OPINIÓN | El día que mataron la reforma agraria
Cincuenta años después, la masacre de Los Horcones sigue siendo una herida abierta en la historia de Honduras. Un crimen político que marcó el fracaso de la reforma agraria, consolidó redes de impunidad y moldeó los apellidos del poder. Este es el capítulo que muchos quisieran que se olvidara pero la memoria de los mártires exige el recuerdo.

“Yo tenía ocho años. Mi madre me preparó el desayuno temprano, como cada día de escuela. Me puse el uniforme, sin saber que ese 25 de junio de 1975 no volvería a casa siendo el mismo. Nos dijeron que participaríamos en una actividad cívica. Salimos en fila desde la escuela Manuel Bonilla rumbo al centro Santa Clara, ondeando banderas, creyendo que habría discursos y juegos. Al frente marchaba el supervisor de educación, Guillermo Ayes Mejía, con paso marcial. Más tarde supe que llevaba una pistola escondida.”
Así comienza el testimonio de uno de los sobrevivientes del asalto al centro de formación Santa Clara, donde funcionaba la sede de la Unión Nacional Campesina (UNC). Medio siglo después, ese niño —ya hombre— decidió contar su historia en el documental “Y hoy somos recordados,” dirigido por Camilo Pauk y producido por la cinemateca Ponce Garay de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras.
Esa mañana, mientras los niños eran usados como escudos humanos por la policía y el ejército, el Estado hondureño ejecutaba una operación de castigo contra el movimiento campesino. No era un allanamiento normal, era un mensaje: la reforma agraria había terminado. Y se terminaba con sangre. Cinco campesinos fueron asesinados en Santa Clara ese día, pero el horror apenas comenzaba.
“Jugábamos en el patio. Algunos niños corrían, otros cantaban. Entonces se escucharon los primeros disparos. Desde el otro portón entraron hombres armados: agentes del Departamento de Investigación Nacional (DIN), soldados vestidos de civil, incluso reos del presidio. Disparaban a quemarropa. Vi caer cuerpos. Vi maestros llorar. Vi a una profesora esconder a los niños detrás de una pila de ladrillos. Vi la bandera nacional pisoteada en el lodo.”
En 1975 el país atravesaba una coyuntura de máxima tensión. Apenas dos meses antes de Los Horcones, el general Oswaldo López Arellano había sido derrocado tras el escándalo internacional del bananagate, y sustituido por el también militar Juan Alberto Melgar Castro. Las promesas de continuidad en las reformas sociales con las que los militares llegaron al poder fueron rápidamente bloqueadas por los grandes ganaderos, los terratenientes agrupados en la FENAGH, el COHEP, y la élite político-militar que ha reciclado sus apellidos al frente del Estado durante décadas.
Entre los detenidos esa mañana, cuentan los testigos, estaba Alejandro Figueroa. Él fue separado del grupo, esposado, golpeado hasta sangrar. El sargento Ártica —al enterarse de que su hermano había muerto en el tiroteo— exigía venganza. Alguien señaló a Figueroa como el presunto responsable. Entonces Ártica le vació el cargador en el pecho, frente a todos. Fue una ejecución. Brutal. Pública. Un crimen de Estado en plena luz del día. Pero el horror apenas comenzaba.
En paralelo, camino a Juticalpa, caía en manos del Ejército uno de los nombres más queridos de la lucha social hondureña de aquella época: el padre Iván Betancourt. Cercano al movimiento campesino, Betancourt viajaba junto a su cuñada María Elena Vargas y la estudiante Ruth Mallorquín. Los tres salieron en la madrugada desde Tegucigalpa con intención de unirse a la “marcha del hambre” que venia de Catacamas y se detuvieron en Lepaguare a tomar café y cargar gasolina, en un aserradero conocido como Pecas. Fue allí donde Carlos Bähr, administrador del lugar, los reconoció. En minutos, avisó al subteniente Benjamín Plata.
Comenzó una breve persecución por la vieja carretera. Los capturaron sin resistencia. Estaban desarmados, pero eso no importó.
Los llevaron a la Hacienda Los Horcones. Allí, el padre Iván Betancourt fue torturado y ejecutado. Para no dejar testigos, también asesinaron a María Elena y Ruth. Sin juicio. Sin expediente. Sin otro crimen que haber estado junto a él.
