La mañana de este lunes, el salón Ceibo del Hotel Intercontinental reunió a un elenco poco común: expresidentes de la Corte, exfiscales, constitucionalistas, penalistas, diplomáticos y académicos que rara vez coinciden en una misma mesa. El ambiente tenía esa tensión característica de los momentos en que algo importante está por decirse. No era un evento protocolario ni una cita para cumplir con el calendario. Era la constatación, hecha por quienes han sostenido durante décadas la arquitectura jurídica del país, de que el sistema llegó a un punto de presión insostenible. A dos semanas de las elecciones generales, su lectura del deterioro institucional no solo interrumpió la rutina informativa: obligó a mirar de frente lo que muchos han intentado maquillar como simple turbulencia política.

El evento fue convocado por el Instituto de la Justicia, una organización ad-hoc integrada por figuras que conocen de primera mano las tensiones que atraviesan los equilibrios constitucionales. Entre los participantes estaban nombres que pesan en cualquier análisis serio sobre derecho público en Honduras: la expresidenta de la Corte Suprema, Vilma Morales; la exfiscal de derechos humanos y diplomática, Sandra Ponce; la exdirectora de fiscalías, Danelia Ferrera; el presidente del Colegio de Abogados, Gustavo Solórzano; el decano de la Facultad de Derecho de la UNAH, Juan Carlos Pérez-Cadalso; y otros perfiles provenientes de la práctica penal, el derecho administrativo, la academia, la diplomacia y la sociedad civil.

En conjunto, configuraban un espectro que va desde las élites judiciales tradicionales hasta voces críticas del modelo actual, pasando por profesionales vinculados al poder político en distintos momentos. Esa mezcla, que en otro contexto podría generar recelos, le dio al mensaje una contundencia inusual: si un grupo tan variado coincide en que la estructura institucional está al borde de la ruptura, es porque el daño es real.

El documento presentado no fue un gesto simbólico, sino una opinión jurídica extensa y razonada sobre la legalidad y los riesgos institucionales del proceso electoral hondureño. Desde el inicio, la advertencia fue clara: Honduras enfrenta una “ruptura constitucional de carácter material”. No una crisis pasajera, no un conflicto entre poderes, no un error de interpretación. Enfrentamos una alteración profunda del orden constitucional, cuyos efectos ya se sienten en la funcionalidad del Estado y, sobre todo, en la legitimidad de las elecciones del próximo 30 de noviembre.

El comunicado describe un panorama que hasta ahora se discutía en voz baja. La neutralización del Congreso Nacional mediante un cierre irregular y la instalación de una Comisión Permanente sin el respaldo del pleno. La instrumentalización del Ministerio Público en investigaciones cuestionadas contra consejeros del CNE y magistrados del TJE. La omisión deliberada del Poder Judicial para resolver los recursos de amparo e inconstitucionalidad contra el estado de excepción, que ya suma casi tres años. El protagonismo indebido de las Fuerzas Armadas en declaraciones, solicitudes de actas y gestos que no corresponden a su mandato constitucional.

Lo que el texto hace es unir todos esos hechos dispersos y convertirlos en un diagnóstico articulado. Y ese diagnóstico es demoledor: Honduras no está solo frente a una elección difícil. Está frente a un proceso electoral montado sobre instituciones debilitadas, presionadas y, en algunos casos, desbordadas de sus competencias.

En el evento, dos intervenciones destacaron por su claridad: la del abogado penalista Kenneth Madrid y la de la constitucionalista Ruth Lafosse. Ambos, desde posiciones distintas, coincidieron en un punto central: el orden constitucional no se rompe únicamente con tanques en la calle o con decretos que suspenden la Constitución. Se rompe cuando cada órgano del Estado comienza a actuar fuera de los límites que la Constitución le impone.

Madrid, con su estilo directo, lo sintetizó de forma que no deja espacio a la ambigüedad. La intimidación contra el CNE y el TJE no es un problema administrativo: es una amenaza directa al derecho del pueblo a elegir sin miedo. Si el árbitro decide bajo presión, dijo, el votante termina votando en desventaja. En su intervención señaló algo que pocos se atreven a decir abiertamente: que el Ministerio Público y el Poder Judicial, lejos de ser factores de certeza jurídica, se han convertido (al menos en este contexto) en parte del problema. No porque actúen políticamente a favor de un grupo o de otro, sino porque han permitido que la acción penal se utilice para condicionar el funcionamiento institucional en el momento más delicado del ciclo democrático.

Lafosse, por su parte, abordó la crisis desde el punto de vista constitucional. Advirtió que la democracia hondureña está operando con un desequilibrio que afecta la validez misma del proceso electoral. No se puede hablar de elecciones libres —afirmó— cuando uno de los tres poderes del Estado, el Legislativo, ha sido forzado a la parálisis. Tampoco cuando el régimen de excepción se ha transformado en una normalidad que suspende derechos fundamentales sin control judicial ni legislativo. Su mensaje no estaba dirigido solo a los actores políticos, sino también a la academia y a sus colegas: este es un momento que exige un análisis jurídico profundo, no el silencio cómplice ni la prudencia académica que reduce todo a matices.

