El 7 de julio de 2025, el gobierno de los Estados Unidos anunció la cancelación definitiva del Estatus de Protección Temporal (TPS) para Honduras, una decisión que dejará expuestas a más de 55,000 personas a la irregularidad migratoria, la deportación o el exilio administrativo. El anuncio, emitido desde el Departamento de Seguridad Nacional (DHS, por sus siglas en inglés), se sostuvo en una afirmación tan cínica como predecible: Honduras, dijeron, ya no reúne las condiciones que originaron su designación como país protegido tras el huracán Mitch en 1998, hace 27 años.

Lo que no dijeron —y lo que tampoco dijo el gobierno hondureño en su tibia reacción— es que en los últimos tres años no se presentó ni una sola solicitud formal para una nueva designación de TPS basada en los huracanes ETA e IOTA, que devastaron el país en 2020 y que habría cambiado el destino de los hondureños amparados con el TPS. Tampoco se construyó una estrategia diplomática ante Washington, ni se articuló un frente junto a la diáspora que durante décadas ha sostenido la economía del país a punta de remesas.

La historia de esta cancelación no comienza en la oficina del DHS, sino en una cadena de errores, omisiones y contradicciones que se acumularon desde que Xiomara Castro llegó al poder en enero de 2022.

Una promesa no correspondida

En enero de 2022, en un gesto de apertura, la vicepresidenta Kamala Harris viajó a Tegucigalpa para asistir a la toma de posesión de la nueva presidenta Xiomara Castro. Harris no llegaba sola: traía consigo la promesa del presidente Joe Biden de abordar las causas estructurales de la migración —corrupción, violencia, pobreza, cambio climático— con una agenda multilateral. Honduras tenía ante sí la oportunidad de convertirse en un aliado estratégico. Pero nunca se definió una hoja de ruta. No se activaron los canales diplomáticos. No se armó un equipo técnico para elaborar una nueva solicitud de TPS. El gesto estadounidense quedó flotando en el vacío.

Seis meses después, en julio de 2022, la presidenta Castro declinó asistir a la Cumbre de las Américas en Los Ángeles, alineándose con los gobiernos de izquierda en protesta por la exclusión de Cuba, Venezuela y Nicaragua. Aunque la decisión fue coherente con su discurso de soberanía regional, fue leída en Washington como un desplante. La ausencia no solo restó visibilidad a Honduras en un foro vital, sino que eliminó la posibilidad de presentar el caso migratorio directamente ante Biden y su gabinete.

En los meses siguientes, la política exterior hondureña mantuvo esa narrativa regionalista y crítica hacia el papel histórico de Estados Unidos en América Latina. En la VIII Cumbre de la CELAC, realizada en Buenos Aires en enero de 2023, la presidenta Xiomara Castro denunció que la región había sido víctima de “dictaduras, golpes de Estado, invasiones y bloqueos”, y llamó a consolidar una CELAC “sin exclusiones, sin sanciones, sin bloqueos”. En abril de 2025, durante la IX Cumbre celebrada en Tegucigalpa, reafirmó esa línea al presentar la integración regional como una herramienta de “emancipación y autodeterminación”, y advirtió que las potencias globales estaban reconfigurando sus alianzas “sin preguntarse qué pueblos quedan atrás”. Aunque legítimas desde una visión de soberanía, estas intervenciones marcaron un distanciamiento progresivo de Washington en los foros multilaterales. Mientras El Salvador y Guatemala sostenían negociaciones diplomáticas constantes para proteger a sus migrantes, Honduras se replegaba hacia una política exterior simbólica, sin una estrategia concreta de interlocución migratoria.

El escándalo que torció la relación

El 3 de septiembre de 2024, el medio InSight Crime publicó un video grabado en 2013 que mostraba a Carlos Zelaya, alias “Carlon” —secretario del Congreso Nacional y cuñado de la presidenta— reunido con narcotraficantes negociando un aporte de 600,000 dólares a la campaña del Partido Libre. El video cayó como un misil sobre la frágil legitimidad del oficialismo. Pero lejos de abrir una investigación independiente, el gobierno reaccionó cerrando filas.

Cuatro días antes de la publicación del video, en cadena nacional, la presidenta había denunciado un supuesto complot imperialista y anunció que denunciaba el tratado que dio vida a la extradición por el uso político que se pretendía dar sobre el mismo. Luego, el 1 de enero de 2025, advirtió que su gobierno podría incluso suspender los acuerdos que permiten la operación de la base aérea de Palmerola.

El mensaje fue inequívoco: Honduras no solo se alejaba políticamente de Estados Unidos, sino que comenzaba a sabotear los instrumentos jurídicos y militares que sostenían esa relación.

