OPINIÓN | ¿TRAICIONÓ LA FISCALÍA DE N.Y. A CHANDE ARDÓN?

por Oscar Estrada |

OPINIÓN | ¿TRAICIONÓ LA FISCALÍA DE N.Y. A CHANDE ARDÓN?
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En Honduras, los hombres que caen del poder no suelen hablar. O hablan demasiado tarde. Pero Alexander Ardón, exalcalde de El Paraíso, Copán, y viejo operador del narcotráfico hondureño, decidió hablar cuando aún su voz tenía eco. Lo hizo en Nueva York, frente a un jurado, señalando con dedo firme al expresidente Juan Orlando Hernández y vinculándolo no solo a sobornos y cocaína, sino también —y esto es lo más grave— a una estructura estatal diseñada para proteger criminales, eliminar rivales y asegurar la perpetuación del poder. Lo hizo por miedo, según sus propias palabras, se entregó a las autoridades norteamericanas buscando colaborar con ellos, para no responder por sus delitos en Honduras. Hoy la fiscalía lo devolvió al lugar de donde intentó huir, para que enfrente a sus fantasmas.

Mientras Juan Orlando Hernández apela su condena en Estados Unidos, Ardón vuelve a entrar a escena, no como testigo sino como reo. Lo esperan causas abiertas por corrupción y narcotráfico, muchas de ellas ligadas a su propio testimonio en Nueva York. Su regreso no es un simple trámite judicial: es una escena cargada de tensiones políticas, un giro inesperado que podría cambiar el rumbo de la narrativa que, hasta ahora, ha favorecido a la fiscalía estadounidense.

En el juicio de febrero de 2024, Ardón se presentó como una figura central del narcotráfico que, por años, operó bajo la protección de altos funcionarios. Aseguró haber entregado millones de dólares a policías, que contribuyó en la campañas del Partido Nacional, que traficó cientos de toneladas de cocaína y que pactó directamente con Joaquín “El Chapo” Guzmán. Pero lo más explosivo de su relato no fueron los detalles logísticos de los cargamentos, ni las fotos junto a Tony Hernández o los alcaldes asesinados por órdenes suyas. Lo que realmente estremeció fue su afirmación —categórica— de que Juan Orlando Hernández no solo sabía de sus crímenes, sino que los facilitó a cambio de dinero y apoyo político.

Y sin embargo, no todo en su testimonio resiste sin fisuras. La defensa del expresidente Hernández se centró en los vacíos, contradicciones y motivaciones del testigo. Subrayaron, por ejemplo, que Ardón había mentido al inicio de su cooperación con la fiscalía, omitiendo información sobre el propio JOH y su hermano y que solo habló cuando entendió que podía ganar algo con su testimonio. Su intención siempre fue salvarse de la cárcel hondureña. También recordaron al jurado que Ardón se enfrentaba a una posible cadena perpetua en Estados Unidos, pero que su acuerdo con el gobierno norteamericano le permitía aspirar a una reducción significativa de la pena a cambio de “cooperación sustancial”. Ese privilegio se lo dieron, salió apenas cinco años después de haberse entregado. Pero con un costo escondido.

Ardón declaró en 2019, mientras negociaba su cooperación con la DEA, que en 2009 participó en una reunión en Tela con otros narcotraficantes para conspirar en el asesinato del general Julián Arístides González, entonces zar antidrogas de Honduras. Según su versión, en ese encuentro también estuvo presente un hijo del entonces presidente Manuel Zelaya, una afirmación que ha sido rotundamente negada por Zelaya y su familia. Fue la defensa de Hernández la que arrastró el testimonio de Ardón a los Zelaya, la fiscalía intentó evitar el tema porque sabía que el mismo sería visto como un intento por parte de Ardon de extender la mancha del narcotráfico hacia otras figuras políticas, posiblemente para satisfacer expectativas de la fiscalía o dotar su testimonio de un mayor impacto. El desliz generó escepticismo incluso entre observadores imparciales, al evidenciar hasta qué punto el testigo parecía dispuesto a “recordar” más de lo que podía probar.

El testimonio del exalcalde también fue descalificado por el expresidente Juan Orlando Hernández, quien ha sostenido que Ardón miente para reducir su condena. La defensa de Hernández centró parte de su estrategia precisamente en cuestionar la credibilidad del testigo, subrayando que muchos de sus señalamientos más delicados —incluyendo la supuesta participación en el asesinato de González— fueron revelados años después, cuando esperaba lograr una cooperación formal con la justicia estadounidense.

