El hábito de la excepción
No hay nada más peligroso que aquello que nos hace daño y, sin embargo, uno termina acostumbrándose. A la oscuridad se entra temblando, pero después los ojos se adaptan. Lo mismo pasa con el miedo. Al principio paraliza, luego organizas la vida en torno suyo. En Honduras, llevamos más de tres años viviendo bajo un estado de excepción que empezó como una medida temporal y se ha convertido en una forma de gobierno. Nadie lo celebra realmente, pocos lo cuestionan. La mayoría de la población (con excepción de algunas voces disonantes que se confunden con el ruido de las campañas políticas) lo asume como parte del paisaje, como si la suspensión de libertades fuera el precio natural de la estabilidad.
Cuando el Estado de Excepción se decretó por primera vez el gobierno prometió que sería algo limitado, un instrumento necesario para devolver la paz a las calles. Era diciembre de 2022, y la violencia seguía siendo el telón de fondo de cada noticia. Tres años después, la excepción ya no combate el crimen: lo administra. Y con ella, administra también el miedo.
El nuevo decreto, publicado en La Gaceta el pasado 12 de noviembre de 2025, amplía la medida a más de doscientos municipios y vuelve a suspender derechos fundamentales como la libertad de circulación, de asociación y de expresión. El argumento es el mismo de siempre: la lucha contra la extorsión y el crimen organizado. Pero a estas alturas, uno sospecha que el crimen ya no es el motivo, sino el pretexto. Porque si los resultados fueran medibles —y no discursivos—, hace tiempo habría cesado la justificación.
En las audiencias del Examen Periódico Universal de Naciones Unidas, celebradas el 7 de noviembre en Ginebra, setenta países señalaron precisamente eso: que la prolongación indefinida del estado de excepción desnaturaliza la democracia. Que cuando una medida extraordinaria se vuelve rutina, el poder deja de rendir cuentas y las libertades se convierten en concesiones.
Pero la respuesta del gobierno fue la soberbia. El vicecanciller Gerardo Torres apareció en video, altivo, pavoneando una supuesta superioridad moral e intelectual, diciendo que “más de setenta países aplaudieron a Honduras y solo ocho fueron críticos”. Esa frase resume un modo de ejercer el poder: reducir la política a un marcador, el país a una competencia, los derechos a una cuestión de orgullo. La Secretaría de Derechos Humanos, dirigida por Longino Becerra, completó el cuadro con un comunicado que acusaba a los relatores de la ONU de “no haber esperado la respuesta del Estado”, como si el problema fuera de etiqueta y no de fondo. Ninguno de los dos altos funcionarios habló del peligro de militarizar la vida civil, de la censura encubierta, del silencio que se instala cuando las garantías dejan de existir. Luego, la presidenta Xiomara Castro firmó la prórroga del decreto. Fue su respuesta al mundo, y también su confesión.
Pero lo que más me llamó la atención no ha sido tanto la reacción del gobierno como el nervio que afloró. Hubo felicitaciones cruzadas por la advertencia que Estados Unidos al país —como el líder del Partido Liberal de Honduras, Salvador Nasralla, que expresó su gratitud “en nombre de la democracia hondureña” hacia Washington por “el interés ante los acontecimientos antidemocráticos que se están produciendo”. Por su parte, el Partido Nacional de Honduras afirmó que la alarma internacional refleja lo que desde hace tiempo experimentan los sectores críticos del país: “sistemático ataque desde el poder”, dijeron.
En agosto, más de 60 organizaciones de la sociedad civil firmaron una carta pública dirigida a la presidenta de la República exigiendo la suspensión del estado de excepción ante las elecciones: “el uso continuado de esta medida ha generado un clima de vulnerabilidad… y podría generar dudas sobre el carácter libre, justo e igualitario del proceso [electoral]”, señalaron.
En ese contexto, la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH) publicó un comunicado, en donde con un lenguaje sobrio pero claro, advierte que “la coincidencia entre la suspensión de garantías y la etapa electoral genera una tensión constitucional de máxima relevancia”. La UNAH habló como conciencia cívica, recordó que la Constitución no permite que la excepcionalidad se convierta en regla, y subrayó que la libertad de reunión, de circulación, de asociación y de expresión son condiciones indispensables para la competencia política. Ese documento debería ser leído en cada aula de derecho, porque devuelve sentido a palabras que el poder ha vaciado.
