La conferencia de prensa en la que los peritos colombianos reconocieron haber sido contratados por Libertad y Refundación marcó el derrumbe de la narrativa que el oficialismo había sostenido durante semanas. No fue un dato accesorio: en un contexto donde la solidez institucional ya es precaria y donde toda evidencia debe ser sometida a verificación formal para adquirir validez jurídica, la admisión de que un partido político financió y gestionó el análisis técnico dejó sin sustento la apariencia de objetividad que se intentó construir. A partir de ese momento, la discusión dejó de girar en torno a la autenticidad del audio y se desplazó hacia un terreno distinto, donde el valor de la prueba dependía más de su utilidad política que de cualquier procedimiento legal que la respaldara.

La secuencia previa es esencial para comprender la magnitud de ese quiebre que vimos ayer. El 24 de octubre, el consejero del CNE, Marlon Ochoa, llevó a la televisión nacional una serie de audios en los que supuestamente se escuchaba a la consejera Cossette López dialogar con un diputado del Congreso y un oficial de las Fuerzas Armadas sobre la posibilidad de alterar los resultados electorales. Ochoa afirmó que los audios eran auténticos, que habían sido verificados por “un perito” y que demostraban un plan de conspiración que debía ser denunciado de inmediato. Esa misma tarde, los entregó al Ministerio Público como si se tratara de una evidencia lista para ser procesada.

No hubo explicación sobre el origen del archivo ni cómo llegó a manos de Ochoa. No se presentó cadena de custodia, ni se detalló el dispositivo original, ni se entregaron metadatos que permitieran rastrear su obtención. El registro ingresó al MP sin las formalidades que, en cualquier caso penal, permiten conservar su valor probatorio. Sin embargo, la narrativa oficial comenzó a operar desde ese mismo día: los audios eran “reales”, su contenido era “grave” y la institucionalidad debía responder sacando a Cossette López Osorio del CNE.

Una semana más tarde, el fiscal general Johel Zelaya apareció en una conferencia de prensa con los audios ya incorporados en su discurso. No presentó un dictamen del Laboratorio de Criminalística del MP, ni un informe técnico firmado por peritos del Estado. Simplemente afirmó que había “indicios sólidos” de una asociación ilícita orientada a afectar la voluntad popular y que la Fiscalía iniciaría una investigación preliminar. Se produjo entonces la primera gran paradoja: la prueba se usaba para construir una narrativa de conspiración, pero no contaba con ningún soporte jurídico formal para sostenerla. No había requerimiento fiscal, no había proceso abierto contra López, no había examen técnico estatal, y, sin embargo, la Fiscalía la incorporaba como pieza central de una denuncia pública.

La defensa de López reaccionó señalando que se le negaba el acceso al archivo y solicitó a la Corte Suprema la autorización para realizar un peritaje independiente. Argumentó que, si la prueba se estaba utilizando para cuestionar la honorabilidad y la permanencia de una funcionaria electoral, debía tener derecho a someterla a verificación. La Corte rechazó el recurso con un argumento formalista: como no existía proceso penal abierto contra López, no tenía legitimidad para pedir pruebas. El resultado fue una situación kafkiana en términos de garantías: el Estado utilizaba un archivo como prueba, pero al mismo tiempo sostenía que no existía un caso formal en el que esa prueba se pudiera discutir.

En ese contexto de ambigüedad institucional y presión política creciente ocurrió el punto de quiebre: la aparición de la empresa colombiana en la conferencia de prensa. El equipo técnico que supuestamente había validado la autenticidad del audio confirmó que no fue contratado por una autoridad judicial ni por el Ministerio Público, sino por el partido de gobierno. Esa declaración transformó el debate. Hasta ese momento, el oficialismo había insistido en que el peritaje era profesional y desinteresado. Después de esa admisión, dejó de ser posible sostener esa versión sin incurrir en contradicción evidente.

El impacto político fue inmediato. La idea de un peritaje independiente se derrumbó. La percepción pública cambió de manera abrupta y dejó al Ministerio Público en una posición aún más comprometida. Había aceptado como insumo una prueba externa, gestionada por un partido político, sin realizar su propia verificación y sin garantizar su cadena de custodia. La prueba, que ya era débil desde el punto de vista técnico, quedó herida de muerte en su dimensión jurídica. Lo que sobrevivió fue la dimensión política, más volátil y más peligrosa, porque se instaló en el espacio de las presiones, no de los procedimientos.

La reacción del oficialismo intentó contener el daño. Manuel Zelaya Rosales declaró en una llamada a un medio de comunicación, que el peritaje era serio, que los colombianos eran profesionales y que el hecho de que Libre los hubiera contratado no restaba validez a su trabajo. Esa intervención terminó de convertir lo que era un error en un problema estructural. No solo confirmó la relación contractual, sino que alineó explícitamente al partido con la prueba que buscaba incriminar a una consejera electoral que se había posicionado antagónica a los objetivos del  partido de gobierno. Lo que debía presentarse como un insumo técnico quedó amarrado a una estrategia partidaria. Ese gesto cerró la posibilidad de reclamo de neutralidad.