La marcha del hambre, organizada como reclamo por la reforma agraria, fue disuelta en Olancho. Los caminos destruidos para impedir el paso de vehículos a la capital. Los manifestantes dispersos por los cerros a punta de disparos. Esa misma noche, alrededor de las 9, el sargento Ártica —el mismo que horas antes había ejecutado a Alejandro Figueroa— le ordenó a su segundo, el cabo Efraín Montes, que preparara a los detenidos que guardaban prisión desde el asalto en la mañana al centro Santa Clara: así se llevaron al padre Casimiro (Michael Jerome Cypher), Juan Benito Montoya, Roque Andrade, Óscar Ortiz, Lincoln Coleman, Máximo Aguilera y Bernardo Rivera. Todos eran líderes campesinos que aparecían en una lista previamente elaborada.
“Nos habían llevado al presidio a quince, o quizás dieciséis personas. Nos metieron en una celda de tierra que llamaban “la tira”. No cabíamos. Era como una madriguera sucia, estrecha, húmeda.” Cuenta uno de los testigos. “El padre Casimiro, recuerdo, era el único que parecía en paz. Cantaba coritos, nos hablaba con ternura, como si entendiera algo que nosotros no sabíamos. Decía que todo esto era parte del camino que dios nos había preparado. Que no debíamos perder la calma. Su fe no vacilaba. Su rostro no temblaba.”
Cuentan que la primera persona que llamaron fue Lincoln Coleman, el administrador de Santa Clara. Lo obligaron a decir a donde estaban todos los bienes del centro para luego saquearlos. Coleman era originario de la Mosquitia y hablaba con dificultad el español. Aun así, se había convertido en uno de los voceros más comprometidos de la Unión Nacional Campesina, especialmente entre las comunidades garífunas y miskitas. Su figura era imponente, no solo por su estatura sino por su claridad moral. Dicen que cuando lo sacaron, saludó a todos con la frente en alto, sin miedo. Se fue en silencio, como vivió, con la dignidad de quien sabía que la historia algún día recordaría su nombre.
Los medios de comunicación circularon la noticia que los extraídos de la cárcel habían escapado y se habían unido a la guerrilla en las montañas. Era la forma de decir que no se les volvería a ver.
A las once de la noche, el cabo Efraín Montes entregó a los campesinos a los hombres del “Team Enrique Grasso”, un grupo de elite ligado al ejército. En los relatos orales y reconstrucciones testimoniales recogidas décadas después, surgió repetidamente el nombre de esa una unidad militar no oficial, presumiblemente integrada por agentes de inteligencia, policías, militares y soldados sin uniforme que operaban bajo instrucciones directas del alto mando. No aparece en documentos formales ni en partes oficiales del Ejército, pero su presencia fue temida y conocida entre los detenidos y sobrevivientes de la represión campesina en Olancho. Aunque el nombre “Grasso” nunca fue oficialmente confirmado, se especula que podría referirse a un oficial estadounidense o a un código interno usado por el Ejército hondureño durante la fase más oscura de la represión contrainsurgente. Se le atribuían capturas extrajudiciales, traslados clandestinos y ejecuciones sumarias. Según algunos testimonios, esta unidad fue la encargada de extraer de la cárcel a los líderes campesinos seleccionados para morir esa noche del 25 de junio de 1975. El mayor Chinchilla lideraba la operación. Más tarde se unieron al convoy de la muerte el terrateniente Mel Zelaya Ordóñez y maderero Carlos Bärh, el mismo que había delatado al padre Betancourt.
El testimonio recogido en el informe de la Comisión Militar que investigó los hechos revela que en Los Horcones los detenidos fueron interrogados y luego asesinados, uno a uno, con un fusil calibre .22 Magnum, proporcionado por Mel Zelaya. Sus cuerpos fueron arrojados al pozo malacate de cuarenta metros de profundidad a donde horas antes había sido lanzado también el padre Betancour y sus acompañantes. Cuando todos los cuerpos fueron cubierto con tierra y piedras y luego se detonaron explosivos para ocultar el crimen.