Y es que la excepción en Honduras ya no tiene un propósito operativo. Tiene un propósito simbólico. No se usa para resolver un problema, sino para representar autoridad. Es la escenografía de un gobierno que ha confundido la fuerza con el orden. Hannah Arendt escribió, en Sobre la violencia. “La violencia —dice Arendt— aparece cuando el poder está en peligro, pero si se prolonga, termina por destruirlo.” Eso parece estar ocurriendo aquí. La excepción es la máscara del vacío.
Hay quienes creen que el Estado de Excepción se mantiene por cálculo electoral, como herramienta para intimidar o controlar la narrativa pública. Pero sospecho que las razones son más oscuras y más mezquinas. En los pasillos de la administración pública se habla de contratos directos, de estructuras policiales beneficiadas, de fondos manejados sin auditoría bajo el paraguas de la emergencia. La excepción permite eso: gobernar sin trámites, sin filtros, sin rendición de cuentas. Es el sueño de cualquier burócrata con poder.
Aun así, el riesgo no está solo en el abuso administrativo. Está en el hábito. En la naturalización del miedo. En esa sensación de que ya no hay vida fuera del control. Lo dijo Walter Benjamin en sus Tesis sobre la filosofía de la historia (1940): “La tradición de los oprimidos nos enseña que el ‘estado de excepción’ en el que vivimos es la regla”. Benjamin escribía sobre el ascenso del fascismo en Europa, pero su frase describe con exactitud la lógica que se instala cuando la autoridad decide que la libertad es negociable.
Lo que comenzó como medida de seguridad hoy es un método de gobierno. Un ritual que se repite para recordar quién tiene el poder. No hay justificación técnica que lo sostenga, como señala la UNAH: no existen estudios criminológicos, ni mapas de riesgo, ni evaluaciones que expliquen por qué 226 municipios deben permanecer bajo control especial. Lo que hay es una costumbre, y las costumbres son más difíciles de romper que los decretos.
En paralelo, el gobierno ha intentado controlar el discurso de los derechos humanos, no a través del respeto, sino de la subordinación. Desde el primer año, la Secretaría de Derechos Humanos y el Mecanismo de Protección a Periodistas fueron integrados al engranaje político del Ejecutivo, convertidos más en oficinas de propaganda que en instancias de defensa. No ocurrió lo mismo con el CONADEH: la intentona de remover a la titular del comisionado fracasó, y esa independencia relativa se transformó en una espina para el oficialismo. De allí los ataques constantes, los intentos de desacreditar su labor y, más recientemente, su inclusión forzada en una supuesta “conspiración” fabricada para justificar requerimientos judiciales. En ese contexto, la palabra “protección” fue despojada de su sentido original y usada como sinónimo de control. Ese desplazamiento semántico —del derecho al miedo— es el signo más claro de la deriva autoritaria que atraviesa al Estado.
Mientras tanto, el escenario internacional se endurece para el gobierno de Xiomara Castro. La OEA advirtió que las autoridades electorales deben trabajar “libres de injerencias”. El subsecretario de Estado estadounidense, Christopher Landau, escribió que “Estados Unidos responderá con rapidez y firmeza ante cualquier intento de socavar la integridad del proceso electoral”. Y el congresista Chris Smith fue más claro aún: “La manipulación o el fraude electoral serían desastrosos para el pueblo hondureño y para los intereses de Estados Unidos”. Todas estas voces alertan sobre el prolongado uso del Estado de Excepción y sobre cómo este puede ser usado para socavar el proceso electoral.
Y mientras esto ocurre adentro de nuestras fronteras, al sur, Estados Unidos ha intensificado el cerco militar sobre Venezuela, la movilización de tropas más grande hecha en el hemisferio desde el final de la guerra fría. En Colombia, Gustavo Petro ha sido incluido en la lista de observación de la OFAC, una forma de marginarlo políticamente bajo el pretexto de vínculos con el narcotráfico. En Nicaragua, la presión internacional se combina con un aislamiento cada vez más profundo a la pareja presidencial. Y en Centroamérica, la reciente movilización de aviones de guerra estadounidenses hacia la base de Comalapa, en El Salvador —reportada por Air & Space Forces Magazine y confirmada por medios salvadoreños— ha despertado preocupación regional. Según esos reportes, se trata de aeronaves de reconocimiento que podrían participar en operaciones de vigilancia o disuasión vinculadas al cerco contra Caracas. En este contexto, la complacencia del gobierno hondureño resulta ingenua. Pensar que Washington no intervendrá en el tablero regional es un error; creer que puede hacer un fraude sin consecuencias, una temeridad.
