Trump, Emil Bove y el futuro cerrado de Juan Orlando Hernández

En política, como en la justicia, las apariencias pesan tanto como los hechos. Y a veces, más. La reciente ola de indultos otorgados por el presidente Donald Trump —incluyendo a celebridades, convictos por armas, fraude fiscal y hasta un líder pandillero— ha reabierto una pregunta que persiste, aunque sin eco oficial: ¿podría Juan Orlando Hernández ser uno de los próximos perdonados?

Sobre el papel, es una posibilidad real. El presidente de Estados Unidos tiene la potestad de conceder indultos por delitos federales, y el caso de JOH, condenado a 45 años por conspirar para traficar cocaína a Estados Unidos, encaja dentro de esa jurisdicción. La ley lo permite. El poder presidencial lo respalda. Pero la política, esa fuerza implacable que moldea lo posible, dice otra cosa.

Para entender por qué el camino de JOH hacia un indulto está cuesta arriba, hay que cruzar dos hechos recientes que en apariencia no están conectados. El primero es esa lista de indultos firmada por Trump, tan populista como selectiva, que algunos han interpretado como una señal de apertura para casos más complejos, más “geopolíticos”. El segundo, más silencioso pero quizás más revelador, es la nominación de Emil Bove —el fiscal que llevó a prisión a Tony Hernández, hermano del expresidente— como juez del Tribunal Federal del Tercer Circuito. Una promoción que no solo premia su trabajo anterior, sino que también lo valida políticamente ante la administración Trump.

Y es ahí donde la narrativa se enreda.

Porque si bien el indulto a JOH es jurídicamente viable, el ascenso de Bove complica cualquier lectura que pretenda ver a Trump como un posible salvador. ¿Cómo puede el mismo presidente que reconoce como juez federal a uno de los principales arquitectos de la ofensiva judicial contra los Hernández, revertir el resultado de ese proceso con un perdón presidencial? No es imposible. Pero sí improbable. Sería un giro contradictorio incluso para los estándares de Trump.

Aquí entra, sin embargo, una consideración personal que vale la pena incorporar al debate: a pesar de la gravedad de las acusaciones, el caso contra JOH tuvo fisuras importantes. El veredicto de culpabilidad no descansó en pruebas materiales contundentes —no hubo videos, ni grabaciones directas, ni rastros financieros irrefutables— sino en testimonios de narcotraficantes condenados que negociaban reducciones de pena. La imagen del “narco presidente” que se instaló en la opinión pública global fue en gran medida un arquetipo: una figura que condensaba la desconfianza hacia los gobiernos del Triángulo Norte, la sed de justicia del Departamento de Justicia tras el escándalo de los narcopolíticos y la necesidad de un trofeo que coronara la estrategia antidrogas en América Latina.

Ese trofeo, para bien o para mal, fue Juan Orlando Hernández. Y el arquitecto de esa narrativa, el que supo conectarla con la caída de Tony, fue precisamente Emil Bove.

Hay razones para pensar que Bove utilizó los casos de Tony y JOH como escalones en su carrera. Su estilo fiscal fue eficaz, pero también calculado. El ascenso que hoy le propone Trump no es casual. Es la consecuencia de haber entregado resultados políticos en una guerra judicial que, más allá de su fondo, operó también en función de prioridades estratégicas.

Pero incluso asumiendo ese cálculo, la paradoja se mantiene. Si Bove sube, JOH no sale. No hay señales de que la administración Trump esté interesada en revertir el caso. Y aunque voces marginales dentro del trumpismo —como Roger Stone— han dejado caer la idea de que JOH podría ser útil para una narrativa anti-Zelaya-Castro en Honduras, la causa no ha sido adoptada por ningún actor serio dentro de la campaña republicana.

Es cierto: Trump ha usado el indulto como un instrumento de lealtades. Ha perdonado a amigos, a provocadores mediáticos, a exmilitares condenados por crímenes de guerra. Pero JOH no forma parte de ese círculo. No moviliza simpatía, ni representa una causa ideológica para la base republicana. Y, sobre todo, está marcado por una narrativa que ni él mismo ha logrado revertir: la del presidente que convirtió a su país en un narcoestado.

En este contexto, la única salida jurídica que le queda a Hernández por el momento sigue siendo su apelación. Ese recurso, ya en curso, apunta a invalidar el juicio por presuntas irregularidades procesales, exceso de confianza en testimonios no corroborados y supuestas omisiones de la defensa. Es una batalla técnica, más lenta y menos política, que liberaría a Bove del proceso (porque no fue él el fiscal que llevó el caso contra JOH sino Jacob Gutwillig).

Porque mientras Trump premia al fiscal que condenó a Tony Hernández y por extensión a Juan Orlando, y el sistema judicial estadounidense cierra filas sobre ese caso, la puerta del indulto no parece una salida, sino un espejismo. El juicio de JOH puede haber estado sostenido por bases frágiles. Puede incluso haber sido más un símbolo que un acto de justicia pura. Pero en el juego del poder, los símbolos pesan. Y en este momento, pesan contra él.