OPINIÓN | De la denuncia al linchamiento
En Honduras, el ejercicio del periodismo se ha convertido en una profesión de alto riesgo. Pero no por la simple dificultad de conseguir información o la precariedad laboral de las redacciones. El riesgo real hoy proviene del poder: de su intolerancia, de su retórica encendida, y de su voluntad de transformar a la prensa crítica en blanco de odio.
Esta semana, el medio oficialista ligado al presidente del Congreso Nacional Luis Redondo, LPH, lanzó una advertencia pública contra dos figuras del diario El Heraldo, acusándolos de promover “discurso de odio”. Los señalados son el periodista Julio César Cruz y el columnista Nicolás Rishmawy, quienes —es cierto— han publicado mensajes provocadores, incluso insultantes, sobre sectores políticos. Pero el objetivo de esa publicación no es cuestionar el tono de sus opiniones: es criminalizarlos por el medio al que pertenecen. En su narrativa, criticar a Libre o burlarse de la CELAC equivale a sembrar violencia. La conclusión que sugieren es evidente: quien incomoda, incita.
Lo paradójico es que esta acusación se da en el mismo momento en que el aparato estatal y los medios ligados al oficialismo están protagonizando una campaña sistemática contra el periodismo independiente. Una ofensiva que no se limita a las redes sociales, sino que parte desde las instituciones mismas del Estado.
El ejemplo más grave viene de las Fuerzas Armadas. En mayo, el jefe del Estado Mayor Conjunto, general Roosevelt Hernández, fue denunciado por líderes gremiales del periodismo por amenazas directas. El periodista Dagoberto Rodríguez, director de Radio Cadena Voces y ganador del Premio Álvaro Contreras, declaró públicamente que el general llamó al presidente del Colegio de Periodistas para advertirle que “tenían agentes en todo el país para actuar contra cualquier persona”. La amenaza, velada o no, provenía del más alto rango militar del país.
Lejos de desmentirlo, el periódico oficial de las Fuerzas Armadas publicó una serie de editoriales que deben leerse con preocupación. En una de sus portadas, el presidente del Colegio de Periodistas fue acusado de “asesinar la democracia”. En otra publicación, todavía más reciente, esta del 9 de junio, un exteniente firmó una columna en la que se calificaba a los periodistas críticos como “sicarios de la información”. No se trata de metáforas aisladas, ni de opiniones personales que ejercen miembros de las FFAA: son mensajes institucionales, emitidos desde una publicación financiada por el Estado, en un país donde más de cien periodistas han sido asesinados en las últimas dos décadas.
Estas publicaciones no solo deslegitiman a los periodistas, sino que construyen una narrativa que justifica el ataque. Que transforma la crítica al gobierno en traición a la patria. Que permite —sin necesidad de emitir una orden— que otros actúen por su cuenta, sabiéndose intocables. En Honduras, donde el 90% de los crímenes contra periodistas sigue impune, llamar “sicario” a un periodista desde una tribuna estatal es más que irresponsable: es peligroso.
El Congreso Nacional ha adoptado una estrategia similar. Tras una investigación periodística que reveló que Carlos Zelaya, exsecretario legislativo y hermano de Manuel Zelaya, sigue recibiendo un salario oficial sin desempeñar funciones, la reacción del Congreso no fue desmentir ni presentar documentación. Fue atacar al medio de comunicación que publicó la nota. En una comparecencia pública, la administradora del Congreso, Vilma Orozco, calificó el reportaje como “noticia falsa” y señaló al medio que lo publicó como una “fábrica de mentiras”. Desde entonces, la narrativa se ha replicado en redes sociales por cuentas vinculadas al oficialismo, sin ofrecer prueba alguna que refute los hallazgos periodísticos.
Lo que se busca con estas respuestas desde el gobierno no es informar, ni debatir. Se busca anular. Aniquilar simbólicamente la credibilidad de quienes fiscalizan al poder. En lugar de fortalecer la transparencia, se fortalece la estigmatización. Y eso no es nuevo: es el camino que han seguido regímenes como el de Daniel Ortega en Nicaragua o Nayib Bukele en El Salvador, donde los gobiernos han desarrollado modelos sofisticados de censura blanda, en los que la vigilancia, el desprestigio digital y la judicialización sustituyen a la censura explícita.
En El Salvador, más de 35 periodistas fueron espiados con el software Pegasus. En Nicaragua, más de 200 se han exiliado. Bukele ha tildado a los medios críticos de “terroristas” y ha construido una maquinaria comunicacional que convierte cada crítica en una amenaza al Estado. En todos los casos, el patrón se repite: los gobiernos no se confrontan con argumentos, sino con etiquetas. El periodismo deja de ser necesario y pasa a ser sospechoso.
En Honduras, esa tendencia se ha acelerado en los últimos meses. Y mientras se discute si un tuit es ofensivo o no, en el interior del país el periodismo comunitario sobrevive bajo amenaza real. El mismo fin de semana en que se discutía en Tegucigalpa la credibilidad de los medios, el periodista Javier Hércules fue asesinado en Copán. Según los registros oficiales, Hércules tenía medidas de protección del Estado. No sirvieron de nada. Su caso no ocupó portadas. No generó cadenas de indignación. Murió, como mueren muchos comunicadores en zonas rurales: en silencio.
También en Santa Rosa de Copán, la periodista Yalile Dubón fue amenazada tras publicar una nota verificada sobre la detención del hijo de un alcalde. Recibió presiones para que borrara la publicación. Luego, amenazas directas. Y finalmente, represalias contra su negocio. En su testimonio, Dubón fue clara: “Es triste saber que el mismo gobierno está en contra tuya, por haber denunciado”. Su miedo es compartido por muchos otros periodistas en el país, especialmente fuera de la capital, donde los recursos son escasos y la impunidad es norma.
Este es el verdadero clima en el que se ejerce hoy el periodismo en Honduras. No solo bajo amenaza de violencia física, sino de exterminio reputacional. Cada publicación crítica puede desencadenar una respuesta coordinada: insultos desde cuentas anónimas, difamación institucional, demandas penales o llamadas intimidantes. El general Hernández ha sido claro al afirmar que desde las FFAA se han perfilado a periodista con el propósito de (y estas son palabras mías: contar con elementos suficientes para destruir la reputación de cualquiera que el ente armado considere un “enemigo interno”). El efecto es claro: desmoralizar, silenciar, aislar.
Frente a esto, no se puede caer en el falso equilibrio. No es lo mismo un tuit sarcástico de ningún periodista que una campaña de desprestigio llevada desde una secretaría de Estado. No es lo mismo un exceso retórico en redes de un opositor que una amenaza desde un cuartel militar. Y no es lo mismo criticar un discurso de una candidata que criminalizar a quien emite la crítica.
En toda democracia, la prensa es incómoda. Y debe serlo. Si no incomoda, no es prensa: es propaganda. El problema no son los periodistas que opinan con dureza. El problema son las instituciones que quieren que todos callen.
La verdadera pregunta que debemos hacernos no es si un periodista se excedió en su tono o fue irrespetuoso. Es si el Estado está dispuesto a garantizar que todos —incluso los más incómodos— puedan seguir hablando sin miedo. Ese es al final el rol del Estado, garantizar a cada periodista el libre ejercicio de su profesión, por incómodo que sea ese periodista. Porque cuando la crítica se castiga y la denuncia se convierte en delito, el silencio ya no es prudencia: es complicidad.
Y de la complicidad a la oscuridad, solo hay un paso.