OPINIÓN | El horror de Jalisco: una advertencia para Centroamérica
por Oscar Estrada |

Getting your Trinity Audio player ready...
|
En los márgenes de la historia de México hay nombres que evocan belleza, paisajes vibrantes y cultura. Jalisco es uno de ellos. La tierra del mariachi, del tequila, de la charrería. Pero ahora, Jalisco también es el nombre de un horror difícil de narrar, un recordatorio de que la violencia ha consumido el alma del país. Un rancho convertido en horno de exterminio. Huesos calcinados de más de doscientas personas. Pistas de muerte que nadie quería encontrar, pero que estaban ahí, esperando ser desenterradas.
El hallazgo en Jalisco no es solo una tragedia. Es una acusación. Un testimonio silencioso de lo que México ha permitido que suceda en sus entrañas. No se trata de un accidente, ni de un exceso del crimen organizado. No. Es el síntoma más evidente de un sistema que ha fallado, que ha hecho de la impunidad su norma y de la corrupción su esencia.
Cuando las primeras noticias del rancho llegaron a la prensa, la indignación se sintió como un golpe seco. Pero luego vino el acostumbramiento. La repetición de la historia. Otra fosa. Otro sitio de exterminio. Otro espacio donde la muerte tuvo más derecho a quedarse que los vivos. Lo más aterrador no es solo lo que se encontró en Jalisco, sino lo que no se ha encontrado en otros lugares. Porque si hay un rancho convertido en horno de muerte, ¿cuántos más existen en las sombras, esperando ser descubiertos?
Las cifras de la desaparición forzada en México son un lamento. Más de 110,000 personas oficialmente registradas como desaparecidas, un número que en realidad es una ficción burocrática, pues la cuenta real es imposible de precisar. Es un país donde la geografía de la muerte es más exacta que la de los vivos.
Lo que hace que Jalisco no sea solo una tragedia más es su profundidad simbólica. Este hallazgo no puede entenderse sin la política de “Abrazos, no balazos”, el lema con el que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador buscó redefinir la seguridad pública. El principio, en teoría, sonaba humano. No combatir al crimen con más violencia, sino con oportunidades, con justicia social, con inversión en los sectores más vulnerables. Pero la realidad fue otra. Lo que se vendió como pacificación se tradujo en inacción. Lo que se promovió como una alternativa a la guerra de Calderón terminó consolidando el poder de los cárteles en más territorios que nunca. “Abrazos, no balazos” fue el pacto silencioso entre el Estado y el crimen organizado. Un pacto que convirtió a México en un archipiélago de plazas controladas por mafias, en un país donde el gobierno perdió soberanía sobre su propio territorio.
La periodista Anabel Hernández, en su libro El secreto mejor guardado, desglosa lo que muchos intuían pero pocos se atrevían a decir en voz alta: el Cártel de Sinaloa no solo creció con la complacencia del gobierno de Morena, sino que lo financió. Testimonios de testigos protegidos, documentos judiciales, registros de reuniones entre altos mandos políticos y figuras del narcotráfico. No fue una omisión del Estado, fue una colaboración activa. Y ahora, Claudia Sheinbaum hereda ese pacto.
Para Sheinbaum, el escándalo de Jalisco llegó en el peor momento. Apenas inicia su gobierno y ya enfrenta una tormenta de proporciones históricas. No es solo la presión interna de colectivos de víctimas, de familias de desaparecidos, de ciudadanos que han visto cómo la violencia se normaliza. Es también la mirada feroz de Estados Unidos, que ha decidido que el narco ya no es solo un problema de México, sino una crisis global.
La crisis del fentanilo en Estados Unidos es el mayor argumento de Washington para intervenir en la política de seguridad mexicana. Más de 100,000 muertes al año por sobredosis. Un costo sanitario de más de 100 mil millones de dólares. Una epidemia que ha devastado comunidades enteras, que ha convertido ciudades en espectros de desesperanza. Y en el centro del flujo de esta droga letal está México, con el Cártel de Sinaloa y el Cártel Jalisco Nueva Generación como los principales proveedores. Jalisco, otra vez.
Cuando Donald Trump anunció que su gobierno designaría a los cárteles mexicanos como organizaciones terroristas, el mensaje no era solo para los criminales. Era un mensaje para el gobierno de Sheinbaum. La designación significa que Estados Unidos se siente con el derecho de intervenir en México sin necesidad de pedir permiso. Que puede lanzar operaciones unilaterales, sancionar funcionarios, presionar con aranceles. México, que siempre ha temido perder soberanía frente a su vecino del norte, está más cerca que nunca de ver cómo esa soberanía se vuelve una ficción.
Mientras Sheinbaum busca desesperadamente contener la presión con operativos y declaraciones, la realidad es que el gobierno mexicano está atrapado. Si rompe con los cárteles, desata una guerra que el Estado no está preparado para ganar. Si mantiene el pacto, la presión de Estados Unidos será insoportable. Y en ese limbo, los cuerpos siguen apareciendo en fosas, en hornos clandestinos, en ríos y carreteras. La violencia sigue siendo la única constante en un país que parece condenado a la tragedia.
Pero hay algo más. Algo que afecta a toda la región.
Cada vez que México ha endurecido su política contra el narco, los cárteles han buscado nuevos refugios. En los años 2000, con la llamada guerra contra el narcotráfico de Calderón, los cárteles migraron al sur. Se instalaron en Guatemala, en Honduras, en El Salvador. Es el llamado efecto cucaracha: cuando la presión se vuelve insoportable en un lugar, los grupos criminales se desplazan a otro, expandiendo su red de corrupción y violencia.
Si Sheinbaum opta por la confrontación, la historia se repetirá. Los cárteles buscarán nuevas rutas, nuevos aliados, nuevos territorios donde operar con mayor impunidad. Y una vez más, Centroamérica será el destino ideal. Países con instituciones débiles, con gobiernos que han sido cómplices del narcotráfico, con sistemas judiciales que pueden comprarse al mejor postor.
Honduras, que ya ha sido un narcoestado, será nuevamente el refugio perfecto. Guatemala, donde el crimen organizado ya se infiltra en las esferas más altas del poder, será un territorio fértil para las operaciones del narco mexicano. Y la violencia, lejos de disminuir, se redistribuirá.
Lo que pasa en México nunca se queda en México. Es un espejo que nos dice lo que está por venir. Jalisco no es solo un símbolo del horror mexicano. Es una advertencia.
La pregunta no es si esto nos afectará.
La pregunta es cuándo, y qué haremos cuando llegue el momento de enfrentarlo.