APELACIÓN DE JOH ALEGA FALLAS EN EL PROCEDIMIENTO

por Oscar Estrada |

APELACIÓN DE JOH ALEGA FALLAS EN EL PROCEDIMIENTO
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Cuando el expresidente Juan Orlando Hernández descendió esposado de un avión en Fort Lauderdale, Florida, el 21 de abril de 2022, el momento pasó casi desapercibido para la mayoría de los medios. No hubo cobertura especial, ni declaraciones oficiales. Fue una escena breve, captada desde un ángulo lejano, que luego quedaría registrada en un expediente judicial como una escala técnica, sin peso ni drama. Pero dos años después, esa escena aparentemente irrelevante se convertiría en una pieza clave dentro de un complejo recurso de apelación que busca desmantelar uno de los juicios más simbólicos en la historia reciente de Centroamérica.

En junio de 2024, un tribunal federal de Nueva York condenó a Juan Orlando Hernández a 45 años de prisión. Fue el desenlace de un juicio que comenzó en febrero de ese año, cargado de testimonios de narcotraficantes confesos, documentos incautados en operativos conjuntos y una narrativa fiscal que presentó al exmandatario hondureño como el arquitecto de un narcoestado. Las acusaciones fueron demoledoras: protección directa a estructuras de tráfico, uso del aparato estatal para facilitar el envío de toneladas de cocaína y financiamiento de campañas electorales con dinero del crimen organizado.

La condena, aunque inferior a la cadena perpetua que solicitó la fiscalía, fue un hito. No solo por su severidad, sino por lo que representaba: el derrumbe internacional de una figura que durante años fue aliada clave de Estados Unidos en la región, en nombre de la lucha contra el narcotráfico y la migración irregular. El caso JOH no solo reconfiguró el mapa político de Honduras, sino que sacudió los cimientos del relato diplomático de Washington en Centroamérica.

Sin embargo, ahora la defensa del exmandatario ha presentado un recurso de apelación que obliga a mirar con otros ojos ese juicio. No porque niegue directamente los hechos, sino porque cuestiona el procedimiento. La tesis central de la apelación no es la inocencia de Hernández, sino que el proceso estuvo viciado desde el origen. Que hubo exclusiones deliberadas de pruebas, uso de testimonios falsos o engañosos, y errores procesales que, en conjunto, impidieron un juicio justo.

Uno de los argumentos más insistentes es el uso del testimonio de Jennifer Taul, analista de la DEA, quien afirmó ante el jurado que durante la presidencia de Hernández el flujo de cocaína por Honduras había aumentado. Esa afirmación fue utilizada por la fiscalía como eje narrativo. Sin embargo, informes oficiales del Departamento de Estado de EE. UU. contradicen esa versión. Documentos del programa INCSR (International Narcotics Control Strategy Report) señalan que entre 2014 y 2016 el tránsito de droga cayó hasta un 40%. Y más aún: en un juicio previo contra otro acusado hondureño, Geovanny Fuentes Ramírez, fue la propia fiscalía la que llamó al historiador Darío Euraque para testificar que el tráfico cayó del 87% en 2013 al 5% en 2020.

La defensa sostiene que ese testimonio fue deliberadamente omitido, y que la afirmación de Taul fue no solo falsa, sino decisiva. Porque reforzaba la idea de que JOH no solo pactó con narcos, sino que lo hizo para expandir el negocio. Y eso, según el recurso, pudo haber influido indebidamente en el jurado. La negativa del juez a reabrir el caso para introducir estos elementos, según los abogados, violó principios fundamentales del debido proceso. Se apoyan en precedentes como el caso United States v. Stewart, donde la Corte ha establecido que el uso de testimonio falso o inexacto por parte de la fiscalía amerita la anulación de la condena si influyó de manera sustancial en el veredicto.

