En los últimos días, como en 1992, el aire en Los Ángeles ha vuelto a oler a caucho quemado. Las manifestaciones que comenzaron en barrios de mayoría migrante se han extendido como una llamarada a otras ciudades de Estados Unidos. Lo que empezó como protesta por los nuevos operativos de deportación masiva ha terminado convertido en lo que algunos medios ya no dudan en llamar riots: saqueos, barricadas, detenciones masivas. El presidente Trump —otra vez en el poder, más frontal, más blindado por un Congreso sumiso— no ha tardado en militarizar las calles. Desde su tribuna en Washington ha calificado a los manifestantes como “enemigos del orden”, prometiendo restaurar la “pureza de la nación” y dejando claro que los migrantes —incluso los ciudadanos naturalizados— están en la mira.

Veo las imágenes en la pantalla, las columnas de humo, los helicópteros, los arrestos sin proceso, y no puedo evitar pensar en la primera línea de Invisibles, la novela que escribí hace más de veinte años:

“Había una vez un país lleno de gente invisible, estaban por todas partes, en todas las ciudades, pero nadie los veía, porque no se ve lo invisible.”

Entonces, cuando escribí esa novela, no había caravanas. No existía ICE como fuerza militarizada. A México no se le exigía que fuera muro, ni se separaban niños de sus padres en jaulas etiquetadas como “centros de detención”. Pero los invisibles ya estaban allí. Eran los jornaleros en los campos de tomates, las costureras en las maquilas, las abuelas que cruzaban el desierto para buscar a sus nietos perdidos en la frontera.

La novela surgió de una historia sencilla: la de Elena, una anciana hondureña que, tras recibir una carta de su hija deportada, decide emprender un viaje hacia el norte. Ella sabe (intuye) que su hija está muerta. Pero no hay tiempo para el luto, debe rescatar a su nieta. Lo que ella no sabe es que ese viaje la convertirá también en migrante, en perseguida, en invisible. Fue mi intento por contar lo que no aparecía en los titulares. Lo escribí como quien lanza una botella al mar. No como literatura militante, sino como una forma de no callar.

Hoy, mientras veo cómo se despliega la Guardia Nacional por los barrios de Anaheim, me doy cuenta de que esa botella ha regresado a la orilla.

La persecución migratoria en Estados Unidos ya no se oculta detrás de eufemismos. El lenguaje que usa Trump para justificarla ha mutado: no habla de migración “ilegal”, sino de “invasión”, de “plaga”, de “infestación”. Son palabras que deshumanizan, que siembran miedo, que permiten el abuso sin consecuencias. El sociólogo Zygmunt Bauman advirtió que la modernidad no elimina el holocausto: lo racionaliza. En este caso, lo maquilla de operativo. Lo transmite en vivo por Fox News.

Pero lo más doloroso no es la retórica. Es la normalización.

La novela tiene un pasaje donde Elena, ya en México, viaja oculta en un camión de tomates. Ella, que juró nunca irse de su tierra, se convierte en un bulto más en la estadística. Lo hace por amor. Y por desesperación. Hoy, esa escena es cotidiana. En el Valle Central de California, donde el paisaje es de una belleza insultante —naranjales infinitos, cielos despejados, picos nevados al fondo—, cientos de trabajadores duermen en sus autos por miedo a ser capturados al amanecer. Algunos han sido arrestados camino a la escuela de sus hijos. Otros, en clínicas donde iban a vacunarse. En nombre de la ley, se han vaciado comunidades enteras.

Como escritor, como migrante que he sido, como hijo de una región que ha sido empujada al exilio por la corrupción, la violencia y el olvido, me cuesta seguir llamando a esto “política migratoria”. Esto es una cacería. Y como toda cacería, necesita silencio para operar. El silencio de los gobiernos locales, que prefieren no incomodar a Washington. El silencio de la prensa cautiva. El silencio de nosotros mismos, que muchas veces miramos hacia otro lado mientras el vecino desaparece.

Por eso escribí Invisibles. Para dejar constancia. Para narrar aquello que no estaba siendo narrado. La invisibilidad, en la novela, no es solo una condición migratoria: es una metáfora política. Es el resultado de un sistema que escoge a quién ve, a quién protege, a quién le otorga voz. Las mujeres de mi historia —Elena, Marina, Irene, Tomasa— no son heroínas clásicas. Son sobrevivientes. En Tomasa, en particular, quise rendir homenaje a esas formas de sabiduría subterránea que las instituciones no logran controlar: la santería, la oralidad, la resistencia espiritual.

En un momento clave, Tomasa consulta los caracoles, aún sabiendo que está prohibido. Quiere saber si su amiga Elena sobrevivirá al viaje. Lo que encuentra no es una predicción, sino un mandato:

“El mundo nunca actúa sin avisar.”

La literatura, creo, es ese aviso. Es una forma de leer los signos del presente, de traducir el murmullo subterráneo del mundo antes de que se vuelva explosión. Si algo ha demostrado esta nueva ola de represión en Estados Unidos es que el problema no es solo legal: es simbólico. Se persigue al migrante no por lo que hace, sino por lo que representa. Se le borra del censo, de la historia, del lenguaje.

Los disturbios actuales no son un estallido espontáneo. Son la respuesta a años de represión, de humillación, de miedo contenido. Como en las novelas de distopía, hay un punto en que la ficción ya no alcanza para contener la realidad. Y ese punto, me temo, ya llegó.

Quisiera terminar con una pregunta, no con una sentencia. Porque Invisibles no ofrece soluciones, solo busca abrir un espejo. Si lo que describí hace veinte años se repite hoy con tanta precisión —con sus centros de detención, sus abuelas solas, sus niñas huérfanas de país—, ¿no será que la historia ya dejó de ser lineal y se convirtió en un círculo vicioso?

Y si es así, ¿cómo romperlo?

Tal vez, el primer paso sea dejar de hacer como que no vemos. Tal vez, como decía Elena, uno es del lugar donde se entierra el ombligo. Pero también del lugar donde se desentierran los muertos. De lo que decidimos recordar. Y de lo que estamos dispuestos a contar.