OPINIÓN | Xiomara, Rixi y el silencio militar
Rixi Moncada se fue sin aplausos. Sin banda de guerra. Sin un “gracias por los servicios prestados” del general Roosevelt Hernández, jefe del Estado Mayor Conjunto. Sin sucesor nombrado. En un gobierno que suele hacer de cada acto una escena, de cada ceremonia una afirmación de poder, la despedida de la ministra de Defensa fue un gesto crudo: salga usted, cierre la puerta, y que nadie más entre.
Pero ese silencio, como todo en política, no es vacío. Es cálculo. Es mensaje. Es advertencia.
La renuncia de Moncada se inscribe en los plazos legales que exige la Constitución a quienes aspiran a la presidencia: seis meses antes de las elecciones generales. Como candidata ganadora en las internas del Partido Libre, su salida era inevitable. Lo que no era inevitable —ni mucho menos inocente— fue la forma en que se produjo: sin reemplazo inmediato, y con la presidenta Xiomara Castro asumiendo personalmente la conducción de la Secretaría de Defensa.
Ese movimiento, aparentemente administrativo, es en realidad una maniobra de concentración de poder en el momento más delicado del ciclo político hondureño. Porque en la Honduras de 2025, el Ministerio de Defensa no es solo una cartera. Es el lugar donde convergen los aparatos de coerción del Estado, el vínculo histórico entre poder civil y poder militar, y el eco de todos los fantasmas autoritarios que aún recorren la región.
En su discurso de despedida, Moncada construyó una narrativa de continuidad política. Habló del “proyecto socialista democrático”, del pueblo en resistencia, de los batallones verdes y los radares. Se presentó como servidora pública de largo aliento, y como heredera de la refundación nacional. Mencionó sus 430,000 votos como mandato legítimo. Y evitó cuidadosamente confrontar a nadie. No criticó, no acusó, no exigió. Salió en línea recta, de ministra a candidata.
Pero más revelador que su palabra fue la ausencia de palabra de los demás. Que el general Roosevelt Hernández —que dirige una institución históricamente celosa de su autonomía— no diera discurso y no marcara presencia, es un acto de frialdad institucional. En un lenguaje castrense donde cada saludo cuenta, el silencio fue una forma de rechazo.
Y la presidenta Castro lo supo. Por eso, en lugar de nombrar a un sucesor que pudiera incomodar al alto mando, confrontar a alguna facción de Libre o eclipsar a Moncada, optó por no nombrar a nadie. Prefirió el vacío. Prefirió retener el control.
Porque en tiempos de turbulencia, el mando directo es más efectivo que la delegación. Y Xiomara, que ya ha visto desde el exilio y desde el poder cómo se desmoronan los equilibrios institucionales, no está dispuesta a entregar ni un ápice de margen.
Pero esta decisión —quedarse con la Secretaría de Defensa como presidenta en funciones y jefa directa del aparato militar— rompe un pacto no escrito del sistema político hondureño: que el poder se comparte, al menos en apariencia. Que la figura presidencial no es a la vez comandante, árbitra, vocera y cancerbera del orden. Que los militares, por incómodos que resulten, merecen un interlocutor político que no sea el jefe máximo del Estado.
Ese pacto se ha roto.
Y para las Fuerzas Armadas, ese quiebre puede ser visto como una señal de desconfianza, o peor, de intento de subordinación política sin mediación. En vez de diálogo, orden. En vez de representación civil, mando directo. Para un estamento que, aunque ha sido instrumental en el sostenimiento de gobiernos democráticos y autoritarios por igual, valora su independencia operativa, esto puede interpretarse como un cerco.
En esa lógica, la omisión del general no fue una omisión: fue una respuesta.
Y entonces llegamos al dilema.
Concentrar el poder puede ser eficaz a corto plazo, especialmente en un gobierno con tensiones internas, con una sucesión incierta, con un país polarizado. Pero también aísla. Porque cuando una sola figura lo dirige todo, cuando no hay ministros que compartan el desgaste ni generales que refrenden públicamente las decisiones, el margen de error se reduce y el costo político se dispara.
Además, asumir directamente la cartera de Defensa en pleno proceso electoral alimenta la narrativa de autoritarismo que sectores opositores ya han empezado a explotar. Basta con que se presente una crisis —una protesta, una denuncia de fraude, una operación militar cuestionada— para que se señale a la presidenta no como líder civil, sino como mandataria armada.
Ese escenario, en una democracia frágil como la hondureña, no es teórico. Ya ocurrió en 2009. Y si bien los actores han cambiado, los símbolos permanecen.
El telón de fondo es claro: Libre no tiene unidad. Y Xiomara Castro está decidida a controlar cada flanco del proceso que viene. Rixi Moncada sale sin rival interno, sin sombra, sin sucesor. La presidenta se queda con Defensa como garante de su propio poder, pero también como señal de que nadie más será llamado a decidir sobre la seguridad nacional, al menos por ahora.
Pero el poder absoluto —lo sabe la historia, lo sabe el país— no garantiza lealtades eternas. Y cuando el silencio se instala entre los uniformados, cuando el protocolo se vuelve ausencia, cuando no hay quien despida ni quien reciba, los equilibrios ya se han roto.
Lo que queda, entonces, no es la estabilidad. Es la espera. La observación. El repliegue.
Y en esa zona gris, donde el poder se concentra y los otros callan, es donde comienzan las verdaderas crisis.