OPINIÓN | ROGER STONE Y SU GUERRA POR CAMBIAR LA NARRATIVA DE JOH
Un silencio duro se instala en los bancos del público mientras el juez P. Kevin Castel toma asiento en la sala 26B del tribunal del Distrito Sur de Nueva York. Es marzo de 2024 y, a esa hora temprana, la bruma que flota sobre el East River todavía no se ha disipado; sin embargo, dentro del edificio, la condena de Juan Orlando Hernández parece escrita sobre el mármol. Los cronistas lo saben: en ese distrito, nueve de cada diez acusados federales terminan culpables, una estadística que reduce el suspense a puro trámite burocrático. Cuando el martillo del juez Castell golpea, el eco que resuena no sólo encierra a un expresidente hondureño caído en desgracia; sella también una narrativa de “narco-Estado” que, desde entonces, ha viajado sin fisuras por los titulares del mundo.
Pero las historias judiciales con casos de ese nivel rara vez concluyen en las puertas de una prisión federal. Quienes crean eso no han sabido leer la Historia. Un año después de la condena de Juan Orlando Hernández, Roger Stone —el asesor indultado por Donald Trump, especialista en convertir derrotas legales en victorias simbólicas— publica en su boletín The Drug Cartel Kingpins Next Door una versión alternativa del mismo episodio. En su relato, la sala 26B no fue el escenario de la justicia sino un tribunal de guerra ideológica: un expolio urdido por burócratas demócratas, narcos arrepentidos y un aparato judicial dispuesto a aplastar a cualquiera relacionado con Trump. Lo que Stone propone no es una revisión de pruebas —no habría muchas que revisar, porque en el juicio no se exhibieron videos ni registros bancarios que incriminaran a JOH— sino un giro dramático que sólo necesita un actor: el presidente de Estados Unidos y su firma sobre un decreto de indulto.
La debilidad probatoria que alimenta la intriga de Stone no es invención suya. Durante las audiencias, la fiscalía apoyó la acusación casi exclusivamente en la palabra de testigos cooperantes: narcotraficantes confesos que aspiraban a rebajas de condena a cambio de incriminar al antiguo aliado de Washington. El más célebre, Devis Leonel Rivera Maradiaga, líder de los Cachiros, admitió haber cometido 78 asesinatos antes de declarar contra Hernández. Chande Ardón reconoció 58 asesinatos. Nada de eso conmocionó al jurado: la dinámica del Distrito Sur se sostiene en la convicción de que el testimonio de un capo arrepentido vale más que cualquier papel, porque revela la arquitectura moral del crimen. Sin embargo, para el ojo crítico, esa dependencia genera una grieta: si la credibilidad de la causa descansa sobre voces que han aprendido a negociar su verdad, la sentencia se parece menos a la prueba y más a la fábula.
Es allí donde Roger Stone hunde el bisturí. Su texto parte de un hecho verificable —la opacidad con la que el Departamento de Justicia maneja la custodia de testigos protegidos— y lo convierte en acusación: Maradiaga, asegura, vive cómodamente gracias a los demócratas que ansían escalar posiciones, mientras el auténtico perseguido se pudre en prisión. No ofrece documentos; no necesita hacerlo. Prsenta como prueba de su relato la liberación del negro Lobo, con quien, en su diseño de portada, estaría disfrutando cómodamente del estilo de vida americano en algún barrio de suburbio. Podría incluir en esa imagen a Fabio Lobo, también liberado recientemente. Queda por ver si en la era de la política-espectáculo, el poder de una insinuación basta para reabrir expedientes clausurados.
La maniobra narrativa de Stone sería irrelevante si no coincidiera con un segundo elemento explosivo: un video, divulgado por investigaciones periodísticas, donde Carlos Zelaya —cuñado de la presidenta Xiomara Castro, hermano de Manuel Zelaya Rosales— aparece reunido con los mismos traficantes que habrían financiado a JOH (y por lo cual lo acusaron). En la grabación, los emisarios del narco prometen medio millón de dólares para la campaña de 2013. De repente, la frontera moral que separaba al Partido Nacional de LIBRE se difumina, algo que Stone aprovecha. Si ambos competidores bebieron del mismo pozo, ¿por qué uno acabó crucificado en Manhattan y el otro gobierna Tegucigalpa? La pregunta excede la anécdota: expone la selectividad inherente a la justicia transnacional, donde la puntería no siempre se guía por la cantidad de pruebas, sino por la utilidad del caso.
Frente a esa grieta narrativa, Stone levanta su castillo. El hombre que fue condenado por mentir al Congreso se presenta ahora como notario de las contradicciones del sistema. Su objetivo explícito —un indulto presidencial— parece, de entrada, un desafío mayúsculo. El mismo gobierno de Trump que podría firmarlo acaba de proponer al fiscal Emil Bove, artífice de las condenas a Tony Hernández sobre el cual se construyó el caso a Juan Orlando, para un asiento vitalicio en la Corte de Apelaciones del Tercer Circuito. ¿Cómo conciliar el ascenso del cazador con la absolución de su presa?
