La salida de Laura Dogu y el nuevo rostro de la Embajada de EE. UU. en Honduras

por Oscar Estrada |

La salida de Laura Dogu y el nuevo rostro de la Embajada de EE. UU. en Honduras
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Un embajador no siempre necesita levantar la voz para ejercer poder. A veces, basta con una frase cuidadosamente dicha en un evento público, o con el silencio tenso de una reunión privada, para que todo un país sienta la presión de la diplomacia. Laura Farnsworth Dogu lo entiende perfectamente. Por eso, cuando la semana pasada anunció que dejaría Honduras tras tres años de servicio, esa noticia no pasó desapercibida, aunque la diplomacia estadounidense, como siempre, tratara de envolverla en formalidades.

Dogu no fue una diplomática cualquiera. Su salida marca el fin de un capítulo que, para muchos, fue uno de los más tensos y reveladores de la relación histórica entre Washington y Tegucigalpa. Y aunque su estilo fue meticuloso y técnico, sus intervenciones públicas, sus advertencias y, sobre todo, sus silencios, dejaron claro que detrás de su figura estaba la vieja doctrina de poder estadounidense en Centroamérica: estabilidad, control migratorio, combate al narcotráfico y protección de intereses estratégicos.

Su hoja de vida es, por sí sola, un mapa de la política exterior de Estados Unidos. Nacida en Texas, hija de un oficial naval, formada con dos licenciaturas y un MBA en Dallas, y con una maestría en estrategia y seguridad nacional, Dogu hizo carrera en escenarios complejos: Turquía, Egipto, México, El Salvador. Pero fue en Nicaragua, bajo la administración de Barack Obama, donde su perfil se consolidó. Como embajadora en Managua, denunció la concentración de poder de Daniel Ortega, cuestionó las elecciones de 2016 y no dudó en señalar la represión brutal de abril de 2018, cuando las protestas contra la reforma al seguro social desembocaron en un levantamiento nacional y una respuesta letal del régimen.

Dogu dejó Managua con el costo político ya cobrado. Su gestión fue incómoda para Ortega y Murillo, y su salida no fue una despedida cordial, sino un cierre forzado de un capítulo de tensiones abiertas que arrastró hasta su siguiente misión.

Cuatro años después, la Casa Blanca le encomendó Honduras. En abril de 2022, bajo el gobierno de Joe Biden, Dogu llegó a Tegucigalpa para encabezar la embajada estadounidense en un país clave para la estrategia regional de Washington. Migración, seguridad, narcotráfico y gobernabilidad democrática estaban sobre la mesa. Y Honduras, tras la llegada al poder de la presidenta Xiomara Castro, era un terreno minado por la tensión política y las disputas geopolíticas.

Su gestión en Tegucigalpa no tardó en dejar marca.

El primer gran roce ocurrió en octubre de 2022, cuando durante un evento de la Cámara de Comercio Hondureño-Americana, Dogu cuestionó públicamente la derogación de la Ley de Empleo por Hora, impulsada por el gobierno de Castro. Sus palabras fueron claras: esas decisiones enviaban un «mensaje negativo» a los inversionistas internacionales. La reacción no se hizo esperar. El canciller Eduardo Enrique Reina la convocó para expresar la protesta formal del gobierno y la acusó de injerencia y violación de la soberanía nacional. El choque fue directo, y aunque se disfrazó de lenguaje diplomático, las heridas quedaron expuestas. Luego vinieron más declaraciones que aumentaron la tensión, sobre temas de interés de EE.UU., como el tema energético.

El momento más crítico llegó en agosto de 2024. La embajadora cuestionó públicamente la reunión entre el ministro de Defensa hondureño, José Manuel Zelaya,  el jefe del Estado Mayor de las FFAA hondureñas, Roosevelt Hernández y su homólogo venezolano, Vladimir Padrino López, un funcionario buscado por la justicia estadounidense por cargos de narcotráfico. La respuesta del gobierno hondureño fue tan contundente como desproporcionada: la presidenta Castro anunció su intención de denunciar el tratado de extradición vigente con Estados Unidos. Una jugada simbólica, pero de alto voltaje político. Rasel Tomé, vicepresidente del Congreso Nacional, llegó incluso a sugerir que la embajadora fuera declarada persona non grata.

A estos episodios se sumaron otros desencuentros, como cuando Dogu llamó públicamente «vicepresidente» a Salvador Nasralla, un cargo inexistente en la Constitución hondureña. Un desliz que, aunque corrigió, fue utilizado por sectores oficialistas como prueba de la supuesta intromisión estadounidense en los asuntos internos del país.

Pero más allá de los titulares y los comunicados de protesta, la gestión de Dogu debe entenderse como parte de un patrón histórico. La diplomacia estadounidense en Centroamérica rara vez ha sido neutral. En Dogu convergieron la técnica y la firmeza, pero también la continuidad de una política exterior que, desde la Guerra Fría hasta hoy, ha oscilado entre la cooperación y la presión, entre el respaldo y la advertencia.

Ahora, con su salida, Estados Unidos no enviará un nuevo embajador a Honduras. Al menos no este año. El encargo recaerá en Roy Perrin, actual Ministro Consejero de la embajada, quien asumirá la jefatura de misión como encargado de negocios.

Perrin no es ajeno a las complejidades de la región. Originario de Nueva Orleans, es un diplomático de carrera con una trayectoria que habla por sí misma. Antes de llegar a Tegucigalpa en agosto de 2022, se desempeñó como consejero económico en la misión estadounidense en Turquía y como subdirector de la Oficina de Asuntos Centroamericanos en Washington. Su paso por la diplomacia incluye también funciones clave en la región del Kurdistán iraquí, en Costa Rica, y en China, donde ejerció como funcionario económico y laboral en la embajada en Beijing y como cónsul general interino en Chengdu.

Perrin ha sido reconocido con varios galardones por su desempeño, entre ellos el premio al Logro de la Asociación del Servicio Exterior de Estados Unidos. Antes de su carrera diplomática, fue ingeniero en Nueva Orleans y abogado en California y Luisiana, un perfil técnico que contrasta con el de Dogu, pero que no es menos estratégico.

Desde su llegada a Honduras en 2022, Roy Perrin ha trabajado codo a codo con Dogu, participando activamente en el fortalecimiento de la relación bilateral y en la interlocución con autoridades y actores políticos hondureños. Ahora, como encargado de negocios, será él quien administre esa relación en un momento crucial.

Porque, aunque la silla de embajador quede vacía, el mensaje diplomático permanece. En el tablero centroamericano, la presencia —o la ausencia— de un embajador no es un simple trámite burocrático. Es, como lo fue durante la administración Trump y ahora parece volver a ser, un gesto político, una señal de distanciamiento, de advertencia o de estrategia.

La salida de Laura Dogu no cierra el juego. Lo redefine.

La pregunta que queda sobre la mesa es si la diplomacia estadounidense en Honduras seguirá apostando por el diálogo y la cooperación o si, bajo la administración actual, veremos un retorno a la lógica transaccional y de presión. Roy Perrin no tendrá, al menos por ahora, la investidura de embajador, pero sí la responsabilidad de sostener una relación marcada por la desconfianza, los intereses geopolíticos y los constantes sobresaltos.

Y quizá, como siempre ha sido en Centroamérica, la verdadera política exterior de Estados Unidos no se jugará solo en las embajadas, sino en los pasillos silenciosos donde el poder real —ese que no necesita proclamarse— sigue moviendo las piezas.

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