Laureano Ortega, China y los nuevos silencios del cañón
La región más empobrecida y frágil del continente está entrando, sin declaraciones de guerra, en una nueva fase de militarización. Esta vez no hay ejércitos enfrentándose en campo abierto ni dictadores anunciando ofensivas desde balcones. Lo que hay es algo más inquietante: el fortalecimiento silencioso de un régimen que se prepara, no para defenderse de una invasión extranjera, sino para garantizar la continuidad de su poder frente a su propio pueblo.
El tema ha estallado esta semana con un gesto que pasó casi inadvertido fuera de los círculos diplomáticos: el pasado 11 de mayo de 2025, Laureano Ortega Murillo, hijo del presidente Daniel Ortega y de la copresidenta Rosario Murillo, firmó en Pekín un contrato con la empresa estatal china Poly Technologies. El acuerdo, realizado durante la cuarta reunión ministerial del Foro China-CELAC, incluye la compra de armamento, tecnología de defensa, transporte militar y sistemas de comunicaciones. No fue un acto protocolario, sino un movimiento cuidadosamente calculado en un momento en que Nicaragua busca consolidar un modelo de poder armado, autónomo de los condicionamientos occidentales.
Poly Technologies no es un proveedor menor. Es una subsidiaria del gigante industrial China Poly Group, sancionada en múltiples ocasiones por Estados Unidos por su participación en la proliferación de armas hacia regímenes autoritarios y su cooperación con industrias militares rusas vinculadas a la guerra en Ucrania. Sus vitrinas no exhiben pistolas, sino misiles supersónicos, vehículos blindados resistentes a minas, sistemas de interferencia electrónica, visores de vigilancia masiva y drones tácticos. Fue con ellos —y no con ningún proveedor tradicional del hemisferio— que Laureano Ortega cerró el acuerdo. Como si el régimen anunciara al mundo que sus alianzas ya no responden a equilibrios diplomáticos, sino a modelos autoritarios compatibles.
Desde 2018, tras las protestas que dejaron más de 300 muertos y miles de exiliados, el régimen de Managua ha redirigido recursos estatales para consolidar su aparato de seguridad. Helicópteros MI-17, artillería antiaérea ZU-23-2, aviones de transporte AN-26: todo adquirido a Rusia en el marco de una estrategia sistemática de control territorial. La nueva alianza con China representa más que una simple continuación: es un salto cualitativo hacia una tecnología de represión más sofisticada, más automatizada y más difícil de rastrear.
No se ha hecho público el contenido exacto del contrato con Poly, pero si se consideran los productos que suele exportar, es muy probable que el régimen haya adquirido vehículos blindados CS/VP3, fusiles automáticos de última generación, sistemas portátiles de defensa aérea QW-2, drones de reconocimiento y, en escenarios más ambiciosos, misiles HD-1 de corto alcance. Ninguno de estos equipos sirve para combatir el narcotráfico o enfrentar amenazas extranjeras. Todos tienen un fin común: reforzar la capacidad represiva del Estado y garantizar que el poder no cambie de manos.
Porque lo que Ortega y Murillo consideran una amenaza no está fuera del país. Está en las calles de Masaya y Jinotepe, en las aulas de la UNAN, en los barrios de exiliados en Costa Rica. Son las madres que aún buscan a sus hijos desaparecidos, los periodistas que resisten, los campesinos que organizan bloqueos. En el lenguaje del régimen, la crítica es traición y la protesta, subversión. Y la respuesta no es el diálogo, sino el armamento.
El verdadero riesgo no se limita a Nicaragua. El resto de Centroamérica observa en silencio o con recelo. Honduras, cuyo aparato militar se ha debilitado tras décadas de desinversión, enfrenta ahora un reordenamiento del equilibrio de poder en el istmo. Su flota de cazas F-5 apenas vuela. Los proyectos de modernización se empantanan entre disputas políticas y presupuestos insuficientes. En El Salvador, Bukele ha convertido la militarización en una estética de control total; en Guatemala, el número de efectivos no se traduce en capacidad real; y en Panamá y Costa Rica, la neutralidad diplomática se ve cada vez más amenazada por la creciente presencia de actores armados en la región.
Lo que se está consolidando es un nuevo modelo de poder regional. Un poder armado, opaco, vinculado a potencias que no exigen democracia a cambio de tecnología. China no solo ofrece armas. Ofrece una visión política: estabilidad sin derechos humanos, desarrollo sin transparencia, continuidad sin elecciones. Y es esa visión la que Laureano Ortega ha ratificado con su firma.
En Nicaragua se están afilando las armas del siglo XXI para proteger un régimen anclado en las prácticas del siglo XX. Y si los países vecinos no rompen su silencio, lo que hoy se forja en Managua no será un caso aislado: será el patrón. El futuro de Centroamérica ya no se discute en cumbres diplomáticas. Se está definiendo, a puerta cerrada, en contratos opacos, en alianzas estratégicas que cambian el orden regional, y en el ruido seco de los contenedores blindados que cruzan el océano.