OPINIÓN | Asfura, el candidato “gentil”, frente a un partido dividido y un país polarizado
El Partido Nacional de Honduras celebró su convención el pasado 24 de mayo como quien organiza una misa por un muerto que nadie se atreve a nombrar. Con decorado azul, frases altisonantes y llamados a la unidad, la dirigencia intentó escenificar la reconstrucción de una maquinaria histórica que durante doce años gobernó el país. Pero más allá de los discursos, las tensiones eran evidentes: ausencias notorias, aplausos débiles, gritos espontáneos de “¡Volverá!” y una dirigencia que no se retrató junta porque, sencillamente, no lo está.
En el centro del escenario, Nasry “Tito” Asfura habló. Lo hizo con su estilo habitual: comedido, pausado, casi paternal. Dijo que “su silencio no era ignorancia” y que “su gentileza no era debilidad”. Intentó marcar una diferencia de estilo frente a la estridencia de quienes han hecho del insulto un instrumento político. Habló de unidad, de trabajo con los 298 alcaldes, de una campaña sin odio. El tono fue sobrio. El mensaje, más simbólico que programático. Pero en política, lo que se omite suele pesar más que lo que se dice.
Y Asfura omitió mucho.
No mencionó a Juan Orlando Hernández, condenado por narcotráfico en una corte de Nueva York. No se refirió a la ausencia de David Chávez, excluido sin explicación formal. No hizo una sola alusión al rumor que flota desde hace meses en las calles y en las redes: la sospecha de un acuerdo tácito con Manuel Zelaya para no atacarse mutuamente y repartirse, en silencio, los beneficios de un sistema que ambos conocen bien. La omisión no fue prudencia, fue complicidad muda. Y eso, para un electorado que exige claridad y ruptura, no es estrategia: es debilidad.
El partido, por su parte, mostró señales contradictorias. Por un lado, aprobó reformas estatutarias para permitir alianzas con sectores sociales y comunitarios, un intento por ampliar su base de respaldo. Por otro, no logró proyectar una imagen de unidad mínima. No hubo una foto con Ana García, no hubo reconciliación con los sectores leales a JOH, no hubo siquiera un gesto hacia las figuras que, aunque cuestionadas, aún movilizan votos en las regiones.
La gran paradoja de esta convención es que el Partido Nacional, aún herido, aún con cicatrices abiertas, sigue siendo una fuerza estructural potente. Conserva cuadros, bases, experiencia, recursos. Pero su candidato no está a la altura del momento. En un país polarizado, empobrecido y hastiado, donde las pasiones superan a los argumentos, un perfil como el de Asfura —afable, prudente, conciliador— puede ser admirable en teoría, pero inútil en la práctica. La moderación sin relato no moviliza. La gentileza sin propuesta no convence. Y el silencio, cuando no se llena de contenido, se vuelve sospechoso.
Esto se vuelve aún más crítico cuando se observa el campo electoral. Rixi Moncada, con todos los costos de representar la continuidad de un gobierno desgastado, tiene una base sólida, militante, y el respaldo del Estado. Salvador Nasralla, por su parte, ha comenzado a recuperar terreno con un discurso frontal, emocional y disruptivo. Es, con todos sus defectos, el candidato que está concentrando el descontento, el centro político, e incluso parte del voto conservador que no quiere saber nada de Libre, pero tampoco se siente cómodo con un candidato que parece no tener sangre en las venas.
Aquí se abre la verdadera discusión: ¿cuál es el proyecto electoral real del Partido Nacional? ¿Defender su identidad o solo conservar cuotas? ¿Competir para ganar o resistir para negociar? ¿Tener candidato o tener interlocutor?
Asfura, con su silencio, no responde. Y mientras no lo haga, la percepción se consolida: el contendiente serio frente a Libre no es el nacionalismo blando de Tito, sino la campaña ascendente y aglutinadora de Salvador Nasralla. Y eso lo sabe el gobierno. Por eso lo atacan. Por eso no atacan a Asfura. Porque a Nasralla lo temen. A Tito, no.
Este no es un juicio moral, es una lectura política. En contextos polarizados como el hondureño, las campañas no se ganan con gestos de buena voluntad. Se ganan con fuerza narrativa, con confrontación simbólica, con claridad estratégica. Y Asfura —pese a su recorrido, sus obras y su simpatía— no encarna ninguna de esas tres cosas.
El Partido Nacional tiene partido, pero no tiene candidatura. Tiene estructura, pero no tiene energía. Tiene bases, pero no tiene liderazgo. Y eso, en tiempos donde las campañas son batallas por la emoción y la presencia, es una receta segura para la derrota. Nasry Asfura no es el rival a vencer. Y eso lo saben todos, incluso dentro de su propio partido.