OPINIÓN | Crisis en las relaciones Honduras-EEUU: Extradición, bases militares y la política migratoria de Trump
por Oscar Estrada |
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Dentro de la Rotonda del Capitolio, en Washington D.C., un aire imperial impregnaba el ambiente mientras los grandes oligarcas, empresarios de las tecnologías y políticos de la nación más poderosa del mundo ocupaban sus asientos para presenciar el regreso triunfal de Donald Trump a la presidencia. Fue una asamblea sin paralelo en la historia moderna, nunca antes se había reunido tanto poder y tanto dinero en un solo espacio; un recordatorio visual de las dinámicas que definirá el curso global para los próximos 50 años. Mientras los discursos resonaban bajo las cúpulas decoradas, fuera del Capitolio, el mundo observaba con una mezcla de asombro y aprensión. En Tegucigalpa la atmósfera no podías ser más contratante, era de incertidumbre y tensión, como la que se siente cuando se ve un huracán acercarse a la costa. La distancia entre ambos escenarios no es solo geográfica; es un abismo político que reflejaba cómo las palabras pronunciadas en la capital estadounidense resuenan con ecos amenazantes en el Corazón de América.
Trump, en su discurso inaugural, no dejó espacio para ambigüedades. Declaró una emergencia nacional en la frontera sur y anunció la designación de los cárteles del narcotráfico como organizaciones terroristas. “No protegeremos las fronteras de naciones extranjeras mientras las nuestras permanecen abiertas a criminales peligrosos,” dijo con su característica vehemencia, dejando claro que la lucha contra el narcotráfico será un eje central de su política. En el contexto hondureño, estas palabras resonaron con especial intensidad.
El anuncio del pasado 1 de enero de la presidenta Xiomara Castro de que expulsaría las bases militares estadounidenses si las deportaciones masivas y las políticas restrictivas migratorias se ejecutan no es solo una respuesta política; es un desafío directo a la dinámica de poder histórica entre ambos países. Desde la base de Palmerola, Estados Unidos ha proyectado su influencia militar y política en Centroamérica durante décadas, posicionándose como el gendarme de la región en la lucha contra el narcotráfico y el control migratorio. La amenaza de Castro de cerrar esta puerta simboliza una ruptura sin precedentes que podría traer consigo consecuencias severas: la retirada de ayuda económica, sanciones comerciales y un aislamiento diplomático que podría profundizar la crisis en el país.
El ambiente estaba ya tenso desde septiembre pasado, cuando apareció un video donde se le miraba a Carlos Zelaya, cuñado de la presidenta Castro y hermano del expresidente Manuel Zelaya, en negociaciones con líderes de los principales cárteles hondureños, para obtener apoyo durante la campaña electoral de 2013. La respuesta del gobierno fue denunciar el tratado de extradición, que llegará a su fin el próximo 28 de febrero, en plena campaña de Trump contra los carteles.
“Nuestra soberanía será restaurada. La seguridad será garantizada. Y usaremos todo el poder de nuestras fuerzas para eliminar a los cárteles que destruyen nuestras comunidades,” afirmó Trump. Esta declaración, lejos de ser una simple proclama retórica, abre la puerta a acciones unilaterales que podrían incluir sanciones económicas, presiones diplomáticas e incluso operaciones encubiertas en suelo extranjero. La designación de los cárteles del narcotráfico como organizaciones terroristas allana el camino para el uso de herramientas legales y militares que tradicionalmente se reservan para el combate al terrorismo.
En Tegucigalpa, el gobierno de Castro enfrenta un difícil equilibrio entre responder a estas presiones y mantener la narrativa de soberanía nacional. La denuncia del tratado de extradición podría interpretarse como un intento de proteger a figuras políticas involucradas en redes de corrupción y narcotráfico. Además, su cercanía con el gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela, un régimen que Trump ha catalogado como una “narco-dictadura”, refuerza la percepción de Honduras es un aliado de gobiernos que Estados Unidos considera adversarios. La declaración de los carteles del narcotráfico como organizaciones terroristas tendrá repercusiones en Venezuela, que pasa ahora a convertirse en país que ayuda al terrorismo y en Honduras, por la cercanía de Tegucigalpa con Caracas.
Se nos viene entonces una crisis sin precedente para nuestro país, que podría extenderse mucho más allá de las relaciones bilaterales. La posible retirada de bases estadounidenses traerá la interrupción de la cooperación en seguridad, eso debilitará los esfuerzos regionales para combatir el narcotráfico y el crimen organizado, y ante el vacío consciente de instrumentos para combatir esas estructuras, aumentará los señalamientos contra el gobierno.
La migración masiva de hondureños no se detendrá fácilmente. Las condiciones que empujan a miles a buscar nuevos destinos siguen presentes en la región. La crisis social será exacerbada por decenas de miles de deportaciones, lo que repercutirá además en las remesas, generando mayor deterioro de las condiciones económicas del país.
Al final de su discurso, Trump proclamó: “El futuro es nuestro, y nuestra era dorada acaba de comenzar.” Los oligarcas aplaudieron de pie. “América is back.” Pero para Honduras esta “era dorada” traerá un oscuro periodo de incertidumbre y aislamiento, marcado por la confrontación con una administración estadounidense dispuesta a imponer por la fuerza, si es necesario, su visión del orden hemisférico.
Tegucigalpa enfrenta una difícil elección: buscar aliados alternativos y arriesgarse a una mayor dependencia de regímenes cuestionados o intentar reconstruir puentes con un socio históricamente influyente pero cada vez más hostil. La interrogante no es solo cómo responderá el gobierno de Honduras, sino qué precio estamos dispuestos a pagar por la soberanía y qué papel jugará el país en una región donde las lealtades están, ahora más que nunca, en revolución.