aunque políticamente seductor, es un camino que pocos países han recorrido.

En Colombia, por ejemplo, la caída del gigante DMG en 2008 dejó más de medio millón de afectados. Su creador, David Murcia Guzmán, fue condenado por captación masiva de dinero y lavado de activos. El Estado intervino, pero sólo para incautar y repartir lo recuperado. No hubo rescate estatal. En Argentina, la estafa de Generación Zoe siguió el mismo patrón. Su fundador fue arrestado tras prometer retornos mágicos a miles. Y los damnificados, hasta hoy, siguen esperando justicia sin compensación del fisco.

Honduras no es ajena a estos esquemas. Desde las pirámides informales como la Flor de la Abundancia hasta plataformas como Goarbit, los ejemplos abundan. En cada caso, las autoridades llegaron tarde. Los promotores desaparecieron. Y los afectados, al final, recibieron poco o nada. Koriun es apenas el episodio más reciente de una película que ya hemos visto.

Por eso, más allá del escándalo, la pregunta real es otra: ¿está el Estado obligado a compensar una inversión privada en una empresa ilegal? La respuesta, desde el punto de vista legal y financiero, es clara: no. Puede facilitar la devolución de bienes incautados, perseguir penalmente a los responsables, advertir al público. Pero no puede —ni debe— garantizar lo que nunca estuvo garantizado.

Y sin embargo, lo dice. Lo promete. Como si el discurso bastara para restaurar la confianza perdida. Como si las palabras pudieran sustituir al dinero. Lo que no dice es que no existe estructura ni normativa para hacerlo. Que ninguna ley ampara ese respaldo. Que ninguna partida presupuestaria lo contempla. Que las víctimas de Koriun, al igual que las de otros fraudes antes, enfrentarán una realidad cruda: recibirán lo que se recupere. Y nada más.

Quizá por eso duele tanto. Porque no se trata sólo del dinero perdido, sino de la ilusión de un Estado que —por un momento— pareció decir: esta vez será distinto. Pero no lo será.

Y entonces volvemos al inicio. A la mujer en la fila, con su recibo en la mano. Que espera, todavía, que alguien le diga que todo fue un mal sueño. Que el sistema funciona. Que hay justicia para los ingenuos. Pero el tiempo, y la historia reciente, parecen tener otra respuesta. Una que no se imprime en papel membretado, ni se firma ante notario. Una que se aprende solo cuando ya es tarde: cuando la ganancia es demasiado buena para ser verdad, casi siempre no lo es.