Desde que Donald Trump regresó a la presidencia en enero de 2025, el tono de la relación entre Honduras y Estados Unidos se volvió curiosamente más mesurado, al menos en lo discursivo. A diferencia de los años anteriores, cuando el gobierno de Xiomara Castro mantuvo una retórica confrontativa hacia la administración Biden —acusándola de injerencia, criticando su política migratoria y ausentándose de espacios multilaterales—, con el regreso de Trump se adoptó un tono más contenido, casi pragmático. No hubo declaraciones altisonantes ni advertencias públicas, a pesar de que las medidas de Trump eran más duras que las que se había realizado bajo Biden. El gobierno hondureño, atrapado entre la necesidad de mantener vínculos estratégicos y el temor a represalias migratorias, optó por una actitud ambigua: silenciosa ante la amenaza real, pero escandalosa ante la simbólica. Así, la narrativa de soberanía se desinfló justo cuando era más necesaria, y el TPS se canceló sin que Honduras ofreciera resistencia diplomática ni moral.

El 6 de julio de 2025 vencía el plazo para renovar el TPS. Ante el silencio institucional, el presidente del Congreso Nacional, Luis Redondo, optó por una respuesta emocional, religiosa y simbólica. A pocos días de vencer el plazo fatal, sacó un comunicado difundido por la bancada de LIBRE en nombre del presidente Redondo, citó el Levítico —“Al extranjero que habita con vosotros lo trataréis como a uno nacido entre vosotros”— y condenó el trato que el expresidente Trump da a los migrantes hondureños. El texto apela al dolor, al miedo y a la dignidad del migrante, pero omite toda referencia al hecho central: que durante tres años, el Congreso que él preside no interpeló ni una sola vez a los cancilleres responsables de defender el TPS, ni convocó audiencias públicas con la diáspora, ni exigió una estrategia diplomática articulada. Su pronunciamiento, aunque emocionalmente legítimo, es el síntoma de una política que sustituye la acción por el sermón, y que pretende lavar culpas con versículos, en lugar de asumir responsabilidades concretas.

Mientras el conflicto diplomático escalaba, y el Departamento de Seguridad Nacional de EE.UU. (DHS) justificaba la cancelación del TPS argumentando que Honduras ya no estaba en las condiciones de vulnerabilidad que motivaron su designación original tras el huracán Mitch, el gobierno de Xiomara Castro respondió con una narrativa de modernización tecnocrática. En lugar de cuestionar que el DHS ignorara por completo los efectos de los huracanes ETA e IOTA de 2020, el canciller Javier Bu Soto decidió validar la premisa estadounidense: difundió cifras sobre cobertura de agua potable (95.7%), saneamiento básico (83.8%) y electricidad (93.2%), además de destacar una inversión extranjera directa de US$ 1.8 mil millones entre 2023 y 2024.

A esto sumó planes de gestión de riesgo en 18 municipios y mejoras urbanas en 38 ciudades, beneficiando, según Cancillería, a 1.3 millones de personas. Pero en todo el comunicado, y en la publicación reproducida por medios estatales como Radio Nacional, no se menciona ni una sola vez ETA o IOTA. No se presenta un informe técnico. No se ofrece evidencia de una gestión formal ante el DHS. No hay una sola referencia al sufrimiento humano de las familias afectadas por esos desastres, muchas de las cuales siguen en situación de vulnerabilidad, desplazamiento o informalidad extrema.

Más aún: se omite cualquier referencia al hecho de que Honduras nunca solicitó formalmente una redesignación del TPS bajo las condiciones legales que hubieran justificado una prórroga por los huracanes de 2020. La narrativa oficial no es solo evasiva: es convalidante. Se limita a reafirmar, con orgullo, los mismos argumentos que usó Estados Unidos para dejar a más de 55,000 hondureños sin protección migratoria.

En lugar de cuestionar, el gobierno justificó. En lugar de defender, celebró.

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El 7 de julio, cuando ya era tarde, el canciller Javier Bu publicó un boletín en el que “lamentaba” la decisión estadounidense y reproducía las cifras que, en la práctica, confirmaban el argumento de Washington: que Honduras estaba lista para recibir a sus retornados.

Ni un solo párrafo cuestionó la omisión de los huracanes más recientes. Ni una frase en defensa de los 55,000 hondureños que ahora quedarían expuestos. La declaración no fue una protesta: fue una convalidación.

La diáspora, por su parte, no tardó en responder. Organizaciones como CARECEN y Hondurans Against Corruption lamentaron que el Estado hondureño hubiese abandonado la defensa de sus ciudadanos. “Nos dejaron solos”, dijo uno de sus portavoces. Y tenía razón.

Durante tres años, el gobierno de Honduras pudo haber hecho mucho: organizar foros binacionales, presentar informes sobre los efectos de ETA e IOTA, presionar al Congreso estadounidense, coordinar con las misiones diplomáticas. Pudo, al menos, haber intentado defender a su gente. No lo hizo.

La historia no juzga a los gobiernos por sus lamentos, sino por sus decisiones. Y la decisión, en este caso, fue no hacer nada.

Mientras los boletines celebran la inversión extranjera y los diputados citan la Biblia, miles de familias se preparan para enfrentar un futuro incierto, sin documentos y sin país que los reclame. Porque en este juego de soberanía discursiva, quien ha terminado perdiendo no es el gobierno. Son los migrantes.