OPINIÓN | Alice Marie Johnson, la guerra contra las drogas y la política del perdón en tiempos de espectáculo

por Oscar Estrada |

OPINIÓN | Alice Marie Johnson, la guerra contra las drogas y la política del perdón en tiempos de espectáculo
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En la mañana fría del 21 de febrero de 2025, mientras la Casa Blanca celebraba un acto protocolario por el Mes de la Historia Negra, el presidente Donald Trump subió al podio y, con su habitual teatralidad, anunció la creación de un cargo sin precedentes: el Pardon Czar. La noticia pasó casi desapercibida entre titulares que hablaban de retrocesos en políticas de diversidad y nuevos choques geopolíticos, pero el nombre que acompañaba la designación —Alice Marie Johnson— encerraba una historia que desbordaba la política y apuntaba, de manera punzante, al corazón fracturado del sistema de justicia estadounidense.

Alice Marie Johnson, de 69 años, no es una funcionaria de carrera, ni abogada, ni política. Su autoridad proviene de otro lugar: de los 21 años que pasó tras las rejas por un delito no violento de drogas, condenada a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional. Su nombramiento como «zar de los indultos» es la última vuelta de tuerca en un relato que mezcla dolor, activismo, espectáculo y, sobre todo, la brutal arbitrariedad de un sistema que durante décadas llenó las cárceles con cuerpos racializados y pobres, mientras construía un aparato punitivo diseñado para castigar más que para reparar.

Johnson fue arrestada en 1993 y sentenciada en 1996, acusada de participar en una red de tráfico de cocaína en Memphis, Tennessee. Su papel dentro de la operación era periférico: facilitadora de comunicaciones, encargada de coordinar llamadas y mensajes entre distribuidores. Nunca se le acusó de violencia, ni de poseer droga, ni de ser líder de la organización. Pero eso no importó bajo el marco legal de la época, en el que las sentencias mínimas obligatoriasimpuestas por la Guerra contra las Drogas —un aparato jurídico que atravesó administraciones republicanas y demócratas— no distinguían entre actores principales y secundarios. Como madre soltera, desempleada y afroamericana, Johnson fue una presa fácil para un sistema que no admitía matices.

El suyo no fue un caso aislado. Según el Bureau of Justice Statistics, para el año 2000, más del 60% de las mujeres encarceladas por delitos de drogas en Estados Unidos eran afroamericanas o latinas. La mayoría, como Johnson, sin antecedentes violentos, muchas arrastrando historias de pobreza, desempleo, exclusión social y trauma. La cadena perpetua que le impusieron fue el resultado de un aparato judicial obsesionado con la cantidad de droga y las conexiones circunstanciales, más que con la responsabilidad directa o las circunstancias personales.

Sin embargo, la vida de Johnson no habría trascendido el anonimato carcelario si no fuera por un fenómeno propio de la era digital: la intersección entre el activismo, la celebridad y la viralización. En 2017, la plataforma Mic publicó un video en el que Johnson relataba su historia desde la prisión. El video llegó, por esos azares de la economía de la atención, a los ojos de Kim Kardashian West, la empresaria y celebridad con más de 100 millones de seguidores en redes sociales.

Kardashian, cuya imagen pública transitaba entre la frivolidad y el emprendimiento digital, encontró en Johnson una causa que transformaría su perfil mediático. Movilizó abogados, financió campañas y, sobre todo, utilizó su acceso a la esfera política para concertar una reunión con Trump en la Casa Blanca. La narrativa era irresistible: una mujer famosa abogando por una madre afroamericana olvidada por la justicia, en un país donde las historias de redención aún tienen un poder casi religioso.

En junio de 2018, el presidente Trump conmutó la sentencia de Johnson, liberándola tras 21 años en prisión. Dos años después, en un acto político claramente calculado, le otorgó un perdón presidencial completo. Johnson se convirtió en un símbolo, una prueba viviente de que la compasión podía cruzar las líneas partidarias. Apareció en la Convención Nacional Republicana de 2020, habló en conferencias, escribió un libro —After Life: My Journey from Incarceration to Freedom— y recorrió el país como activista de la reforma judicial.

Su reciente nombramiento como zar de los indultos es la culminación política de esa narrativa. El cargo, sin precedentes, tiene como función asesorar directamente al presidente en la recomendación de clemencias, con un enfoque declarado en casos como el suyo: delitos no violentos, desproporcionados, olvidados por un sistema burocrático e insensible. La oficina que encabeza —formalmente fuera de la estructura tradicional del Departamento de Justicia— opera como un canal paralelo al Office of the Pardon Attorney, que durante años procesó las solicitudes de clemencia siguiendo criterios técnicos y legales.

La creación de este cargo y su asignación a Johnson no están exentas de crítica. Organizaciones como la ACLU y académicos en derecho han advertido que esta figura puede politizar aún más un proceso ya opaco y discrecional, reduciendo el indulto presidencial a un instrumento de marketing político. La propia existencia de un «zar de los indultos» plantea preguntas sobre el bypass a las instituciones formales, el uso mediático de casos individuales y la dependencia de la clemencia en la voluntad o simpatía de un presidente, en lugar de una política de justicia estructural.

Más allá de la biografía conmovedora de Johnson, su historia revela un patrón brutal que persiste. Las estadísticas no mienten: Estados Unidos sigue siendo el país con la mayor población carcelaria del mundo, con desproporcionada representación de afroamericanos y latinos. Las reformas impulsadas bajo la administración Trump, incluyendo la First Step Act, han sido limitadas y en muchos casos insuficientes para desmantelar un modelo punitivo que desde los años ochenta favoreció el encarcelamiento masivo sobre la rehabilitación o la justicia restaurativa.

El nombramiento de Johnson ofrece un rostro humano, amable y reconciliador, a un sistema que sigue castigando de manera excesiva a los más vulnerables. Su historia emociona porque representa la posibilidad de redención individual, pero también inquieta porque su libertad fue posible gracias a la atención de una celebridad y la voluntad política coyuntural de un presidente, no porque el sistema haya corregido sus excesos.

En última instancia, la pregunta que deja flotando esta historia no es si Alice Marie Johnson merece estar libre —porque claramente sí—, sino por qué miles de mujeres como ella siguen esperando que alguien con poder mire su expediente y decida, por gracia o espectáculo, que también merecen una segunda oportunidad.

Quizá la verdadera clemencia sea preguntarnos por qué el pueblo estadounidense ha permitido que la justicia dependa de un acto presidencial y no de un sistema que reconozca, desde el inicio, la dignidad y humanidad de quienes arrastra.

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