OPINIÓN | Elecciones en Estado de Excepción

por Oscar Estrada |

OPINIÓN | Elecciones en Estado de Excepción
Getting your Trinity Audio player ready...
Compartir

En la madrugada del 30 de noviembre de 2017, las calles de Tegucigalpa y San Pedro Sula ardían. No era solo el asfalto, marcado por neumáticos en llamas, sino también la indignación de miles de ciudadanos que veían cómo el sistema electoral se desmoronaba frente a sus ojos. La transmisión de resultados de las elecciones presidenciales se había detenido misteriosamente, y cuando regresó, la tendencia que favorecía a la oposición se había revertido. El gobierno, en un movimiento predecible pero igualmente demoledor, decretó un toque de queda y militarizó las ciudades. La democracia, en ese momento, no se suspendió oficialmente, pero en la práctica, su ejercicio quedó secuestrado por el miedo y la fuerza del Estado.

Ahora, en 2025, a solo semanas de que los hondureños acudan nuevamente a las urnas, la historia parece repetirse, aunque con matices distintos. El Estado de Excepción, que el gobierno ha justificado como una estrategia de seguridad, coincidirá con la campaña y las elecciones primarias del 9 de marzo, restringiendo derechos fundamentales como la libre circulación y el derecho de reunión. La pregunta es ineludible: ¿puede un país celebrar elecciones libres cuando los ciudadanos no tienen pleno acceso a sus derechos constitucionales?

El discurso oficial justifica la medida con una lógica sencilla: el crimen organizado, y en particular la extorsión, representan una amenaza para el país, y la única manera de combatirlos es mediante la militarización del territorio. Bajo esta narrativa, el gobierno de Xiomara Castro ha extendido sucesivamente el Estado de Excepción, a pesar de que los datos revelan una realidad contradictoria. Si bien la tasa de homicidios ha disminuido, esto ha ocurrido siguiendo una tendencia que inició en 2012 (VER GRÁFICO); la extorsión sin embargo ha aumentado. Más de 304,000 hogares en Honduras siguen siendo víctimas de este delito, según un informe reciente de la Asociación para una Sociedad más Justa (ASJ).

Pero lo que en otros momentos parecía ser solo una medida de seguridad ahora adquiere una dimensión distinta cuando se superpone con un proceso electoral. La democracia, por definición, requiere espacios abiertos para el debate, la organización y la movilización. Con la suspensión de derechos como la libre circulación y la reunión pacífica, la competencia política queda condicionada a la discrecionalidad de las fuerzas de seguridad. Los partidos pueden enfrentar restricciones para hacer campaña, los ciudadanos pueden encontrar dificultades para desplazarse a sus centros de votación y los observadores pueden ver limitadas sus capacidades para monitorear el proceso.

Si la seguridad era la prioridad del Estado de Excepción, su prórroga durante el proceso electoral hace inevitable la sospecha de que su función también puede ser política.

Honduras no es el primer país donde un gobierno impone medidas excepcionales en un contexto electoral. La historia latinoamericana está plagada de ejemplos donde la seguridad fue utilizada como pretexto para condicionar la participación política.

En El Salvador, Nayib Bukele ha llevado el Estado de Excepción a su máxima expresión, consolidando un modelo draconiano donde la militarización ha servido para reforzar su control absoluto del poder. Mientras los homicidios han disminuido, las denuncias por detenciones arbitrarias y desapariciones han crecido exponencialmente. El miedo puede ser una herramienta política tan efectiva como la represión directa.

En Venezuela, la militarización del espacio público durante los procesos electorales ha servido para restringir la capacidad de la oposición de movilizarse, y en Nicaragua, Daniel Ortega ha utilizado el aparato de seguridad para sofocar cualquier intento de resistencia electoral. En cada uno de estos casos, la seguridad se convirtió en el argumento perfecto para moldear los resultados políticos a conveniencia.

La diferencia entre Honduras y estos ejemplos aún existe: el país sigue teniendo un sistema electoral multipartidista y cierto margen para la competencia. Pero el Estado de Excepción introduce una distorsión peligrosa: cuando los derechos fundamentales dependen de la interpretación y aplicación del gobierno de turno, el equilibrio democrático se vuelve frágil.

En Honduras, la abstención electoral ya es un problema grave. En las elecciones generales de 2021, más del 40% de los ciudadanos habilitados para votar no acudieron a las urnas. Si a esto se le suma la incertidumbre que genera la presencia masiva de militares y policías en las calles, es probable que muchos votantes prefieran evitar el riesgo y quedarse en casa. Recordemos además que las FFAA pasaron también a control del CNE y que la candidata oficialista ES la secretaria de Defensa Rixi Moncada. Eso aumenta aún más las alarmas.

Las elecciones no solo deben ser libres, sino que también deben parecerlo. Si una parte significativa de la ciudadanía percibe que el proceso está condicionado por restricciones excepcionales, el resultado perderá legitimidad, independientemente de los números que arroje.

El Estado de Excepción no solo limita físicamente el movimiento de los ciudadanos, sino que instala una sensación de vigilancia constante. Y cuando la democracia se practica bajo la sombra de la vigilancia, deja de ser un ejercicio libre y se convierte en un acto condicionado por el temor.

En los días posteriores a las elecciones primarias, el gobierno tendrá que decidir si mantiene el Estado de Excepción o si permite que el país recupere su normalidad democrática. Pero el problema de fondo no es solo la prórroga de la medida, sino el precedente que sienta: si en marzo de 2025 se pueden hacer elecciones bajo un régimen de excepción, ¿qué impedirá que esta lógica se extienda a las elecciones generales?

La democracia hondureña ha sobrevivido golpes de Estado, fraudes electorales y crisis institucionales. Pero cada vez que se permite que un gobierno restrinja derechos fundamentales en un contexto electoral, se normaliza la idea de que la seguridad del Estado puede estar por encima de la voluntad popular.

El dilema que enfrenta Honduras no es solo político, sino filosófico: ¿queremos una democracia garantizada por las instituciones o una democracia condicionada por la excepcionalidad? Porque una vez que los ciudadanos aceptan votar bajo restricciones impuestas por el poder, la pregunta deja de ser si la democracia está en riesgo, y pasa a ser si todavía podemos llamarla democracia.

Loading...