OPINIÓN | DE CARA AL FIN DE LA EXTRADICIÓN
por Oscar Estrada |

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Cuando Marco Rubio, Secretario de Estado de Estados Unidos, subrayó esta semana la importancia del tratado de extradición entre Estados Unidos y Guatemala en la lucha contra el crimen organizado, no hablaba solo de un acuerdo bilateral. Sus palabras, medidas y cargadas de intención, delineaban el mapa de prioridades de la nueva administración Trump: seguridad, cooperación selectiva y, sobre todo, alineación ideológica. Mientras Guatemala reafirma su papel como socio estratégico, Honduras, en un silencio cada vez más atronador, se prepara para desmantelar su propio acuerdo de extradición con Washington, un pilar de la relación bilateral que, a partir del 1 de marzo, dejará de existir.
Honduras y Estados Unidos han mantenido una relación de conveniencia y fricción, una historia de intervenciones, acuerdos tácitos y momentos de ruptura. La extradición de nacionales fue, durante décadas, una línea roja infranqueable hasta que, en 2012, se reformó la Constitución para permitirla. Desde entonces, 47 hondureños han sido enviados a EE.UU., entre ellos exoficiales, narcotraficantes y, en 2022, el propio expresidente Juan Orlando Hernández, acusado de convertir su administración en un narcoestado. Que la presidenta Xiomara Castro haya optado por denunciar el tratado en 2024 responde tanto a una estrategia política interna como a un distanciamiento calculado con el Departamento de Estado, en un momento en que su gobierno enfrenta investigaciones y presiones que recuerdan demasiado a la caída de Hernández.
El problema para Honduras no es solo el impacto inmediato de esta decisión, sino lo que significa en el tablero geopolítico. Mientras Guatemala refuerza sus lazos con Washington y se consolida como socio confiable, Honduras se encamina hacia un aislamiento que puede traerle consecuencias mucho más profundas que la pérdida de cooperación en seguridad. En la era Trump, la política exterior estadounidense hacia América Latina ha sido transaccional: premios a quienes cooperan y castigos a quienes desafían la línea de Washington. La suspensión del tratado de extradición puede convertirse en la excusa perfecta para que la Casa Blanca reevalúe su asistencia financiera, militar y diplomática a Honduras.
Para Trump, que ha construido su discurso en torno a la seguridad y el control migratorio, los países que no colaboran con su agenda se vuelven prescindibles. Si el gobierno hondureño esperaba que su decisión de denunciar el tratado pasara desapercibida, la realidad es que puede haber subestimado la rapidez con la que Washington puede convertir la cooperación en presión. En este contexto, no sería sorprendente que en los próximos meses Honduras enfrente restricciones en el acceso a financiamiento internacional, una reducción de la cooperación en inteligencia e incluso medidas más drásticas, como sanciones a figuras clave del gobierno.
En este nuevo escenario, Honduras se enfrenta a una paradoja peligrosa: al rechazar la tutela de Washington en materia de extradición, se abre a un camino de mayor autonomía, pero también de mayor incertidumbre. Sin el tratado, la justicia hondureña deberá demostrar que puede juzgar con independencia y firmeza a figuras del crimen organizado, en un país donde las estructuras de poder han estado profundamente infiltradas por el narcotráfico y la corrupción. La pregunta no es solo si el sistema judicial podrá sostener esta carga, sino si el gobierno de Castro está realmente dispuesto a permitirlo.
Si algo ha caracterizado la política exterior de Donald Trump, es su capacidad de recompensar a los aliados leales y castigar a los díscolos. Guatemala, que ha aceptado una mayor cooperación en seguridad y deportaciones, se consolida como un socio confiable. Honduras, al retirar un pilar fundamental de su relación con Washington, se expone a represalias, ya sea en forma de restricciones económicas, aislamiento diplomático o incluso investigaciones más agresivas sobre sus líderes. No hay señales de que la administración Trump vaya a ignorar este desaire, y si la historia reciente sirve de guía, Honduras pronto podría descubrir cuán alto es el costo de alejarse de Estados Unidos en un momento en que el pragmatismo, más que la ideología, dicta la política exterior de la Casa Blanca.
Pero más allá del ajedrez geopolítico, la pregunta esencial sigue siendo interna: ¿puede Honduras permitirse prescindir del tratado de extradición? Desde 2014, este mecanismo ha sido una de las pocas herramientas efectivas contra el narcotráfico de alto nivel, una válvula de escape para un sistema judicial incapaz de procesar con independencia a criminales con poder político. Sin él, el país no solo enfrenta el riesgo de convertirse en un refugio para fugitivos internacionales, sino que también envía un mensaje preocupante sobre su compromiso con el Estado de derecho.
A partir del 1 de marzo, Honduras caminará sobre un terreno inexplorado. Su relación con Estados Unidos entrará en una fase de tensión y renegociación, y la comunidad internacional observará con atención si el país puede sostener su lucha contra el crimen sin el respaldo de Washington. Pero en última instancia, la verdadera prueba no será diplomática, sino interna: si el fin del tratado se traduce en una mayor independencia judicial y fortalecimiento institucional, o si, por el contrario, marca el principio de una nueva era de impunidad.