OPINIÓN | El color del relevo
Símbolos, encuestas y el dilema de Rixi Moncada
Una imagen: un niño alza un sombrero blanco frente al escenario mientras una mujer vestida de amarillo habla al pueblo. La escena se desarrolla en la Asamblea Nacional Extraordinaria de Libre, en un gimnasio adornado con flores rojas, banderas agitadas y un cartel que proclama “Juventud Libre” desde las graderías. La mujer es Rixi Moncada, proclamada como candidata presidencial del oficialismo. El niño es nieto de la presidenta Xiomara Castro, y el sombrero, según ella misma lo afirma en redes sociales, es el de Mel Zelaya. No es un gesto improvisado: es la construcción visual y simbólica de una sucesión.
Pero como toda imagen política que intenta condensar un mensaje de poder, esa escena está llena de tensiones. En primer lugar, porque el sombrero no es un simple objeto de atrezzo rural: es el símbolo del patriarca. Ha sido, durante casi dos décadas, el emblema de un liderazgo personalista que mezcla lo agrario con lo mesiánico, lo popular con lo autorreferencial. Es, en términos visuales, la corona del fundador. Y en el acto de la asamblea, no es Mel quien lo porta, sino su nieto, elevado a la categoría de heredero por un tuit de la propia presidenta. La refundación —dice Xiomara— florece en cada generación.
Y sin embargo, quien habla en el escenario no lleva sombrero, ni es heredera, ni se apellida Zelaya. Rixi Moncada, envuelta en un traje amarillo que rompe con la tradición cromática del partido, aparece como figura desplazada del centro simbólico de Libre, incluso en el acto que la celebra. Es la oradora, sí. Es la elegida. Pero su cuerpo, su color, su presencia, parecen estar en tensión con la narrativa que la rodea. Como si se le estuviera diciendo: “puedes hablar, pero no olvidar de dónde viene el poder”.
El sombrero blanco —ese objeto que tan naturalmente asociamos con Mel— es en realidad el último eslabón de una cadena simbólica de poder liberal hondureño que vengo siguiendo desde hace tiempo. Desde Modesto Rodas Alvarado, cuyo bastón no fue solo literal sino político, pasando por la ruralidad folclórica de Roberto Suazo Córdova, hasta el giro populista de José Manuel Zelaya Rosales, el poder liberal en Honduras se ha representado no solo con discursos sino con objetos: bastones, sombreros, pañuelos, incluso estilos de vestir. Cada generación se ha apropiado de un símbolo que funciona como acto de legitimación frente a su base y como vehículo de continuidad frente al sistema. Es, como diría Pierre Bourdieu, un ejercicio de poder simbólico, en tanto “capacidad de imponer significaciones y de hacerlas reconocer como legítimas” sin necesidad de ejercer coerción directa.
Ese sombrero no es entonces un accesorio cualquiera: es una declaración de autoridad. Y al ser alzado por el nieto del presidente derrocado en 2009, durante un acto de proclamación que no es para él sino para una figura externa al linaje, se pone en escena un drama de sucesión. No es Mel quien lo levanta, ni quien lo ofrece. Es la presidenta quien lo delega simbólicamente, a través de su nieto. La consigna es clara: el poder se transmite, pero no se abandona.
El amarillo, en ese sentido, es una declaración ambigua. Es luz, advertencia, diferenciación. Es vitalidad frente al rojo intenso de la marea libre, pero también es señal de que algo no encaja del todo. Moncada, abogada, exministra, exconsejera del Consejo Nacional Electoral, no forma parte del núcleo familiar del zelayismo. No es una figura carismática al estilo de Xiomara ni populista como Mel. Es técnica, sobria, firme. Pero ahora, con la candidatura presidencial, debe convertirse en algo más: en símbolo viviente de continuidad sin desgaste, en rostro nuevo sin romper con el viejo relato.
