OPINIÓN | El país que se construyó a medias
“Los privados no invierten en carreteras, escuelas públicas, centros de salud ni en hospitales de forma gratuita, esa es tarea del Estado.”
—Rixi Moncada, discurso público, 2023
A veces, la mentira más poderosa no es la que se inventa, sino la que se exagera. En Honduras, una verdad profunda —el saqueo sistemático del Estado— ha sido inflada hasta convertirse en una consigna que todo lo arrasa: “nunca se hizo nada”, “saquearon todo”, “se robaron el país”. Y es difícil rebatir esa premisa sin parecer cómplice (o ingenuo), o sin parecer parte de ese engranaje de corrupción que, efectivamente, marcó (y sigue marcando) la historia del país.
Pero, ¿y si esa afirmación fuera falsa? ¿Y si Honduras sí fue construida —parcialmente, con cicatrices, con contratos inflados y promesas rotas— pero fue construida? ¿Y si lo que está en juego hoy no es solo el pasado, sino la forma en que lo recordamos?
La presidenta Xiomara Castro, en su primer informe de gobierno, dijo con vehemencia: “Aún no sabemos dónde está el dinero. Mi gobierno recibió en ruinas las arcas del Estado.” Fue un grito de denuncia, pero también una maniobra retórica. En el mismo discurso, apenas unas líneas después, afirmaba que su administración estaba ejecutando “el mayor programa de inversión pública de la historia”. La contradicción estaba allí: ¿cómo puede un gobierno invertir con fuerza si el país que hereda es la ruina absoluta? ¿Y si lo que heredó, en realidad, fue algo más complejo que una tierra arrasada?
Para entender esta tensión quise mirar no solo los datos. Me puse a escarbar en la historia, en la memoria colectiva e, incluso, busqué entender esos mecanismos del pensamiento humano que nos expliquen esta contradicción. Porque el problema de fondo, supe, no es si se construyeron hospitales o se pavimentaron carreteras. El problema es por qué no lo recordamos.
Durante décadas, Honduras fue escenario de un proyecto modernizador incompleto. A partir de los años 60 y 70, bajo dictaduras militares desarrollistas, se pavimentaron las arterias principales del país: la carretera del sur, la CA-5, el tramo occidental. Se construyó la represa hidroeléctrica de El Cajón, se ampliaron los hospitales de referencia en Tegucigalpa y San Pedro Sula, se fundaron centros de salud municipales, se multiplicaron las escuelas primarias rurales. En los 90, el FHIS canalizó financiamiento externo para proyectos comunitarios de agua potable, electrificación y mejoramiento habitacional. Se crearon universidades regionales y se fortaleció la red eléctrica nacional.
Todo esto es verificable. Lo registran los informes del Banco Mundial, del BID, de la CEPAL, y de las propias instituciones estatales. Lo confirman también los cuerpos de ingenieros, maestros, médicos y alcaldes que —con o sin gobiernos honestos— sostuvieron la función pública en aldeas remotas y barrios periféricos. Pero esa historia fue erosionada no por el tiempo, sino por la frustración.
Como explicó el Nobel de Economía Daniel Kahneman, el cerebro humano no opera como una máquina racional, sino como un sistema gobernado por atajos mentales. Entre ellos, el sesgo de disponibilidad: las personas tienden a evaluar la realidad no en función de estadísticas o evidencia, sino de aquello que recuerdan con más fuerza. Y lo que se recuerda en Honduras no es la obra pública, sino la corrupción. No la escuela construida en 1985, sino el hospital móvil vacío en 2020. No el acueducto comunitario, sino el fideicomiso desaparecido. La rabia se impone a la razón. La traición, a la gratitud.
Kahneman también habla de la aversión a la pérdida: el ser humano sufre más al perder algo que valoraba que al obtener algo nuevo. Y en el caso hondureño, lo que se ha perdido —o lo que nunca se tuvo plenamente— es la esperanza de que el Estado funcione. Cada vez que falta una medicina en un hospital, cada vez que un maestro no llega a clase, cada vez que un camino queda destruido por una tormenta sin que nadie lo repare, se reactiva esa herida. Y entonces, la conclusión emocional parece inevitable: nunca hicieron nada por nosotros.
Pero eso no es cierto. Lo que ocurrió —y sigue ocurriendo— es más cruel: sí hicieron algo, pero lo hicieron mal. Se construyó un país, pero sin derechos garantizados. Se pavimentaron las carreteras, pero con sobreprecios. Se llevó electricidad a los pueblos, pero no justicia. El Estado se expandió, pero fue capturado. Se levantaron escuelas, pero no se diseñó un futuro.
La consecuencia de ese modelo no es solo material: es simbólica. La ciudadanía dejó de confiar en las instituciones. Y cuando la confianza se pierde, también se pierde la memoria de lo que alguna vez funcionó.
Aquí es donde la narrativa política juega un papel decisivo. La idea de que “no dejaron país” que tanto pregona Libre no surge espontáneamente. Es alimentada por los discursos refundacionales que necesitan justificar su legitimidad construyendo un pasado absolutamente negativo. Toda épica necesita ruinas para reflejarse. Todo mesías necesita un desierto que redimir. Y en Honduras, esa función la cumple el relato del saqueo total.
Pero refundar un país sobre la negación completa de su historia es peligroso. Porque impide aprender. Porque borra a los trabajadores públicos, a los técnicos, a los alcaldes honestos, a los ciudadanos que durante años sostuvieron el país desde abajo. Porque convierte en mito lo que debería ser memoria crítica.
Y porque, al decir que nunca se hizo nada, se deja abierta la puerta para que mañana se repita todo lo malo —con otros nombres, con otros colores—, pero con la misma impunidad.
Imaginemos por un momento que ese relato fuera cierto. Que en 50 años no se invirtió absolutamente nada. Que todo fue saqueado. Entonces Honduras hoy no tendría red vial, ni hospitales públicos, ni escuelas, ni represas, ni cobertura eléctrica, ni municipios funcionales. Sería un país inviable. Un Estado colapsado. No se estaría hablando de “reconstrucción” ni de “refundación”, sino de misión humanitaria.
Pero Honduras sí existe. Con fallas, con heridas, con desigualdad. Pero existe. Lo que falta no es la inversión material: es la inversión moral, institucional, ética. Lo que se ha erosionado no es solo la infraestructura, sino la confianza. Y eso no se reconstruye con discursos heroicos, sino con verdad.
Rixi Moncada lo dijo en un tono que sonaba a advertencia: “Los privados no invierten en escuelas ni hospitales; esa es tarea del Estado.” Tiene razón. Pero esa frase también encierra la pregunta que este artículo quiere dejar abierta: ¿puede el Estado reconstruirse si no se reconoce lo que ya fue hecho, mal que bien, en su nombre?
La memoria crítica no niega el saqueo. Pero tampoco borra lo construido. Y esto debe servir como advertencia para la actual administración. Porque entre el cinismo de decir que todo fue corrupción, y la mentira de que todo está bien ahora, hay un espacio para la verdad. Y en ese espacio, quizás, todavía pueda fundarse un país. Uno que no se construya sobre el olvido.