En los días posteriores a la masacre de Los Horcones, la presión social no tardó en intensificarse. La Universidad Nacional Autónoma de Honduras se convirtió en un espacio central de resistencia, impulsando investigaciones independientes y foros públicos que exigían justicia. Estudiantes, académicos y organizaciones obreras comenzaron a movilizarse en todo el país. También lo hicieron los sindicatos y grupos campesinos articulados en torno a la Unión Nacional Campesina (UNC), que multiplicaron sus denuncias en medios y foros nacionales e internacionales. Eso obligó a que el gobierno actuara. Los cuerpos fueron descubiertos y luego desenterrados bajo ese clima de creciente indignación. El gobierno de Juan Alberto Melgar Castro conformó una Comisión Militar para investigar los hechos. El informe final no sólo documentó el asesinato sistemático de los detenidos, catorce en total, sino que señaló con nombre y apellido a los responsables: el mayor José Enrique Chinchilla, el subteniente Benjamín Plata, el terrateniente José Manuel Zelaya Ordónez y empresario de la madera Carlos Bähr, todos fueron señalados como autores materiales e intelectuales del crimen. En 1979, cuatro años después, el caso llegó a los tribunales. Se les cambió el delito de asesinato a homicidio, pese a que hubo evidente ensañamiento, se actuó con alevosía y ventaja. Se les dictó condenas de 20 años de prisión a cada uno. Pero en septiembre de 1980, apenas un año después de la condena, gracias al cambio de delito, los sentenciados salieron libres gracias a un decreto de amnistía e indulto aprobado por la Asamblea Nacional Constituyente. Al no haber sido sentenciados por “asesinato” sino por el delito menor de “homicidio”, pudieron acogerse a la figura del perdón oficial.
Tras la masacre, lejos de generarse un proceso de justicia, el país entró en una contrarreforma silenciosa. La lucha campesina fue debilitada por la represión. La Federación de Ganaderos lanzó una campaña mediática contra el INA. Se atacó a su director, el coronel Mario Maldonado, y después a su sucesor, el abogado Rigoberto Sandoval Corea. Sandoval publicó una carta abierta denunciando que el objetivo de sus enemigos no era otro que sabotear la aplicación del Decreto 170 de Reforma Agraria. Denunció el uso del fantasma del comunismo para frenar expropiaciones legales y la existencia de una coalición conservadora decidida a restaurar el viejo orden. Los sindicatos fueron militarizados. Las empresas campesinas más exitosas, como la de Isletas, fueron desmanteladas.
La caída de Melgar Castro en 1978 marcó el cierre definitivo de cualquier ensayo reformista. Los sectores conservadores del Consejo Militar lo destituyeron tras un memorándum en el que lo acusaban de “giro a la izquierda” por su cercanía con el INA y su negativa a purgar el gabinete. Su remoción fue el triunfo de los ganaderos, los militares ortodoxos y las élites económicas que no toleraban la más mínima cesión de poder.
José Manuel Zelaya Ordóñez, padre del expresidente hondureño Manuel Zelaya Rosales, no solo fue un influyente terrateniente de Olancho, sino uno de los principales actores políticos y económicos de la región durante las décadas de 1960 y 1970. Su figura encarna, en muchos sentidos, la fusión entre el poder económico rural, el control militar territorial y el miedo histórico a la organización campesina. En el contexto de la masacre de Los Horcones, Zelaya Ordóñez no fue un simple observador. Fue señalado por testigos y sobrevivientes como uno de los protagonistas directos de los operativos de represión que llevaron al asesinato de los líderes campesinos y religiosos en junio de 1975.
Según consta en el expediente judicial y en testimonios recogidos posteriormente, Zelaya Ordóñez participó en al menos dos momentos clave de la masacre: primero, como uno de los instigadores de la persecución contra líderes de la Unión Nacional Campesina (UNC), quienes habían impulsado la ocupación de tierras de los Zelaya en la región y eran vistos como una amenaza directa al orden latifundista; segundo, como parte del convoy de la muerte que, la noche del 25 de junio, trasladó a los campesinos detenidos desde el presidio de Juticalpa hasta la hacienda Los Horcones, donde serían asesinados.
Testimonios indican que Mel Zelaya viajaba en su vehículo acompañado de Carlos Bärh, el hombre que horas antes había delatado al padre Iván Betancourt. Su presencia en el convoy junto al mayor Chinchilla y otros militares de alto rango refuerza la tesis de que la masacre no fue un acto impulsivo de venganza sino una operación coordinada y deliberada para desarticular la organización campesina en Olancho y eliminar de una vez por todas el proyecto de la reforma agraria. La lucha por la tierra, promovida en los años previos por sectores progresistas del país, encontraba en terratenientes como Mel Zelaya su oposición más férrea. Él representaba ese orden oligárquico que se sentía amenazado por la movilización rural.