En ese contexto, el discurso que Moncada pronunció cobra particular importancia. Desde el inicio se presentó como una figura nacida de la lucha, afirmando: “Vine con mi historia al hombro, con mis años de servicio, con mi moral, mi ética y lucha de décadas”. Apeló al linaje ético más que al genealógico, en un intento de construir legitimidad desde el mérito y la trayectoria. Luego, se lanzó con fuerza contra el bipartidismo tradicional —al que acusó de fraude y saqueo—, y defendió la gestión de Xiomara Castro subrayando logros legislativos y políticas de justicia social.
Sin embargo, el discurso también confirmó el dilema central de su campaña: Rixi habla desde dentro del sistema, pero sin ser su dueña. Evita confrontar a los núcleos duros de poder dentro de Libre, y se presenta como continuidad y ruptura al mismo tiempo. No hay en sus palabras una narrativa disruptiva ni una visión de país nueva. Su cierre, con el grito de guerra “¡No volverán!”, reafirma la lógica de confrontación, pero no articula una propuesta que trascienda la consigna. Es una defensa del terreno, no una exploración de nuevos horizontes.
Y ese es el verdadero dilema que deja la asamblea: ¿puede Rixi Moncada encarnar el relevo sin convertirse en una figura decorativa dentro de un linaje cerrado? ¿Puede liderar sin portar el sombrero?
Porque las encuestas ya han hablado, y el panorama no es alentador para Libre. En todos los estudios serios —ERIC-SJ, Paradigma, Expedition Strategies— Rixi aparece en tercer lugar. Detrás de Salvador Nasralla, que ha vuelto a capturar parte del voto independiente con un discurso anticorrupción y un perfil más transversal; y detrás de Nasry Asfura, que con todo el lastre del Partido Nacional, aún conserva una base dura movilizable. Moncada no solo no lidera: parte desde abajo. Y lo hace arrastrando el desgaste de un gobierno que prometió refundación y entrega, pero que ha naufragado en opacidad, conflictos internos y silencios estratégicos.
La crisis endémica en el Congreso, los escándalos de corrupción como el caso Koriun, el desencanto con la gestión en seguridad y salud, las pugnas en el seno del oficialismo, y la ambigua relación con Estados Unidos y organismos internacionales —incluyendo la frustrada CICIH— han debilitado seriamente el capital político de Libre. A eso se suma una creciente incomodidad de las Fuerzas Armadas, perceptible en gestos institucionales como el silencio del jefe del Estado Mayor en la despedida de Moncada del Ministerio de Defensa. Son signos de una fractura que puede no estar del todo a la vista, pero que ya se siente en las estructuras del poder.
Frente a este contexto, la campaña de Rixi Moncada tiene varios retos monumentales. Primero, construir una narrativa propia que no la convierta en una pieza intercambiable del relato zelayista. Su imagen no puede depender del favor de la presidenta, ni de los símbolos heredados. Segundo, recuperar el voto joven y urbano, que en 2021 se movilizó contra el narcoestado, pero que hoy siente que la promesa de cambio fue una ilusión. Tercero, enfrentar una oposición reconfigurada, que ha aprendido de sus errores y se organiza alrededor de figuras con poder comunicacional real. Cuarto, recomponer la relación con sectores progresistas defraudados y feministas desplazadas, que no encuentran eco en una administración dominada por intereses conservadores.
Y todo esto deberá hacerlo sin recursos ilimitados, sin una narrativa emocional potente, y con un aparato partidario más preocupado por mantener cuotas que por conquistar nuevos espacios. La presencia del nieto con el sombrero, por conmovedora que sea, no basta. El pueblo no elige linajes: elige esperanza. Y hoy, esa esperanza está fragmentada.
Nos queda claro hoy que la asamblea de Libre no fue un acto de proclamación; fue una escena de advertencia. Un ensayo general de la sucesión, donde el poder simbólico no quiso soltar el centro. Donde el sombrero se alzó, pero no se entregó. Donde Rixi brilló con luz propia, pero aún a contraluz del mito.
La campaña por la presidencia no será solo una lucha por votos: será una batalla por el relato. Y Rixi Moncada, si quiere ganar, tendrá que encontrar una manera de narrarse fuera del sombrero.