OPINIÓN | NARCOTRÁFICO Y VIOLENCIA EN LA ZONA RURAL DE HONDURAS
En los primeros meses de 2024, una brigada antinarcóticos ingresó a pie en una zona boscosa de Iriona, en el departamento de Colón. La escena parecía sacada de una crónica repetida: arbustos de coca dispersos en pequeñas parcelas, un laboratorio artesanal escondido bajo hojas de palma, envases reciclados, cal viva, y bidones con solventes químicos. Pero algo había cambiado. Lo que antes eran hallazgos ocasionales, casi anecdóticos, ahora conforman un patrón. Lo que antes se asociaba exclusivamente con el paso de cargamentos por el Caribe, ahora se consolida como una economía territorial, una transformación estructural del rol que Honduras juega en el narcotráfico regional.
Entre 2019 y 2023, los boletines del Observatorio de la Violencia del IUDPAS (Instituto Universitario en Democracia, Paz y Seguridad) revelaron una tendencia inquietante: aunque los homicidios mostraron una leve reducción a nivel nacional —pasando de 4,098 en 2019 a 3,361 en 2023—, esta violencia se ha concentrado progresivamente en departamentos como Colón, Olancho, Yoro y Atlántida. Estos territorios, históricamente rurales y periféricos, se han convertido en epicentros de muerte (para el año 2024 no existe aún un informe publicado por el IUDPAS que permita verificar si esta tendencia se mantiene).

La organización InSight Crime, en su informe de 2024, documentó un número récord de municipios hondureños con presencia confirmada de cultivos de coca. Lo revelador no fue solo la cantidad —más de 16 municipios—, sino su ubicación: muchos de estos coincidían con los focos de violencia más persistentes según los datos de la Policía Nacional y el mismo IUDPAS. Tocoa, Iriona, La Masica, Catacamas, Juticalpa y Esquipulas del Norte aparecen, simultáneamente, como puntos calientes del narcotráfico emergente y de la violencia homicida.
El antropólogo James D. Duncan, autor del influyente estudio Más que plata o plomo: redes criminales, poder local y violencia en América Latina, ha planteado que las economías ilícitas no generan violencia de forma automática, sino cuando compiten por el control de territorios donde el Estado es ausente o cómplice. En su análisis, estos territorios no quedan sin ley, sino que pasan a estar regidos por formas alternativas de orden: coerción criminal, justicia por mano propia, clientelismo armado. “Donde termina el Estado, comienza el verdadero poder”, escribe Duncan. Y eso es lo que está ocurriendo hoy en buena parte de la geografía hondureña.
La violencia homicida en estos departamentos —según los boletines del IUDPAS— no se manifiesta ya como una ola urbana de crimen desorganizado, sino como una violencia rural, selectiva y persistente. En Colón, la tasa de homicidios superó los 60 por cada 100,000 habitantes en 2023. En Olancho, municipios como Catacamas y Juticalpa figuran entre los diez más violentos del país. En Yoro, donde hace una década predominaban delitos menores y robos agrícolas, hoy proliferan los asesinatos ligados a disputas territoriales.
La dinámica no es nueva en América Latina. En Colombia, tras el Acuerdo de Paz con las FARC, amplias zonas rurales fueron ocupadas por economías ilícitas protegidas por grupos armados posinsurgentes. En Perú, los Valles de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro siguen fuera del control del Estado, regidos por economías de subsistencia cocalera custodiadas por remanentes armados. En ambos casos, como ahora en Honduras, la ecuación es clara: donde hay producción de droga, hay disputa territorial; y donde hay disputa territorial sin Estado, hay violencia sostenida.
En Honduras, los laboratorios descubiertos hasta ahora son rudimentarios. Pero como advierte Duncan, lo que importa no es la escala industrial, sino el control de la cadena productiva. Producir localmente significa reducir costos, diversificar rutas, y blindarse frente a la volatilidad del mercado internacional. Más aún: significa ejercer poder. Y el poder, como enseñan las ciencias políticas, no es solo capacidad económica, sino capacidad de imponer normas, decidir sobre la vida y la muerte, administrar justicia, y en muchos casos, reemplazar al Estado.
Las respuestas institucionales han sido intermitentes. Los operativos de erradicación son mediáticos pero inconsistentes. La fiscalía carece de presencia efectiva en los territorios en disputa. La Policía Nacional, aún con refuerzos, no logra sostener presencia continua fuera de los centros urbanos. Y el Poder Judicial, plagado de retrasos y sospechas de corrupción, ofrece escasa disuasión. Mientras tanto, las comunidades se enfrentan a una disyuntiva imposible: colaborar y exponerse, o callar y sobrevivir.
En este contexto, el cultivo de coca no es solo una actividad económica. Es una señal de algo más profundo: el fracaso de la presencia estatal y la reconfiguración del poder local. La coca, como lo fue el café en su momento, está reordenando el campo hondureño. Pero mientras el café unía al campo con la ciudad, la coca aísla al campesino del Estado.
La pregunta más urgente ya no es cuántos homicidios se cometen en estos departamentos, sino cuántos territorios ha perdido el Estado hondureño sin siquiera notarlo. ¿Cuántos municipios operan hoy bajo la lógica de poderes paralelos del crimen organizado —estructuras criminales que no solo trafican, sino que legislan, administran justicia, imponen tributos y definen el orden cotidiano? Lamentablemente sin el informe del IUDPAS de 2024 ni datos verificables por parte de las autoridades, y con un aparato estatal más ceremonial que operativo en las zonas rurales, la respuesta a esa pregunta permanece enterrada entre los guamiles abandonados y los caminos que no figuran en los mapas. Donde el Estado ya no pisa, florece una patria sin bandera, gobernada por silencios y balas, donde la única Constitución es la hoja verde, y el único tribunal, la mirada de quien sostiene el arma.