Pero más allá de la geopolítica, lo que ocurre adentro del corazón de los hondureños es más grave. Vivir tres años bajo régimen de excepción tiene efectos invisibles. La gente deja de reclamar. Los periodistas se autocensuran. Los jueces dudan antes de firmar un fallo. El miedo ya no necesita uniformes: basta con la sensación de que alguien observa. Es la anestesia del ciudadano.
Pero la advertencia está ahí, nítida: cuando todo parece estar bajo control, nadie controla nada. El país se adormece, y esa somnolencia se vuelve funcional al poder. Es el silencio lo que sostiene al sistema, no la convicción. Como escribió José Saramago en Ensayo sobre la ceguera: “Si puedes mirar, ve. Si puedes ver, repara”. Pero aquí hemos dejado de mirar. La ceguera ya no es una tragedia, sino una costumbre. La excepción se volvió paisaje; el miedo, rutina. Nadie repara en lo que falta porque el ruido de la propaganda ocupa todo el espacio. Y así, poco a poco, el país aprende a vivir sin ver, a obedecer sin creer, a resistir sin esperanza. Lo más peligroso no es el autoritarismo abierto que muestra el Estado de Excepción, sino esta calma aparente que lo normaliza.
Mientras tanto, la crisis institucional se mueve en paralelo. El requerimiento fiscal contra los magistrados del Tribunal de Justicia Electoral, pendiente en la Corte Suprema, amenaza con abrir una puerta peligrosa: la de un asalto judicial al proceso electoral. Si la presidenta de la Corte Raquel Obando se inclina hacia el oficialismo y permite el proceso criminal contra los magistrados del Tribunal de Justicia Electoral, el país entrará en una zona de fractura sin retorno.
La UNAH lo advierte con precisión jurídica: “La suspensión de libertades instrumentales puede impactar el núcleo del proceso democrático”. Lo que no dice —aunque se entiende entre líneas— es que ese impacto ya se siente. Llega con la lentitud de una enfermedad que avanza sin síntomas visibles. Lo que hoy parece estabilidad y que celebran las autoridades de Seguridad es, en realidad, un equilibrio sostenido por la costumbre. La política funciona, los tribunales sesionan, los noticieros transmiten, los ministros hablan. Todo ocurre como si la República siguiera intacta, pero bajo la superficie se impone la lógica del miedo, la autocensura y la obediencia.
La excepción, convertida en rutina, ha deformado la relación entre poder y verdad. Los funcionarios hablan sin decir, los comunicados del Estado sustituyen los hechos con consignas, las ruedas de prensa se vuelven monólogos y los actos de gobierno, puestas en escena. Lo que manda la ley ya no importa. El lenguaje se ha vaciado, como si las palabras ya no sirvieran para comunicar, sino para mantener una ficción de orden. Lo advertía Arendt cuando decía que el colapso del espacio político empieza por la degradación del lenguaje. En Honduras, ese proceso ya ocurrió: los decretos reemplazaron el diálogo, la propaganda sustituyó la deliberación y las instituciones aprendieron a simular independencia mientras obedecen instrucciones que llegan de arriba.
El país sigue funcionando, pero sin alma. Los ministerios gestionan, los tribunales firman, las conferencias repiten los mismos comunicados. La forma republicana persiste, pero el fondo democrático se ha ido vaciando. Vivimos una continuidad sin convicción: la democracia como escenografía, la legalidad como decorado. Y en ese teatro, cada actor —sea ministro, juez o periodista— finge normalidad para no enfrentarse al vacío.
Al final, lo que revela este momento no es la fuerza del gobierno, sino su fragilidad. Un poder que necesita decretar la excepción para existir es un poder que ya ha perdido legitimidad. Y sin embargo, no todo está perdido. Todavía hay ojos que miran, periodistas que insisten, estudiantes que leen los comunicados de la UNAH y entienden su peso. Todavía hay voces que no se han rendido. Esa es la línea que separa la excepción del abismo.
El 30 de noviembre será una prueba vital para todos en Honduras. No solo para el gobierno. Porque si la excepción sobrevive a las urnas, dejará de ser un decreto. Se convertirá en cultura. Y cuando eso ocurra, ya no habrá Estado de excepción. Habrá país de excepción.