Stone no piensa en la coherencia técnica del Departamento de Justicia, sino en la lógica emocional del electorado trumpista. Sabe que los indultos no requieren justificación jurídica; sólo necesitan un relato potente que los envuelva. En 2020, la misma pluma que absolvió al sheriff Joe Arpaio y al propio Stone enseñó que el perdón presidencial puede convertirse en espectáculo de campaña, un mensaje de lealtad que desarma a la prensa y cautiva a la base. La eventual liberación de Juan Orlando, entonces no apuntalaría la lucha contra el narcotráfico; reafirmaría la idea de que Trump corrige, con su firma, las injusticias del “Estado profundo”.
Detrás de la pugna se esconde una contienda más vasta que es, al final, la que nos interesa: la de quién escribe la historia reciente de Honduras. Desde 2005, cuando Don H aseguró haber donado dos millones de dólares a la campaña de Manuel Zelaya Rosales, hasta la víspera de las elecciones de 2013, el dinero del narco fluyó con la misma naturalidad con que el poder cambiaba de manos. El juicio a JOH ofreció a Estados Unidos la ocasión de exhibir autoridad moral sobre esa hidra centroamericana, quizás también un lavado de rostro frente a los errores de estrategia del pasado, pero dejó preguntas sin respuesta: ¿cuántos otros presidentes, diputados o ministros habrían sucumbido a la misma tentación que Juan Orlando? ¿Sigue eso ocurriendo, con quienes? ¿Puede un país salir del narco-Estado sólo con extradiciones selectivas y discursos sobre la regeneración democrática sin llevar un cambio real en la forma de hacer política?
La publicación del artículo de Roger Stone ha pasado casi inadvertida en las redes hondureñas, donde el tema de Juan Orlando Hernández parece haberse convertido en un terreno vedado. El gobierno, interesado en cerrar definitivamente ese capítulo, ejerce una presión sutil pero constante sobre quienes —como yo— insisten en seguir analizándolo. No se trata ya de un debate público entre posturas encontradas, sino de un silencio forzado, donde toda mirada crítica es percibida como provocación. Y sin embargo, quienes se atreven a observar el caso con distancia —académicos, periodistas, defensores de derechos humanos— saben que el mayor error no está en hablar del tema, sino en dejar que el olvido lo simplifique. Porque reducirlo a una consigna, sea de justicia o de conspiración, es seguir repitiendo la ficción que otros escribieron en nuestro nombre.
Al final, las sentencias pueden clausurar expedientes, encerrar actores pero, por duras que sean, esas sentencias no han cerrado el flujo subterráneo de dinero, influencia y resentimiento que conecta el mundo político con el criminal. Mientras esa corriente exista (y existe), cada juicio será menos un triunfo definitivo que un capítulo en la guerra de narrativas. Y cada narrador, desde los fiscales del SDNY hasta los estrategas indultados de Florida, intentará moldear la memoria colectiva a su conveniencia. A eso es a lo que debemos ponerle atención.
Tal vez el verdadero dilema no esté en si Juan Orlando Hernández sea culpable o inocente, ni en si Roger Stone logrará que Trump lo indulte, sino en algo más inquietante que podemos verlo mientras sucede en tiempo real: es la manera como el poder reescribe nuestro pasado cada vez que conviene hacerlo. Un juicio entonces se convierte en mito, un mito en campaña, una campaña en decreto, y así se confunde la memoria con estrategia. En esa bruma —donde los narcos reparten dinero en ambos bandos para asegurar su victoria, donde los fiscales negocian verdades a medias para asegurar su sentencia, y donde los estrategas políticos reactivan casos a conveniencia que muchos quisieran dar por olvidado— es muy difícil saber si estamos hablando de justicia o de escenografía.
En Honduras, hablar de Juan Orlando Hernández ya no es sólo hablar de un expresidente preso, sino de algo que el país quisiera no volver a mirar. Pero como toda sombra que se evita, su figura sigue creciendo, no por lo que fue, sino por lo que representa: un Estado atrapado entre expedientes sin cerrar, historias incompletas de corrupción y narcotráfico, y verdades que dependen del narrador.
Y si, como parece, el juicio de Hernández no marcó el fin del narco-Estado sino el inicio de una disputa narrativa por definir qué es justicia en América Latina (y Estado Unidos), entonces lo que está en juego no es el futuro de un hombre, sino el derecho de los pueblos a saber la verdad. Porque toda democracia que se construye sobre versiones únicas está condenada a repetirlas, con otros nombres y otros rostros, pero con la misma impunidad. ¿Quién escribirá el próximo capítulo del narco estado hondureño? A estas alturas, quizá eso dependa menos de la ley que de quién sostenga la pluma.