¿Qué significa la entrega de los familiares del Chapo a EEUU?

En los primeros días de mayo de 2025, una escena insólita se desarrolló en la garita de San Ysidro, al sur de California. Diecisiete familiares directos de Joaquín “El Chapo” Guzmán —incluida su exesposa Griselda López y una de sus hijas— cruzaron la frontera a pie, sin resistencia, y se entregaron voluntariamente a las autoridades estadounidenses. No eran prófugos. No los esperaban con esposas ni helicópteros. Eran, simplemente, piezas de un tablero más grande, sacrificadas o protegidas por razones que aún no terminamos de entender. Pero hay una cosa que este episodio revela con claridad: la guerra dentro del Cártel de Sinaloa no ha terminado. Solo ha cambiado de escenario.

Desde hace tiempo se especula que Los Chapitos, los hijos del Chapo, operan bajo una lógica que mezcla brutalidad con cálculo quirúrgico. Tras la captura y extradición de Ovidio Guzmán —el rostro más visible de la generación heredera—, los analistas se preguntaban cuánto tardaría en girar hacia la colaboración con las autoridades estadounidenses. Ahora, con la entrega masiva de sus familiares, y sin que existan órdenes judiciales mexicanas activas, todo apunta a un pacto que solo puede entenderse como una traición cuidadosamente diseñada. ¿Pero traición a quién?

La figura que emerge ahora, ya no como sombra sino como hecho consumado, es la de Ismael “El Mayo” Zambada. Líder veterano, invisible durante décadas para las cámaras y con fama de haber tenido más poder que el propio Chapo en los años dorados del cártel. El Mayo fue el arquitecto silencioso del equilibrio criminal en el norte de México. Pero el equilibrio, como todo pacto sin firma, es una ficción frágil. Y en estos días, esa ficción ha colapsado.

El Mayo ahora está bajo custodia de las autoridades estadounidenses y enfrenta la pena de muerte. No hubo enfrentamientos al momento de su captura. No hubo helicópteros ni fotos filtradas desde un escondite en la sierra. No hubo espectáculo. Solo el vacío. La ausencia súbita de un capo que durante años fue inalcanzable. Lo verdaderamente inquietante no es que haya caído —algo que, en la lógica del narco moderno, siempre es cuestión de tiempo—, sino cómo ocurrió: sin mártires, sin ruido, casi como si alguien hubiese dejado la puerta abierta desde adentro. Y ese alguien fue Joaquín Guzmán López, hijo de Joaquín “El Chapo” Guzmán.

Este desenlace de traiciones no es inédito en la historia del crimen organizado. En Colombia, en los años noventa, ocurrió algo similar cuando el Cártel de Cali decidió colaborar discretamente con la DEA para entregar a Pablo Escobar. Lo hicieron no por civismo, sino por estrategia: Escobar se había vuelto demasiado visible, demasiado violento, demasiado riesgoso para los intereses del narcotráfico como industria. Su caída no fue solo una victoria del Estado, sino el resultado de una guerra interna resuelta con balas, pero iniciada con expedientes.

También en Colombia, dentro del mismo Cártel de Medellín, la entrega de Carlos Lehder a Estados Unidos fue facilitada por sus propios socios, quienes lo consideraban una figura demasiado visible y riesgosa para los intereses del grupo. Demasiado impredecible, demasiado comprometido ideológicamente con causas que no compartían los demás. Lo entregaron no porque fuera un traidor, sino porque estorbaba. Lo mismo podría decirse hoy del Mayo: su lealtad al viejo código del narco —discreción, pactos, honor territorial— ya no encaja en un mundo donde la traición es parte del negocio.

En Sicilia, durante la Segunda Guerra de la Mafia, la facción de los Corleonesi —liderada por Totò Riina— eliminó sistemáticamente a sus rivales dentro de la Cosa Nostra. Lo hicieron con una mezcla de brutalidad y manipulación política. Riina, igual que los Chapitos hoy, entendió que el poder no se hereda: se arrebata.

Lo que emerge de todo esto no es solo un cambio de liderazgo, sino una mutación de fondo. El narco mexicano ya no se define solo por su capacidad de violencia o su control del territorio. Se define por su capacidad de negociar con Washington. Y en ese nuevo orden, los viejos capos se vuelven un lastre.

Si esta hipótesis se confirma, entonces lo que estamos viendo no es solo una guerra entre facciones. Es el fin del modelo tradicional del narcotráfico, y el inicio de otro: más transnacional, más híbrido, más legalizado en apariencia. Un narco que entiende que la mejor forma de sobrevivir no es enfrentarse al Estado, sino volverse útil para él.

Los Chapitos, pese a su fama de sanguinarios, podrían estar reconfigurando el cártel como una red flexible, ajustada al lenguaje del Departamento de Justicia estadounidense: extradiciones selectivas, acuerdos de cooperación, protección de familiares clave, y control de rutas a cambio de información. Si así fuera, la entrega de los parientes del Chapo no sería una capitulación. Sería una jugada maestra, una traición perfecta.

Pero el desenlace aún está en curso. La traición al Mayo Zambada no solo ha marcado el fin de una era dentro del Cártel de Sinaloa; ha encendido la mecha de una guerra interna que ha dejado ya cientos de cadáveres y muchas fracturas. Los viejos aliados del capo, desplazados por la traición, no han aceptado el nuevo orden impuesto por Los Chapitos. Algunos se han replegado, otros han roto filas, y no pocos han comenzado a operar de forma autónoma, sin disciplina ni jerarquía, haciendo del mapa criminal algo más volátil y letal. En medio de esta recomposición violenta, el Estado mexicano —silencioso, desbordado o deliberadamente omiso— aparece una vez más como un actor rezagado: no previene, no media, apenas atestigua. Y a veces, incluso, protege.

La presidenta Claudia Sheinbaum ha solicitado explicaciones a Washington, pero —nuevamente— lo ha hecho tarde y sin fuerza. Porque esta guerra ya no se libra en la sierra de Sinaloa, ni en los barrios de Culiacán. Se libra en las cortes federales, en los despachos del FBI, y en las conversaciones que nadie graba.

Lo que queda en el aire es una pregunta inquietante: ¿quién controla al crimen transnacional cuando el acuerdo con el crimen se vuelve indispensable para el imperio de la ley? ¿Qué significa justicia en un mundo donde los testigos son asesinos, y los asesinos son premiados por colaborar?

En los próximos meses, el desenlace de esta guerra interna nos dirá mucho más que los partes oficiales de la DEA o los comunicados presidenciales. Hay que prestar atención. Nos dirá si el crimen organizado —específicamente esta facción del cartel de Sinaloa—, ha dejado de ser un enemigo del Estado, para convertirse en su socio silencioso. Y si eso ocurre, quizás descubramos que la verdadera derrota no fue al Mayo, sino de nosotros.