El comunicado precisa además que varios de los hechos señalados no solo son políticamente cuestionables, sino que constituyen violaciones directas a la Constitución. Entre ellos, la prórroga del estado de excepción sin control congresual, la admisión de indicios probatorios obtenidos mediante mecanismos ilegales, el uso del Ministerio Público para efectos intimidatorios, la intromisión militar en la cadena de custodia electoral y la inacción del Poder Judicial ante recursos de inconstitucionalidad. Para los juristas, estas prácticas configuran una regresión autoritaria en curso, no una posibilidad futura.

La fuerza del comunicado radica también en lo que implica para el debate actual. A dos semanas de las elecciones, el gobierno se encuentra en una posición incómoda. No puede desacreditar fácilmente a un grupo donde figura una expresidenta de la Corte Suprema, un exfiscal general, la exdirectora de fiscalías, un decano universitario, un presidente del Colegio de Abogados, una exfiscal de derechos humanos y una exembajadora. No se trata de voces marginales, ni de figuras vinculadas a un partido político específico. Son personas que han ocupado cargos de alta responsabilidad y que conocen el funcionamiento del Estado desde adentro.

Las implicaciones también alcanzan al plano internacional. En los últimos meses, organismos como la ONU, la OEA y la Unión Europea han expresado preocupación por la erosión de la institucionalidad, el uso desmedido del estado de excepción y el riesgo de interferencia en la jurisdicción electoral. Pero hasta hoy, la crítica más contundente provenía del exterior. Con este comunicado, la presión ya no viene solo desde Washington, Bruselas o Ginebra; viene desde Tegucigalpa, desde juristas hondureños con trayectoria, reputación y legitimidad técnica.

Es difícil exagerar lo que eso significa en términos de credibilidad. Cuando un Estado es interpelado desde adentro —desde su propia élite jurídica— la narrativa oficial se vuelve frágil. La defensa institucional ya no consiste en responder a “ataques externos”, sino en explicar por qué un grupo de expertos hondureños considera que el sistema democrático está siendo sometido a una tensión que podría romperlo.

Más allá de lo político, el comunicado también abre preguntas de fondo que la academia jurídica no podrá ignorar. La noción de “ruptura constitucional material” no es una frase rimbombante: es un concepto técnico que describe situaciones donde la Constitución se mantiene formalmente vigente, pero se vacía de contenido a través de prácticas reiteradas que desnaturalizan la separación de poderes. Ese concepto ha sido discutido ampliamente en la doctrina latinoamericana, pero pocas veces se ha invocado con tal contundencia en Honduras. Su aparición en este contexto crea un precedente que obliga a una reflexión más profunda sobre la fragilidad del modelo institucional, la captura política de los órganos de control y la necesidad de reformas que fortalezcan la independencia judicial, fiscal y electoral.

El evento terminó sin estridencias, pero con un mensaje que quedó flotando en el aire. No fue una advertencia partidaria, ni un llamado a la confrontación. Fue, más bien, un acto de responsabilidad profesional ante una coyuntura crítica. A dos semanas del proceso electoral, Honduras no puede seguir fingiendo que el problema se limita a la logística del TREP, a las firmas, a los centros de votación o a las listas de electores. El problema es más profundo: es el marco institucional que permite —o impide— que una elección sea creíble.

Los juristas no pidieron renuncias ni propusieron salidas abruptas. Lo que exigieron es que el país recupere la normalidad constitucional: que el Congreso se reactive, que el Poder Judicial cumpla sus obligaciones, que el Ministerio Público desista del uso político del derecho penal y que las Fuerzas Armadas se limiten a su papel estrictamente logístico. Y, de manera explícita, solicitaron observación internacional permanente durante todo el proceso electoral y la transición posterior.

Ese llamado no debe verse como un gesto de debilidad. Es un recordatorio de que las democracias se sostienen en un delicado equilibrio. Y que cuando ese equilibrio se rompe, lo que queda no es gobernabilidad, es poder desnudo.

Las elecciones del 30 de noviembre se desarrollarán bajo la sombra de este dictamen. Ya no dudamos que habrá comicios, pero no podemos aún conocer qué tan capaz será el Estado de garantizar que éstos se desarrollen con integridad. Lo que ocurrió hoy en el salón Ceibo no fue un acto más en el calendario preelectoral: fue una advertencia desde la más alta comunidad jurídica de que el país se está acercando peligrosamente al límite. Y que, si ese límite se cruza, si esa línea roja se cruza, la responsabilidad no será de quienes lo señalaron, sino de quienes lo ignoraron.