OPINIÓN | El fuego y el vacío. Anatomía de la convención liberal de 2025
La escena fue tan intensa como predecible. El 25 de mayo de 2025, bajo el calor húmedo del norte industrial, el Partido Liberal se reunió en el Gimnasio Municipal de San Pedro Sula para escenificar lo que, en apariencia, fue una muestra de fuerza política y renovación interna. En realidad, fue algo más delicado: un rito de transición, una coreografía para ocultar fracturas, una proclamación entre ecos de gloria pasada y urgencias del presente.
El ambiente era vibrante. Banderas rojo, blanco y rojo ondeaban con intensidad nostálgica, y los discursos resonaban con una mezcla de euforia y necesidad. Había algo teatral en la forma en que los oradores repetían palabras como “unidad”, “esperanza” y “victoria”. Pero también había algo frágil, algo que se parecía demasiado a un rezo.
En el fondo, todos sabían que la convención no solo significaba la proclamación de un candidato. Era, sobre todo, la escenificación de una refundación forzada. Porque si el Partido Liberal ha llegado hasta aquí, es porque ha aprendido a mutar. A veces como estrategia, a veces como reflejo condicionado. Y lo que ocurrió en San Pedro Sula fue exactamente eso: una mutación. Profunda. Ambigua. Irreversible.
La primera gran mutación se expresó en el traspaso de liderazgo entre Yani Rosenthal y Roberto Contreras. Rosenthal, heredero de una tradición política, financiera y familiar, entregó la presidencia del Consejo Central Ejecutivo como quien deja una finca cultivada: “La pelota queda en la cancha y sin portero”, dijo, aludiendo a una supuesta inminencia del triunfo electoral.
Y lo cierto es que Yani cumplió un ciclo improbable. Tomó las riendas de un partido arrinconado, dividido y en retirada, y lo condujo —con pragmatismo y una cuota de astucia— a una recuperación parcial. Bajo su mando, el PLH volvió a ocupar escaños, a pelear alcaldías, a figurar en encuestas. Y sobre todo, logró pactar con actores que le devolvieron oxígeno. Pero Yani era también la figura del límite: no podía encarnar el futuro sin recordar el pasado.
Contreras, en cambio, es un salto al vacío. Empresario reconvertido en político, populista de acento norteño, carismático sin programa, llega a la cima del partido como un símbolo de ruptura. Su ascenso implica más que un cambio de estilo: es el desplazamiento del poder interno del liberalismo desde Tegucigalpa a San Pedro Sula. Es la provincia tomándose el partido. La capital queda al margen. Y con ella, muchas de las tradiciones y controles que definían al liberalismo como institución.
El discurso de Contreras fue entusiasta, pero vago. Prometió cercanía con las bases, unidad sin imposiciones, y lealtad a Salvador Nasralla. Habló como alcalde y como candidato, no como estadista. Y eso —en un partido que se precia de haber formado presidentes, constituciones y repúblicas— puede ser una señal de decadencia… o de audacia. Aún es pronto para saberlo.
Uno de los puntos clave de la convención fue la reforma estatutaria que eliminó las referencias a las “asambleas del poder popular”, un vestigio ideológico introducido en los tiempos de Manuel Zelaya. Ese concepto, cercano a la democracia directa de inspiración bolivariana, había sobrevivido casi veinte años en los textos del partido, más por omisión que por convicción.
La reforma fue presentada como una purificación doctrinaria. El PLH se sacudía el último polvo del zelayismo y afirmaba su vocación liberal. Pero aquí aparece la contradicción central de esta nueva etapa: al mismo tiempo que se borraban las huellas de Mel, se abrían los brazos a Salvador Nasralla, una figura sin arraigo liberal, sin historia partidaria, sin programa ideológico claro.
El partido se define ahora más por lo que rechaza que por lo que defiende. No es socialista, no es refundacional, no es autoritario. ¿Pero qué es? La eliminación del zelayismo dejó un vacío doctrinario que aún no ha sido llenado. En vez de doctrina, hay urgencia electoral. En vez de proyecto, hay reacción.
Salvador Nasralla llegó a la convención como invitado de honor y salió como abanderado presidencial. Su discurso fue, como siempre, apasionado y táctico. Se presentó como heredero del pensamiento morazanista, como defensor del liberalismo traicionado, como voz del pueblo excluido. Fue, en términos estrictos, una reinvención más.
“Venimos a encender el fuego liberal que nunca se ha extinguido”, dijo. Y añadió que Morazán “no fue ni socialista, ni dictador, ni oportunista”. El guiño era claro: yo tampoco. Pero lo cierto es que Nasralla ha sido, en su carrera política, muchas cosas: presentador, empresario, candidato independiente, fundador del PAC, aliado de Libre, fundador del PSH. Y ahora, candidato del Partido Liberal.
Nasralla no tiene partido, pero ha sabido usar las estructuras de los partidos para seguir vigente. Es carismático, directo, y conecta con una ciudadanía harta. Pero no construye equipos, no articula ideologías, no genera institucionalidad. Su alianza con el PLH es, ante todo, instrumental. Si gana, lo hará con su propia lógica. Si pierde, el partido pagará el precio.
Entonces, ¿qué es el Partido Liberal de 2025?
No es, en sentido estricto, un partido liberal. Ha abandonado los textos clásicos, ha diluido su identidad ideológica, y ha dejado de ser un partido de cuadros. Tampoco es un partido doctrinario. No tiene línea programática clara ni una base movilizada por ideas.
Es, hoy, un cascarón con historia, un símbolo útil, una marca reconocible. Tiene estructura, tiene alcaldías, tiene bases rurales fieles. Pero le falta alma. Le falta dirección. Y sobre todo, le falta una idea de futuro.
Los llamados a la unidad, repetidos como mantras por todos los líderes en la convención, no son una muestra de fuerza: son una señal de fractura. El partido está desnudo, y lo sabe. Necesita cubrirse con una épica prestada, con una alianza funcional, con una ilusión de renacimiento.
Puede que lo logre. Puede que Nasralla, Contreras y los cuadros reorganizados lo lleven de vuelta a Casa Presidencial. Pero si eso ocurre sin redefinir lo que el partido es —y para qué existe—, el triunfo será hueco. Un accidente de la coyuntura. Una victoria sin pertenencia.
En tiempos de crisis democrática, los partidos deberían ser refugios ideológicos, plataformas de sentido, arquitecturas de largo plazo. El PLH fue eso. Hoy, intenta volver a ser algo. Pero aún no sabe qué. Su fuego, por ahora, alumbra más sombras que certezas. Y en la política hondureña, eso puede ser tanto una oportunidad… como una sentencia.