OPINIÓN | El complot que habla más de política que de justicia
El fiscal general Johel Zelaya anunció esta mañana la captura de tres hombres acusados de conspirar para matar a Manuel Zelaya y derrocar a la presidenta Xiomara Castro. Los delitos imputados son graves: terrorismo, tentativa de asesinato y actos preparatorios punibles. La prueba central: unos audios de WhatsApp.
En esos audios, filtrados a medios, se escucha a varios hombres decir que “hay que cerrar el país” y “matar a ese hijo de puta”, en un tono exaltado, con insultos y frases desordenadas. Hay referencias a “comer mierdas hasta saciarnos” y a Romeo Vásquez, pero no hay mención directa a Zelaya en el fragmento divulgado, ni fechas, ni logística, ni roles definidos.
El fiscal Zelaya asegura que hay “pruebas técnicas, científicas y documentales” presentadas ante un juzgado de crimen organizado. Pero, hasta ahora, la única pieza conocida es ese audio. No hay evidencia física incautada, no se han mostrado peritajes de voz, ni cadena de custodia, ni contexto de la grabación.
El anuncio no se produce en el vacío. Llega apenas horas después de las declaraciones de Pam Bondi, fiscal de Estados Unidos, quien en Fox News acusó a Venezuela de pagar por usar el espacio aéreo de Honduras. Un señalamiento de alto voltaje que compromete la imagen internacional del gobierno y que, en un país serio, obligaría a una respuesta documentada y pública.
A eso se suma la marcha convocada por las iglesias católica y evangélica para este sábado, con el potencial de movilizar a miles fuera de cualquier control partidario. Entre una acusación internacional que pega donde duele y una protesta masiva que puede medir fuerzas en la calle, el oficialismo responde con un relato que lo coloca en el papel de víctima: un complot para matar a su líder histórico y destruir al gobierno.
Mel Zelaya, siempre hábil para manejar el simbolismo, reaccionó diciendo que “nos cubre el pueblo y la sangre de Cristo”. El mensaje mezcla religión y política para cohesionar a su base. Pero en redes sociales, la reacción ha sido otra: de la sorpresa inicial se pasó rápidamente a la burla. El tono general es de escepticismo. Para muchos, este es un caso inflado para desviar la atención.
Los detenidos son Arcadio López Estrada, 64 años, electromecánico de Tegucigalpa; Perfecto de Jesús Enamorado Paz, 69 años, comerciante de Comayagua, excomisionado regional de COPECO con pasado en el Partido Nacional; y Antonio David Kattán Rivera, 53 años, comerciante de San Pedro Sula.
El audio que se les atribuye es una conversación exaltada, más cercana a un desahogo de grupo político que a un plan operativo. No hay evidencia pública de compras de armas, asignación de funciones, rutas, fechas ni recursos. La figura penal de tentativa exige actos ejecutivos; la conspiración, un plan concreto con medios reales. Lo que se ha mostrado hasta el momento no llega a ese estándar.
Una conspiración auténtica, en cualquier manual, requiere más que un intercambio de frases exaltadas. Empieza con un acuerdo claro entre dos o más personas para cometer un delito: no basta con coincidir en el deseo de “sacar” a alguien del poder, sino pactar explícitamente hacerlo y asumir responsabilidades. Por ejemplo, en casos judicializados en Honduras y Guatemala, se han presentado mensajes donde se asignan tareas concretas: uno vigila la casa, otro se encarga de conseguir el arma, otro paga a un sicario.
Sigue un plan detallado: definir quién ejecutará la acción, cómo se llevará a cabo, cuándo ocurrirá y con qué medios. En un expediente sólido, se encuentran calendarios con fechas de desplazamiento, croquis del lugar y listados de materiales necesarios, como ocurrió en investigaciones de intentos de secuestro contra empresarios en San Pedro Sula, donde la policía incautó cuadernos con la hora exacta en la que la víctima salía de su casa.
Luego viene la preparación logística: no solo hablar de “hacer algo”, sino conseguir armas, municiones, vehículos para la fuga, dinero para pagar cómplices, teléfonos desechables para comunicarse y contactos para cubrir la operación. En operaciones de crimen organizado, esta etapa deja rastros claros: transferencias bancarias, compra de combustible en ruta, alquiler de casas de seguridad.
Finalmente, están los actos inmediatos que demuestren que el plan está en marcha: movimientos hacia el lugar del objetivo, entrega de armas a quienes ejecutarán el ataque, reuniones de última hora para confirmar la operación. En 2016, por ejemplo, la captura de un grupo armado en la carretera hacia Tegucigalpa fue posible porque ya viajaban con fusiles y chalecos antibalas hacia el punto donde, según las interceptaciones, planeaban emboscar a un empresario local.
Sin esos elementos —acuerdo expreso, plan detallado, logística tangible y actos inmediatos—, lo que queda es retórica violenta o bravata política, no una conspiración probada en los términos que exige la ley.
En un país roto por la polarización, meter a tres hombres —dos de ellos mayores de 60 años— en una acusación de terrorismo basada en un audio de chat es un movimiento de alto costo humano. Para ellos, significa pasar de la vida cotidiana al estigma de ser “terroristas” en cuestión de horas, con el impacto devastador que eso tiene en su reputación, sus medios de vida y su entorno familiar. No es solo enfrentar un proceso judicial: es cargar con una marca pública que, en la Honduras actual, se traduce en amenazas, aislamiento y pérdida de oportunidades laborales, aunque más adelante sean absueltos. Sus familias tendrán que vivir con la presión social, el señalamiento en sus comunidades y la incertidumbre sobre el futuro.
Pero también es un riesgo enorme para el propio gobierno. Si la acusación se derrumba por falta de pruebas, quedará expuesta no solo la debilidad de la investigación, sino la intención de manipular la agenda política desde el aparato judicial. En ese caso, el proceso se convertirá en un bumerán: reforzará el relato opositor de persecución, deteriorará la credibilidad de la Fiscalía y mostrará al Ejecutivo dispuesto a sacrificar ciudadanos para sostener una narrativa de victimización. En un contexto de desgaste acelerado, con legitimidad en entredicho y la calle cada vez más hostil, el costo político podría ser letal.
Por ahora, lo único evidente es que el gobierno ha ganado un repudio abierto en cientos de grupos de WhatsApp, donde se multiplican las expresiones contra él. Ese rechazo crecerá si el fiscal no define con claridad el límite entre disidencia y conspiración. De no hacerlo, este caso terminará en la lista de episodios donde se usó a personas comunes para forzar un relato, un lujo que un gobierno debilitado no puede permitirse.