La figura de Manuel Zelaya Ordóñez sigue siendo un eslabón incómodo en la memoria nacional, especialmente desde que su hijo, Manuel Zelaya Rosales, llegara tres décadas después a la presidencia del país con el respaldo de los sectores que antes su padre ayudó a fortalecer. Hoy la familia Zelaya encabeza el poder político en Honduras, Xiomara Castro Sarmiento, esposa de Manuel Zelaya Rosales, es la actual presidenta del país.
La historia oficial ha intentado borrar la masacre de los horcones. La narrativa de los mártires de la lucha popular que levanta el partido Libre se ha escrito con tinta selectiva. A cincuenta años de Los Horcones, el Estado hondureño guarda silencio. Ninguna autoridad ha pedido perdón. Ningún programa público ha rescatado los nombres de las víctimas. La familia Zelaya, cuyos bienes eran los que los campesinos de Olancho reclamaban cuando fueron masacrados, ahora son dueños del poder. Pero en vez de utilizar su posición para abrir un proceso de verdad, justicia y reparación, ha optado por el silencio.
Ese vínculo de sangre entre una figura señalada por violaciones graves a los derechos humanos y una familia que se proyecta hoy como símbolo de la resistencia popular plantea preguntas difíciles: ¿puede una historia de represión transformarse en una narrativa de justicia social sin rendir cuentas por el pasado? ¿Qué se pierde cuando se omiten estos antecedentes en el relato oficial? ¿Cuánto, del poder y la imagen que hoy ostenta Manuel Zelaya Rosales y su familia, es legado directo del crimen de su padre, el asesino de campesinos y curas que cometió José Manuel Zelaya Ordóñez? Recordar la masacre no es un acto de revancha, sino de memoria histórica, de restitución simbólica para los que nunca regresaron de Los Horcones.
En el discurso oficial de este 28 de junio, cuando se conmemorará el golpe de Estado de 2009, se hablará de mártires y de dignidad, pero no se menciona a Santa Clara ni a Los Horcones. No se mencionará a Ruth Argentina, ni a Michael Jerome Cypher, ni al padre Betancourt ni a los líderes de la UNC que marchaban por hambre y por tierra. La memoria ha sido parcelada para no incomodar a los que hoy ostentan el poder.
Y sin embargo, ahí siguen las voces de los mártires. Tercas. Persistentes de su legado.
“Yo tenía ocho años”, dice el testigo. “Y nunca pude volver a ver mi escuela igual. Ni mi país tampoco.”
Ese testimonio —como otros recogidos en el documental de Camilo Pauk— nos recuerda que la historia de Honduras no comenzó en 2009. Que antes del golpe de Estado, hubo muchos otros golpes: a la esperanza campesina y obrera, a la memoria colectiva.
Que ese crimen permanezca impune, no por falta de pruebas, sino por exceso de poder de quienes lo cometieron, es el verdadero legado de Los Horcones.
Porque la historia también se perpetúa en el silencio selectivo, en la memoria que omite y en el poder que se reinventa disfrazando su origen. La historia de los catorce mártires de Los Horcones sigue siendo, en ese sentido, una herida abierta en el alma de nuestro país.
Aquella jornada del 25 de junio de 1975, que comenzó como una marcha por la tierra, se transformó en una operación de aniquilamiento. Lo que el Estado vendió como una actividad escolar fue, en realidad, el inicio de una masacre planificada. Los niños eran el escudo. Los campesinos, el objetivo.
La historia oficial tiene sus límites. El poder, incluso el que se dice progresista, tiene miedo de mirar su propio origen. Pero la tierra recuerda. La sangre de los mártires no se seca. El pozo de malacate sigue ahí, como monumento macabro a quienes soñaron un mejor país. Cada 25 de junio, en Olancho, una campana solemne suena 14 veces. Su repique golpea el hueco del poso de la finca de Mel Zelaya y rebota en las paredes del Santa Clara, allí donde fue centro de formación de campesinos antes de convertirse por asalto en cuartel militar, que fue también trinchera de la memoria y hoy es un fantasma que asusta al poder. Esas paredes siguen de pie. Saqueadas, vacías, pero firmes. Porque la memoria no se dinamita. Y porque los muertos, aunque no hablen, nunca se callan.