OPINIÓN | El juicio contra Romeo Vásquez y la batalla por la historia
por Oscar Estrada |

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La historia de Honduras cambió de rumbo con el sonido seco de un disparo. Fue el 5 de julio de 2009, frente al aeropuerto Toncontín, en Tegucigalpa. El cielo estaba despejado, el pavimento hervía bajo el sol y una multitud coreaba el himno nacional esperando el aterrizaje del presidente depuesto, Manuel Zelaya. Entre ellos, un joven de 19 años llamado Isis Obed Murillo, con la mirada fija en el avión que sobrevolaba sin poder aterrizar. Cuando las tropas bloquearon la pista, algunos manifestantes intentaron avanzar. Entonces sonaron los disparos. Uno de ellos, certero, le atravesó el cráneo. Murió ahí mismo. Su cuerpo fue alzado por dos compañeros, como un gesto de negación ante la muerte, como si aún pudiera volverse atrás.
Quince años después, el eco de ese disparo resuena en los tribunales. Por primera vez, el Estado hondureño ha formulado cargos formales contra el general retirado Romeo Vásquez Velásquez, entonces jefe del Estado Mayor Conjunto y figura central del golpe de Estado del 28 de junio de 2009. El Ministerio Público sostiene que Vásquez no disparó, pero dio la orden, o al menos permitió, que sus subordinados lo hicieran. El juicio que ahora se inicia no es solo penal. Es histórico. Porque si prospera, si se logra demostrar que el asesinato de Isis Obed no fue un accidente sino el resultado de una cadena de mando militar, entonces la narrativa oficial del golpe tambaleará. Y eso, en Honduras, es una revolución silenciosa.
Durante años, la historia del golpe fue contada como una medida necesaria, una defensa constitucional frente al supuesto intento de Zelaya de perpetuarse en el poder mediante una consulta popular. Esa versión, sostenida por el propio Romeo Vásquez y aceptada por amplios sectores de la élite política y mediática, presentó a los militares como guardianes del orden institucional. “Cumplí con mi deber”, ha repetido el general en múltiples entrevistas. “Evité una guerra civil”.
Pero los hechos erosionan ese relato. El 28 de junio de 2009, a las cinco de la mañana, soldados irrumpieron en la casa del presidente. Lo sacaron en piyama y lo subieron a un avión rumbo a Costa Rica. No hubo juicio, ni citación previa, ni proceso legal alguno. Solo un operativo militar ejecutado con eficacia quirúrgica. Y cuando, una semana después, Zelaya intentó regresar al país, Isis Obed cayó muerto. Ese fue el precio del orden.
La fiscalía de derechos humanos recolectó en aquel entonces 49 casquillos de bala viva en la pista del aeropuerto. Balas de fusil. De uso militar. Las trayectorias, los informes balísticos, el lugar de origen del disparo: todo apuntaba hacia los militares desplegados. Pero la investigación se hundió en el fango de la impunidad. Las Fuerzas Armadas se negaron a entregar las bitácoras de mando. Nunca se supo oficialmente quiénes estaban armados ese día ni quién dio la orden de disparar. Los expedientes se archivaron, la familia de Isis fue marginada, perseguida, y la historia se congeló en una especie de limbo institucional.
Hoy, ese limbo comienza a resquebrajarse. No es un hecho menor. En América Latina, los juicios contra altos mandos militares por violaciones a los derechos humanos han tardado décadas en materializarse. En Argentina, los procesos contra los responsables de la dictadura fueron reabiertos recién en los años 2000, tras la anulación de las leyes de amnistía. En Guatemala, Efraín Ríos Montt fue juzgado por genocidio en 2013, más de tres décadas después de los crímenes. En ambos casos, como en el de Honduras, lo que se disputaba no era solo la culpabilidad penal, sino el derecho a narrar la historia.
Eso mismo está en juego ahora en Tegucigalpa. Romeo Vásquez se presenta como un patriota. Como el hombre que salvó a Honduras del “socialismo del siglo XXI”. Su narrativa —que el golpe fue un acto de salvación nacional, respaldado por la Corte Suprema, y ejecutado sin violencia innecesaria— ha sido repetida como mantra durante años. Pero el juicio por el asesinato de Isis Obed abre una grieta. Porque enfrenta dos versiones irreconciliables de los hechos: una que justifica la violencia en nombre del orden; otra que la denuncia como crimen contra la democracia.
Esa tensión se refleja también en la memoria. Isis Obed es hoy un mártir simbólico. Su rostro aparece en murales, en pancartas, en discursos políticos. Pero su familia, como tantas veces ocurre en los países donde la violencia se vuelve institucional, ha sido abandonada. Su madre, Silvia Mencías, aún vive en la misma pobreza que antes. Su padre, David Murillo, aunque ha recibido algún pequeño trabajo en el gobierno de Libre, en su momento fue encarcelado cuando quiso declarar ante la Fiscalía. “Toda mi familia ha sufrido persecución”, dice. El símbolo de su hijo fue apropiado. La justicia, en cambio, nunca llegó.
El principio de responsabilidad de mando, consagrado en el derecho internacional humanitario, establece que los jefes militares pueden ser penalmente responsables por crímenes cometidos por sus subordinados si sabían, o debían saber, que se cometerían y no hicieron nada para impedirlos. Ese es el eje de la acusación contra Vásquez. No se trata solo de lo que hizo, sino de lo que permitió. De lo que calló. De lo que no quiso revelar.
¿Es este juicio un acto de justicia o una revancha política? Esa pregunta ha sido lanzada por los defensores del general. Pero también es una forma de desviar la atención. Porque detrás de las formalidades legales y los discursos de defensa de la patria, lo que está en disputa es la capacidad de un país para confrontar su pasado. Y eso, en contextos de impunidad crónica, es una hazaña.
Si el juicio avanza, si la cadena de mando se investiga hasta el final, si los pactos de silencio se quiebran, entonces Honduras podría estar ante un parteaguas. Porque la justicia no solo sanciona: también reescribe. Reordena el relato. Le dice al futuro qué fue un crimen y qué no lo fue. Y en ese sentido, el juicio a Romeo Vásquez no es solo un episodio judicial. Es una declaración política. Una reafirmación de que el poder militar no está por encima del voto. Que los uniformes no garantizan inmunidad. Y que la sangre derramada, por más que se haya intentado borrar, sigue reclamando respuesta.
En un país donde la memoria suele ser manipulada y la verdad, negociada, este juicio tiene el potencial de abrir un nuevo capítulo. Uno donde la justicia no llegue solo cuando conviene políticamente, sino cuando es moralmente inevitable. No devolverá la vida a Isis Obed. Pero sí puede, al menos, devolverle a la historia algo de su dignidad. Y a nosotros, la posibilidad de mirarnos al espejo sin agachar la cabeza.