A primera vista, la caminata convocada ayer por las iglesias católica y evangélica en varias ciudades del país parecía un acto religioso, un gesto de fe comunitaria frente a la violencia que consume la vida cotidiana de los hondureños. Pero en realidad fue algo más. En su trasfondo, esta marcha se convirtió en un ensayo político hacia noviembre, un grito preventivo frente a la posibilidad de fraude electoral, y un aviso al gobierno: la sociedad está dispuesta a movilizarse antes, no después, de que se intente torcer la voluntad popular.

El lenguaje elegido, “la paz”, no fue casual. En el contexto hondureño actual, hablar de paz es hablar de política. No se trataba de exigir simplemente la reducción de homicidios o el fin de las extorsiones —demandas reales y urgentes, pero que no explican la magnitud de la convocatoria—, sino de blindar el proceso electoral frente a la manipulación. Paz significaba evitar la violencia política que estallaría si, en noviembre, la población percibe un fraude. Paz, en este contexto, es sinónimo de transparencia electoral.

El eco de 2009 está presente en cada paso. Aquel año, el régimen de facto de Roberto Micheletti intentó minimizar las marchas de resistencia que se prolongaron por más de seis meses. Subestimó la capacidad de movilización ciudadana y, sobre todo, no entendió que la narrativa oficial no podía borrar la experiencia vivida por decenas de miles en las calles. Esa desconexión incubó a Libre como fuerza política.

Hoy el gobierno repite la estrategia de minimizar. La Policía reporta 40,000 personas en todo el país, una cifra que, repartida en varias ciudades, suena modesta. Pero cualquiera que vio las imágenes sabe que fueron muchas más. Al centrarse en el número, el oficialismo evita discutir el fondo: que la marcha fue una advertencia sobre la necesidad de un proceso electoral limpio. Sin embargo, esa táctica corre el mismo riesgo que en 2009: subestimar el valor simbólico de la multitud y sembrar un agravio colectivo que, tarde o temprano, se traduce en organización política.

Para el militante de Libre que viene de la resistencia, ese que marchó en 2009 contra el golpe de Estado, ver esta marcha resulta incómodo. Su memoria política está forjada precisamente en la experiencia de haber sido invisibilizado en las calles. En aquel entonces, el enemigo era el gobierno golpista. Hoy, su propio gobierno recurre a la misma maniobra: ignorar, minimizar, ridiculizar. ¿Cómo procesarlo? Muchos optan por el silencio. No hay entusiasmo en redes para defender la versión oficial de 40,000, pero tampoco hay ruptura abierta: criticar al gobierno sería darle munición al adversario. Esa confusión es un síntoma de debilidad política interna.

Cada persona que salió a caminar ayer, más allá de su credo, estaba enviando además otro mensaje: “voy a participar en el proceso electoral, y seré veedor de su transparencia”. Esa multitud no solo representa votos. Representa miles de teléfonos que grabarán, registrarán y denunciarán cualquier irregularidad el día de la elección. En 2009, la fuerza de la calle fue la presencia física sostenida durante meses. En 2025, será también la vigilancia digital, la multiplicación instantánea de imágenes, la capacidad de documentar un fraude en tiempo real.

Este es el aspecto que más preocupa al oficialismo: no es lo mismo manipular un conteo cuando la ciudadanía está dispersa y pasiva, que intentar hacerlo frente a una multitud entrenada en la experiencia de la resistencia y armada con cámaras en cada mano. La marcha de ayer, en ese sentido, fue también una demostración tecnológica: la calle y el celular como extensiones de un mismo acto de vigilancia política.

El papel de las iglesias fue decisivo. En un país donde los partidos tradicionales han perdido legitimidad, la voz conjunta de la Iglesia católica y las iglesias evangélicas adquiere una fuerza inusual. Lograron convocar a una base amplia, transversal, que incluyó a sectores populares, clase media y hasta capas empresariales que ven con desconfianza el rumbo del gobierno. El oficialismo sabe que no puede confrontar directamente a este bloque, porque su legitimidad trasciende la política partidaria. Y por eso intenta reducirlo a una cifra mínima: 40,000 y nada más.

Pero el efecto puede ser el contrario: al minimizar, otorgan a la marcha un aura de verdad incómoda, de causa justa que el poder no se atreve a reconocer. Así, la demanda de transparencia electoral resuena más fuerte.

La caminata por “la paz” fue, en realidad, el primer ensayo de noviembre. Ensayo en el sentido teatral: un anticipo, una práctica que prepara el escenario para el día decisivo. Las calles fueron ocupadas para mostrar músculo, para recordar que la ciudadanía no aceptará pasivamente un fraude, y para advertir que la paz solo será posible si se respeta la voluntad popular.

El gobierno puede insistir en su cifra de 40,000. Pero quienes marcharon saben que eran más, y que su fuerza no se medirá solo en conteo de cabezas, sino en capacidad de vigilancia, de denuncia y de movilización. Lo que está en juego no es un dato estadístico, sino la posibilidad de una transición pacífica en noviembre. Y ese es el verdadero mensaje que la caminata deja: Honduras quiere paz, pero la paz que solo puede nacer de unas elecciones limpias.