La presidenta Xiomara Castro, desde un foro internacional sobre cambio climático, mencionó el caso en su discurso. Su intervención no fue extensa, pero fue suficiente para mostrar que el Ejecutivo había adoptado la narrativa de que existía una conspiración electoral. Al elevar el caso al plano internacional, le otorgó una legitimidad política que no tenía en el terreno jurídico. Fue también un mensaje hacia los organismos internacionales y hacia la comunidad diplomática: el gobierno veía en esos audios una prueba de sabotaje institucional. Pero el problema era, precisamente, que la prueba ya no era defendible desde el rigor técnico. Se había convertido en un insumo de discurso, no de evidencia.

El Ministerio Público reaccionó luego de la conferencia de los peritos, con un comunicado que buscó cerrar la crisis. Declaró que el peritaje colombiano no era vinculante, que la Fiscalía ya tenía “certeza” de la autenticidad del audio y que solo los dictámenes producidos por peritos oficiales serían válidos en un proceso penal. Esa frase, la que hablaba de una certeza previa, se convirtió en el punto más cuestionado del documento. ¿Cómo podía sostener la Fiscalía que tenía certeza sobre un audio cuya cadena de custodia no había sido verificada? ¿Cómo podía afirmar autenticidad sin un dictamen propio? ¿Cómo justificar que se negara a la defensa la posibilidad de revisar el archivo? El comunicado no resolvió estos vacíos. Intentó, más bien, crear una distancia institucional respecto del peritaje, sin admitir que la narrativa inicial había dependido de él.

Esa es la inconsistencia central que reveló el documento: el MP había utilizado el peritaje para legitimar la investigación contra una autoridad electoral, pero cuando este se volvió incómodo, buscó desautorizarlo sin reconocer que había actuado con base en él. El daño ya estaba hecho. Desde el punto de vista jurídico, la prueba no podía sostenerse. No contaba con cadena de custodia, no había sido obtenida mediante orden judicial, no había sido analizada por peritos del Estado, no había sido sometida a contradicción por la defensa y no existía proceso penal abierto. Desde el punto de vista político, había perdido la capacidad de producir consenso.

Tras este episodio, el Ministerio Público emprendió una serie de movimientos que, más que acciones judiciales, parecieron intentos de recomponer su imagen. Apareció de manera inesperada en la Sala de lo Constitucional, revisando expedientes antiguos, reclamando avances, mencionando casos emblemáticos como Pandora, Hermes, Narcopolítica o la Red de Diputados. Se habló de “cobardía” en la justicia y se prometieron nuevos requerimientos. El mensaje buscaba transmitir fuerza institucional, pero el momento escogido revelaba otra cosa: era un ejercicio de control de daños. No había expedientes nuevos, no había requerimientos anunciados oficialmente, no había decisiones judiciales posteriores. Lo que sí había era la urgencia de reposicionar al MP después de haber quedado atrapado entre el relato del oficialismo y las dudas de la opinión pública.

El episodio deja múltiples consecuencias. Los audios ya no pueden sostenerse como prueba en un juicio. La cadena de custodia está comprometida en su origen y no puede reconstruirse hacia atrás. El peritaje colombiano perdió toda validez después de la conferencia en la que se confirmó quién lo pagó. El Ministerio Público quedó debilitado por haber actuado sin rigor técnico. El Ejecutivo se involucró en un caso sin proceso judicial abierto. El partido oficialista quedó expuesto por intentar sostener una acusación con evidencia producida fuera de los canales institucionales.

Lo más grave, sin embargo, es lo que queda erosionado más allá de los actores. La institucionalidad electoral sufrió un golpe en un momento decisivo. El país llega a las elecciones con una consejera del CNE cuestionada sin proceso formal, con un Ministerio Público que usó una prueba que ahora desconoce, con un Ejecutivo que interviene discursivamente en un caso sin expediente, y con un ambiente de sospecha que no será fácil disipar. En un contexto donde la confianza ya era precaria, la gestión de este caso profundizó la sensación de que las instituciones han dejado de ser árbitros y se han convertido en actores de la confrontación.

El desenlace de este episodio no depende de demostrar si Cossette López conspiró o si las voces del audio son auténticas. El verdadero impacto aparece en otro plano: la manera en que las instituciones procesan hechos que deberían esclarecerse con rigor y no con impulsos políticos. Cuando una grabación se vuelve argumento antes de ser examinada, cuando los dictámenes técnicos circulan como consigna partidaria, cuando la Fiscalía respalda una prueba sin verificarla y luego se desmarca de ella, se rompe la lógica básica del debido proceso. La justicia deja de operar como un sistema que valida o descarta evidencias y se convierte en un escenario donde cada actor empuja su propia versión. Lo que se pierde no es solo un caso mal gestionado, sino la confianza en que las reglas que sostienen a las instituciones todavía ordenan algo. Sin ese andamiaje, cualquier verdad queda a la deriva.

Este episodio no dejó vencedores. Lo que emergió con más fuerza fue la debilidad de un sistema que oscila entre versiones enfrentadas y no logra anclar los hechos en un procedimiento confiable. Cuando la credibilidad de una prueba criminal depende del actor que la impulsa y no de un proceso institucional capaz de examinarla con rigor, la discusión se desplaza hacia el terreno de las conveniencias. Allí, la justicia pierde su función de ordenar el conflicto y se vuelve parte del conflicto mismo. Lo más delicado no es el desenlace de este caso, sino la sensación de que las estructuras encargadas de sostener la verdad ya no logran hacerlo. El daño se mide en confianza pública, y esa pérdida rara vez tiene retorno.