El informe de Nodo y la trampa del día después
El 29 de noviembre de 2009, Honduras celebraba unas elecciones generales bajo estado de sitio. Las urnas estaban resguardadas por militares armados, los noticieros repetían sin pausa que todo estaba en calma, y la comunidad internacional se dividía entre quienes veían un proceso legítimo y quienes lo consideraban una farsa. Un país partido, una democracia colapsada, una presidencia ilegítima. Para muchos, esa fecha marcó el inicio de una grieta que no ha dejado de ensancharse. Hoy, a escasos meses de las elecciones de 2025, esa memoria vuelve con otro rostro, con otros actores, pero con una inquietante similitud estructural. ¿Y si el día después ya no fuera un regreso al orden, sino el comienzo de algo más frágil y más oscuro?
El informe Gobierno fuerte, Estado débil, elaborado por Nodo en abril de este año, no intenta ser una crónica del desastre anunciado, pero sí una cartografía lúcida del deterioro. Su diagnóstico parte de una paradoja evidente: Honduras tiene un gobierno cada vez más fuerte, más centralizado, más hábil en administrar tensiones… pero un Estado cada vez más débil, erosionado en su capacidad para arbitrar, proteger y representar. El resultado es un sistema político que sobrevive no por su legitimidad, sino por su capacidad de neutralizar el conflicto sin resolverlo, de contener la presión sin permitir escape. Un sistema que no colapsa, sino que se degrada por diseño.
En este tablero, el partido LIBRE ha consolidado una hegemonía sin mayoría. Su control del aparato estatal no es absoluto, pero sí suficiente para marcar el ritmo del juego: captura del CNE, subordinación paulatina de las Fuerzas Armadas, manipulación de la narrativa institucional. Lo que en otros contextos sería considerado autoritarismo, aquí se presenta como ingeniería política. La paradoja es doble: un movimiento que nació para resistir un golpe de Estado ahora reproduce sus lógicas desde el poder. La resistencia ha devenido aparato.
Pero el corazón del informe de Nodo no está en el retrato del presente, sino en la exploración de los futuros posibles. No se trata de predicciones, sino de escenarios construidos a partir de variables que ya están en juego. Y en todos ellos, el hilo común es el mismo: la incertidumbre sobre qué pasará el día después. No tanto quién gana, sino cómo se sostiene —y si el sistema podrá procesar ese resultado sin romperse.
El primer escenario es el más probable y el más inquietante: una victoria manejable de LIBRE, cuestionada pero no impugnada eficazmente, en la que las misiones internacionales reconocen el proceso con reservas y la oposición se fragmenta en su propio ruido. Aquí, el poder se impone no por arrastre popular, sino por inercia institucional. La narrativa oficialista se fortalece, las críticas se diluyen, y el país entra en una fase de estabilidad artificial donde la erosión democrática se convierte en paisaje cotidiano.
El segundo escenario plantea lo contrario: una victoria ajustada de la oposición que no logra traducirse en transición de poder. En este universo, LIBRE no reconoce los resultados, moviliza su maquinaria territorial, siembra dudas sobre el proceso, y las instituciones —debilitadas como están— colapsan ante el conflicto. El CNE se divide en comunicados contradictorios, las Fuerzas Armadas dudan, Estados Unidos adopta una postura ambigua, y el país se paraliza. Se gana en las urnas, pero se pierde en la calle. No hay gobernabilidad, solo desgaste.
El tercero, más esperanzador pero frágil, es el de una victoria opositora amplia producto de una alianza forzada, un voto útil que confluye en un solo candidato por presión de actores externos: sociedad civil, iglesias, gremios empresariales. Pero incluso esta posibilidad viene cargada de advertencias. No es una coalición programática, sino un frente de emergencia. Gana, pero hereda un Estado cooptado, unas instituciones capturadas y un electorado desmovilizado. Gobierna con mandato, pero sin estructura.
Nodo plantea incluso escenarios sorpresa: la aparición de una figura outsider que rompa la lógica bipartidista o, en el extremo, una ruptura constitucional que derive en una Asamblea Nacional Constituyente. Este último no es tan descabellado como parece. Si las elecciones son disputadas, si el sistema no ofrece vías legítimas de resolución, si la polarización se intensifica, el relato de la “refundación” puede adquirir una potencia inusitada. Y en ese contexto, como ha sucedido en Nicaragua, Bolivia o Venezuela, el poder se reinventa en nombre del pueblo, pero a costa de las reglas.
Las similitudes con el pasado regional son inevitables. En Nicaragua, el sandinismo pasó de bandera de justicia a maquinaria de control absoluto. En Venezuela, la revolución bolivariana devino autoritarismo institucionalizado. En Bolivia, el MAS navegó entre inclusión social y concentración de poder. En Honduras, el zelayismo parece haber aprendido de todos ellos, pero con una diferencia clave: una sofisticación pragmática que coopera con Washington en lo urgente y se radicaliza solo en lo retórico. Un equilibrio inquietante entre la simulación y la eficacia.
Lo que este informe de Nodo revela —sin decirlo de forma explícita— es que Honduras ya no vive en una democracia funcional, sino en una democracia de contención. El sistema ya no garantiza alternancia, ni representación plena, ni separación de poderes. Lo que garantiza es la administración del conflicto, el reparto selectivo de la legitimidad, la simulación de pluralismo. Y en esa coreografía, los votos importan, pero no deciden por sí solos.
Quizá el aporte más valioso del análisis de Nodo es que se niega a caer en el alarmismo fácil o en el optimismo ingenuo. En lugar de afirmar, interroga. En lugar de denunciar, describe con precisión quirúrgica. Y al hacerlo, nos obliga a preguntarnos: ¿qué queda del sistema si se gana sin reglas? ¿Qué sentido tiene una elección cuando los árbitros están deslegitimados, los actores internacionales priorizan sus intereses estratégicos, y las fuerzas internas juegan con la incertidumbre como herramienta de poder?
La historia no se repite, pero a veces rima. En 2009, la crisis estalló porque se rompió el pacto institucional sin un plan alternativo. Hoy, el pacto ya está roto, pero el país funciona como si no lo estuviera. Es un espejismo peligroso. Porque lo que está en juego en noviembre de 2025 no es quién ocupa la silla presidencial. Es si el sistema podrá sobrevivir al resultado. Si la democracia hondureña —con todas sus limitaciones— puede procesar un conflicto sin devorarse a sí misma.
Y ahí está la verdadera pregunta que nos deja el informe de Nodo: ¿quién sostiene el día después, cuando las urnas se han cerrado, los discursos han cesado y lo único que queda es el silencio de las instituciones exhaustas?