Pero hay más. Otro eje del recurso es la famosa «narco-libreta» de Magdaleno Meza, uno de los documentos estrella de la fiscalía. En esas libretas aparecen anotaciones con las siglas «JOH» y «Tony H.», lo que se presentó como evidencia escrita de transacciones de droga. Sin embargo, la defensa sostiene que se impidió el ingreso de otras libretas, recuperadas en el mismo operativo, que daban un contexto distinto a esas siglas: pagos por fumigación, limpieza de ríos, servicios agrícolas. Y que, en otras partes del expediente, se sugiere que «JOH» podría referirse a una mujer llamada Cristina Janeth Orellana Hernández, o a una empresa. El uso del artículo «La JOH» en una de las entradas refuerza esa ambigüedad. La negativa de la corte a permitir que el jurado viera esas otras libretas, según el recurso, truncó la posibilidad de una defensa efectiva.

Y luego está el detalle más insólito, pero no menos relevante: la jurisdicción del juicio. La ley federal estadounidense establece que un juicio debe celebrarse en el distrito donde el acusado fue ingresado por primera vez al país. En este caso, Hernández aterrizó primero en Fort Lauderdale, Florida. Fue procesado brevemente por autoridades federales, y luego trasladado a Nueva York. Pero en el juicio se presentó una estipulación firmada por ambas partes que indicaba que había llegado directamente al Distrito Sur de Nueva York. La defensa afirma que se trató de un error inducido por la fiscalía y firmado por un abogado que llevaba apenas semanas en el caso. Y cita el precedente United States v. Cabrales, que reconoce que el venue —el lugar del juicio— no es un tecnicismo, sino una garantía constitucional. Si se demuestra que el juicio se celebró en el distrito equivocado sin renuncia expresa, la condena puede ser anulada.

La apelación no es, por tanto, un recurso desesperado. Es una pieza jurídica cuidadosamente construida, que no cuestiona el poder del Estado para juzgar, sino la forma en que se usó ese poder en este caso específico. No es un alegato de inocencia moral, sino una acusación de desequilibrio procesal. Y eso obliga a replantear el caso, al menos desde la perspectiva de los derechos fundamentales.

Por supuesto, hay quienes verán en esta apelación un último intento por salvar a una figura políticamente acabada. Otros, una estrategia dilatoria. Pero también están quienes, más allá de simpatías o rechazos, ven en este caso una prueba de fuego para la justicia estadounidense. Porque si el juicio de JOH fue ejemplar, debe resistir el escrutinio del debido proceso. Y si no lo fue, también debe corregirse. Porque eso es lo que distingue a un Estado de derecho de un aparato de castigo.

Las implicaciones de este recurso van más allá del destino de un hombre. Tocarán la legitimidad de una narrativa construida con firmeza por agencias federales, por medios de comunicación y por sectores políticos que vieron en JOH el ejemplo perfecto del doble discurso latinoamericano: el presidente que enarbola la bandera antidrogas mientras negocia con los carteles. Si esa narrativa se tambalea, también lo hará la forma en que Estados Unidos ha interpretado su rol en la región.

Pero también podría significar algo más profundo para Honduras. Porque si el juicio fue viciado, si hubo errores graves, eso no rehabilita políticamente a Juan Orlando Hernández, pero sí obliga a examinar cómo se construyó el relato oficial en su contra. Cuáles fueron los silencios, cuáles las omisiones, cuáles las urgencias internacionales que se impusieron sobre la verdad. Y si se confirma que el juicio fue justo, entonces el caso se consolidará como un precedente definitivo para el castigo a presidentes corruptos en la región.

El dilema está planteado. Y mientras la Corte del Segundo Circuito analiza el recurso, una de las cortes más duras de los Estados Unidos, que acumula pocos precedentes de revertir un juicio por jurado, el país y la región deberán decidir qué hacer con las preguntas que este caso deja abiertas. Porque si la justicia no es solo castigo, sino garantía, entonces todos —culpables e inocentes— deben tener acceso a ella en condiciones equitativas. Y si eso no ocurre, lo que queda no es justicia, sino venganza ritualizada.

¿Lo fue en este caso? Esa es la pregunta que ahora está en el aire.

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