En agosto de 2024, la política hondureña entró en una zona de turbulencia de la que todavía no logra salir. Todo comenzó con una fotografía: oficiales hondureños posando en Caracas junto a Vladimir Padrino López, ministro de Defensa del régimen chavista. No era un encuentro menor ni un desliz de protocolo. Al frente de la delegación iba el Ministro de Defensa, José Manuel Zelaya Rosales, sobrino de la presidenta e hijo de Carlos Zelaya. La imagen fue leída en Washington con alarma. La embajadora de EE. UU. en Honduras, Laura Dogu, expresó su profunda preocupación por el encuentro entre altos oficiales hondureños y el ministro de Defensa venezolano, a quien calificó de “narcotraficante” sancionado por EE. UU. Señaló que fue “bastante sorprendente” y hasta “decepcionante” ver al ministro de Defensa hondureño José Manuel Zelaya y al general Roosevelt Hernández “sentados al lado de un narcotraficante en Venezuela”, especialmente cuando la presidenta Xiomara Castro se presentaba como luchadora contra la llamada “narcodictadura”.

La respuesta del oficialismo fue torpe y defensiva. En un intento de proyectar “soberanía,” la presidenta Xiomara Castro anunció la denuncia del tratado de extradición con Estados Unidos, que vencía en enero. Lo justificó diciendo que la extradición se había utilizado para debilitar a las Fuerzas Armadas, insinuando que la presión recaía sobre el general Roosevelt Hernández. No fue un acto menor: significaba retirar de la mesa uno de los principales instrumentos de cooperación judicial y de lucha contra el narcotráfico. Pero apenas una semana antes de que el tratado venciera, el gobierno reculó y anunció que se mantendría por un año más. La marcha atrás reveló lo que ya se intuía: la amenaza de romper con Washington no era sostenible. 

La crisis del verano de 2024 no terminó allí. En septiembre, poco después de aquella visita a Caracas, estalló otro escándalo. Se filtró un video en el que Carlos Zelaya, cuñado de la presidenta, negociaba financiamiento con narcotraficantes para la campaña de Libre en 2013. José Manuel Zelaya Rosales, que había encabezado la delegación a Venezuela, se vio obligado a renunciar a su cargo. El episodio dejó claro que lo que se había intentado presentar como un gesto de soberanía era, en realidad, un intento de encubrir las fragilidades políticas de la familia en el poder. Roosevelt Hernández quedó en el centro de esta tormenta, como figura a defender y a la vez como blanco de sospechas.

Desde entonces, su discurso ha sido un péndulo que oscila según la presión del momento. En octubre de 2024, en un acto de ascenso de oficiales, Hernández se alineó sin titubeos con la narrativa del gobierno. Repitió las consignas de la Ley de Justicia Tributaria, habló de las “10 familias” privilegiadas, citó a Platón y a Morazán para legitimar la agenda de los Zelaya. No era un discurso militar, era un manifiesto político. El general no hablaba como jefe de una institución, sino como vocero de un proyecto. Y lo hacía en un intento evidente de disipar sospechas, de mostrar que no había fisuras entre él y el oficialismo, aunque en realidad lo que proyectaba era vulnerabilidad.

Meses después, ya en 2025, Hernández endureció su tono. Admitió haber “escudriñado” la vida de periodistas, lanzó amenazas contra medios críticos y definió a las Fuerzas Armadas como un “instrumento del poder político”. Ese lenguaje fue un salto hacia el autoritarismo, un guiño directo al control del oficialismo, pero también un error que le costó legitimidad. Porque en lugar de consolidar la imagen de fuerza, expuso debilidad: el general aparecía como un subordinado del poder político, dispuesto a vigilar y amedrentar, en lugar de custodiar la institucionalidad democrática.

En paralelo, se enredó en una nueva polémica con el Consejo Nacional Electoral. En plena crisis del CNE, declaró que las Fuerzas Armadas estaban “a disposición, pero no a las órdenes” del organismo. Esa frase, en un contexto donde el árbitro electoral ya tambaleaba por renuncias y divisiones, fue interpretada como un desaire institucional. La presidenta del CNE, Cossette López, lo cuestionó de frente y el intercambio escaló hasta el punto de que Hernández amenazó con denunciarla ante el Ministerio Público. El efecto fue devastador: las Fuerzas Armadas, que históricamente han sido vistas como garantes de los comicios, aparecían ahora como un actor más en la disputa política.

Fue en este marco que irrumpió, en agosto de 2025, la declaración de la fiscal estadounidense Pam Bondi. Desde Fox News, Bondi aseguró que Venezuela estaba pagando por un corredor aéreo que incluía a Honduras, para facilitar el narcotráfico hacia Estados Unidos. El señalamiento, aunque indirecto, apuntaba a las Fuerzas Armadas como responsables de permitir esa vulnerabilidad del espacio aéreo. El eco de la fotografía con Padrino López volvió de inmediato. La acusación colocaba otra vez a Roosevelt Hernández en la línea de fuego: de garante de soberanía a sospechoso de complicidad por omisión.

Y allí apareció el giro. Ante una crisis que podía dejarlo aislado internacionalmente, Hernández cambió de tono. Dejó atrás las citas ideológicas y la retórica autoritaria. Se presentó como un aliado de Estados Unidos, recordó que desde 1954 existe una alianza que “jamás ha estado en duda” y reivindicó la profesionalización de las Fuerzas Armadas. Habló de cooperación, de desarrollo tecnológico con radares propios, de despliegues tácticos en la Mosquitia, de la necesidad de garantizar las elecciones “llueva, truene o relampaguee”. El mensaje era otro: Honduras no es un satélite de Caracas, es un socio confiable de Washington.

El problema es que este giro no refleja convicción, sino supervivencia. Hernández no ha sido constante en su discurso: ha pasado de portavoz ideológico del oficialismo, a censor autoritario de la prensa, a pragmático defensor de la alianza con Estados Unidos. Cada giro responde a la presión del momento, no a una doctrina clara. Y esa plasticidad, lejos de ser una fortaleza, revela la fragilidad de una institución que debería ser pilar de estabilidad en un año electoral.

De cara a noviembre, el cambio importa. Las Fuerzas Armadas siguen siendo vistas como el árbitro final del proceso. Si Hernández se mantiene en el registro pragmático y de cooperación, podrá ofrecer una imagen de neutralidad y de garantía. Pero si vuelve al discurso ideológico o autoritario, la desconfianza se multiplicará. La elección del 30 de noviembre no solo pondrá a prueba a los partidos y al CNE, también pondrá a prueba qué versión del general Hernández prevalece.

En Honduras, los giros discursivos de los militares nunca son anecdóticos. Son presagios. La fotografía con Padrino López fue un presagio. La amenaza de eliminar la extradición lo fue también. Hoy, las palabras del general Hernández parecen un intento desesperado de cerrar esas grietas con Washington. Pero la historia enseña que cuando los militares hablan demasiado, es porque la política ya no puede sostenerse sola. Y eso es, justamente, lo que debería preocuparnos al iniciar la carrera electoral de noviembre.