Las dudas se intensifican cuando se considera que Ardón, en sus declaraciones más tempranas, no solo omitió a figuras clave como Hernández, sino que introdujo elementos que parecían más dirigidos a amplificar el escándalo político que a esclarecer los hechos criminales en sí. Esa propensión a señalar a personajes de alto perfil, sin aportar pruebas materiales, ha sido interpretada por algunos sectores como una estrategia para aumentar su valor como testigo ante las autoridades estadounidenses.

Ardón no fue juzgado en Estados Unidos. Cooperó. Fue útil. Y como muchos testigos en procesos federales, esperaba que su colaboración lo llevara a un cierre relativamente seguro: una pena reducida, una nueva vida bajo protección. Pero no fue así. Fue deportado a Honduras y ahora enfrenta acusaciones graves que podrían significar pasar el resto de su vida en prisión o incluso sufrir represalias de aquellos con los que colaboró y que aún no ha mencionado públicamente. Porque nadie sabe qué tanto dijo Ardón en su intento por salvarse.

Para algunos, su retorno es un acto de justicia. Ardón, aunque haya colaborado, es responsable de múltiples asesinatos, del envenenamiento sistemático de comunidades enteras con drogas, y del uso del poder político para asegurar rutas criminales. No es una víctima. Pero para otros, su captura en San Pedro Sula es también un mensaje: la fiscalía estadounidense puede usar, desechar y enviar de regreso a su suerte a quien ya ha entregado lo necesario. ¿Es esto una traición? ¿Una advertencia para otros posibles colaboradores?

La defensa de Juan Orlando Hernández ya ha insinuado que sí. En medio del proceso de apelación que se discute esta misma semana en Nueva York, los abogados han intentado socavar la credibilidad de testigos como Ardón, presentándolos como criminales desesperados por salvarse a costa de mentiras. La deportación, interpretada estratégicamente, podría jugar a su favor: ¿por qué deportar a alguien si su cooperación fue ejemplar? ¿Acaso la fiscalía ya no lo considera confiable? ¿Es este un giro que podría reabrir el debate sobre la solidez del caso?

El testimonio de Alexander Ardón es, sin duda, uno de los documentos más poderosos jamás escuchados sobre la intersección entre crimen organizado y política en Honduras. Pero como toda pieza de evidencia, debe leerse críticamente. Ardón no es un héroe trágico ni un mártir de la verdad: es un hombre que participó en asesinatos, que sobornó, que usó el Estado como una extensión de su organización criminal. Su testimonio vale por lo que revela, pero también por lo que oculta, por lo que omite, por lo que inventa o exagera en función de su propia supervivencia.

Ahora, desde una celda hondureña, ese mismo hombre que se sentó frente a un jurado estadounidense y describió con frialdad cómo ordenó la muerte de Franklin Arita o cómo protegía los cargamentos del Chapo con ayuda de policías corruptos, enfrenta otra forma de justicia. Menos mediática, tal vez más incierta.

El impacto de su testimonio no termina con su regreso a Honduras. Al contrario, su presencia en suelo nacional abre nuevas preguntas: ¿permitirá el Ministerio Público investigarlo sin presiones políticas? ¿Se abrirán nuevas causas contra exfuncionarios, contratistas, oficiales de policía mencionados por su nombre? ¿Se examinará, finalmente, el papel del Fondo Vial y las redes de lavado conectadas con obras públicas en gobiernos anteriores?

La historia de Alexander Ardón aún no termina. Su testimonio puede derrumbar o fortalecer la apelación de Juan Orlando Hernández, dependiendo de cómo se interprete su veracidad y motivaciones. Pero más allá de lo jurídico, lo que deja en evidencia es la profunda fragilidad del sistema político hondureño. Durante años, figuras como Ardón operaron a la sombra, protegidos por un pacto de silencio que hoy se resquebraja.

El narcoalcalde habló. Dijo nombres, fechas, cifras. Narró asesinatos y conspiraciones. Pero ahora que ha sido devuelto a la escena de sus crímenes, la pregunta que queda es si Honduras hará lo que la justicia estadounidense no pudo —ni quiso— hacer: juzgarlo por completo.

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