Honduras en el precipicio: Democracia, confianza y los riesgos de 2025
por Oscar Estrada |
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Tegucigalpa, Honduras.- En una calurosa mañana de junio de 2009, la institucionalidad democrática de Honduras sufrió un golpe decisivo, cuando el presidente Manuel Zelaya fue expulsado del poder y del país en un avión militar.
Fue un momento que marcó el comienzo de una larga crisis política y social, cuyas cicatrices aún son evidentes.
Hoy, quince años después, el país se encuentra nuevamente ante una encrucijada: las elecciones de 2025. Pero esta vez, el enemigo de la democracia no se encuentra únicamente en los cuarteles o en las élites tradicionales; yace en una profunda desconfianza ciudadana que amenaza con corroer las bases mismas de la estabilidad institucional.
El reciente informe del Latinobarómetro es un espejo incómodo para el gobierno de Xiomara Castro y su candidata oficialista, Rixi Moncada. Según el estudio, solo el 16% de los hondureños confía en la Presidencia, el Consejo Nacional Electoral (CNE) o el Congreso Nacional. Esta cifra es más que un simple número; es un reflejo de una ciudadanía desencantada y de un sistema político atrapado en una espiral de descrédito.
La pregunta clave no es únicamente si Moncada puede ganar la elección, sino si el proceso electoral en sí será visto como legítimo por una población que ha perdido la fe en quienes dicen representarla.
El desafío de Rixi Moncada es monumental. Como ministra de Defensa, su control sobre las Fuerzas Armadas, una institución históricamente influyente en la política hondureña, le otorga una herramienta poderosa, pero también un estigma.
Las Fuerzas Armadas, que jugaron un rol central en el golpe de 2009, son vistas con desconfianza por amplios sectores de la población. Cualquier percepción de que Moncada está utilizando este poder para inclinar la balanza electoral podría desatar tensiones sociales que Honduras no está en posición de manejar.
La militarización de la política, aunque sutil, no es menos peligrosa, y evoca recuerdos inquietantes de un pasado que Honduras parece incapaz de superar.
A pesar de contar con una base leal de apoyo dentro del partido Libre, Moncada enfrenta el obstáculo de trascender las fronteras de su círculo político inmediato. Su retórica combativa y su asociación con el gobierno de Castro la posicionan como una figura polarizadora en un país donde el consenso es una rareza.
En lugar de unir, su candidatura podría profundizar las divisiones existentes, alienando a los votantes indecisos o moderados que anhelan estabilidad por encima de cualquier ideología.
La situación se complica aún más cuando se examina el papel del CNE. Con el nivel más bajo de confianza en América Latina, cualquier irregularidad electoral, por mínima que sea, será suficiente para encender la mecha de una crisis de legitimidad.
Ya sea por errores administrativos o acusaciones de manipulación, el CNE está bajo un escrutinio sin precedentes. Las elecciones del próximo año podrían convertirse no solo en una batalla por el poder, sino en un referéndum sobre la validez misma del sistema electoral hondureño.
Pero este no es solo un problema de instituciones; es un problema de narrativa. Desde su llegada al poder, el gobierno de Xiomara Castro ha luchado por equilibrar las expectativas de cambio con las duras realidades de gobernar un país fracturado.
Las promesas de combatir la corrupción y redistribuir la riqueza han chocado con un sistema profundamente arraigado en prácticas clientelistas y una economía asfixiada por la desigualdad.
El descontento social, alimentado por la percepción de que el gobierno no ha cumplido, ha dejado a muchos hondureños preguntándose si su voto realmente tiene el poder de transformar sus vidas.
En este contexto, las elecciones de 2025 representan un momento de alto riesgo para la institucionalidad democrática de Honduras. Si Moncada gana, pero su victoria es vista como resultado de manipulación o coerción, el país podría enfrentar una crisis de gobernabilidad que erosione aún más la legitimidad del Estado.
Por otro lado, una derrota para el oficialismo, especialmente si ocurre en un ambiente de baja confianza en las instituciones, podría ser interpretada como una señal de rechazo total al sistema político, abriendo la puerta a liderazgos populistas o autoritarios que prometan limpiar la “podredumbre” del statu quo.
Históricamente, Honduras no es ajena a los ciclos de crisis y reconstrucción. Desde la transición a la democracia en los años 80, el país ha navegado por aguas turbulentas, enfrentando golpes de Estado, desastres naturales y la creciente amenaza del crimen organizado.
Sin embargo, lo que distingue al momento actual es la profundidad de la desconfianza ciudadana. Mientras en el pasado las instituciones gozaban de un mínimo de legitimidad para funcionar como árbitros, hoy parecen ser vistas como actores parciales y corruptos, incapaces de representar el interés colectivo.
Este panorama no es exclusivo de Honduras. América Latina, en general, enfrenta una crisis de confianza en la democracia representativa, reflejada en protestas masivas, abstencionismo electoral y el ascenso de movimientos antisistema.
Sin embargo, en Honduras, esta tendencia se agrava por un contexto histórico de debilidad institucional y dependencia de actores externos, como Estados Unidos, que han moldeado la política del país a su conveniencia.
La pregunta clave es: ¿cómo se puede restaurar la confianza en el sistema democrático antes de que sea demasiado tarde? La respuesta no es sencilla, pero comienza con la transparencia.
El gobierno debe comprometerse a garantizar que las elecciones sean supervisadas por observadores internacionales independientes y que el proceso electoral sea impecable. Además, tanto Moncada como los demás candidatos deben evitar retóricas divisivas que solo profundicen las fracturas sociales.
El futuro de Honduras no se decidirá únicamente en las urnas en 2025, sino en la capacidad de sus líderes para reconstruir la confianza en las instituciones y ofrecer una visión de esperanza que vaya más allá de promesas vacías. El Latinobarómetro es un recordatorio de lo que está en juego: no solo una elección, sino el alma misma de una nación que, más que nunca, necesita creer que el cambio es posible.
Cuando los hondureños se dirijan a las urnas el próximo año, no solo estarán eligiendo a su próximo gobierno; estarán decidiendo si las instituciones democráticas aún tienen la capacidad de responder a sus necesidades.
En un país donde el pasado pesa tanto como el presente, el resultado podría determinar si Honduras se hunde aún más en la crisis o comienza el arduo camino hacia la reconstrucción. La elección, en última instancia, será de ellos, pero las consecuencias serán de todos.