La paradoja de un gobierno que celebra a la prensa… y la persigue al día siguiente

La paradoja es inquietante: el viernes pasado, en un evento organizado por el Colegio de Periodistas de Honduras, se entregaron reconocimientos a reporteros y comunicadores por su trayectoria profesional. Se habló de libertad, de democracia, de la importancia del periodismo en la construcción del Estado de derecho. Fue, en teoría, un homenaje. Pero entre las sillas vacías, destacaba una ausencia imposible de ignorar: ningún alto representante del gobierno asistió al acto. Ni la presidenta, ni el secretario de Prensa, ni un viceministro de Cultura o de Gobernación. Ni el Presidente del Congreso Nacional o la Corte Suprema de justicia. Nadie. Ni una palabra, ni un gesto institucional. Ayer, 25 de mayo, se celebró oficialmente el Día del Periodista en Honduras, y el regalo del gobierno fue una ofensiva directa desde las Fuerzas Armadas contra un medio de comunicación, contra un periodista, contra la libertad de informar.

No es metáfora. Es literal. La Secretaría de Defensa —encabezada, vale subrayarlo, por la candidata presidencial del partido oficialista— ha lanzado una campaña de descrédito y amenazas legales contra el periodista Rodrigo Wong Arévalo, director del medio Abriendo Brecha, por haber denunciado presuntas irregularidades en el uso de fondos públicos vinculados al renglón 100 de las Fuerzas Armadas y su posible desvío hacia la empresa Koriun. Lo que debió ser una rectificación técnica se transformó en una operación de linchamiento institucional: cinco páginas de ataques en un medio institucional, comunicados oficiales, calificativos como “mentiroso” en mayúsculas y editoriales que lo tachan de “sicario de la verdad”.

Esta es la nueva cara del poder en Honduras. Un poder que no responde con transparencia, sino con acusaciones. Que no desmiente, sino que descalifica. Y que en vez de separar los canales civiles de defensa y crítica, los mezcla hasta hacer indistinguible el interés electoral de la obligación institucional. Porque cuando una funcionaria que también es candidata utiliza la plataforma de las Fuerzas Armadas para defender su gestión y atacar a la prensa, lo que está en juego no es solo la reputación de un periodista, sino la salud de la democracia.

Quienes crecimos bajo la sombra de los años ochenta —años de cuarteles y cuartelazos, de guerras sucias, de comunicados con firma militar y voz grave en televisión nacional— aprendimos algo básico: a desconfiar de las botas cuando se meten en la palabra. Sabíamos que tras cada mensaje institucional o editorial en Proyecciones Militares podía venir un allanamiento, un cierre de radio, un cadáver tirado en la quebrada. Por eso cuesta tanto digerir que, décadas después, sean nuevamente las Fuerzas Armadas quienes marquen la pauta de lo que se puede o no decir.

Lo más irónico es que esto ocurre bajo un gobierno que se autoproclama como el más democrático de las últimas décadas. Un gobierno que llegó prometiendo una refundación, y que sin embargo parece repetir los peores vicios del pasado. Porque si bien ha cambiado la narrativa, no ha cambiado la estructura. Las Fuerzas Armadas no fueron reformadas, solo realineadas ideológicamente. Antes eran brazo armado de las élites liberales o nacionalistas; hoy lo son del bloque gobernante. Pero el patrón es el mismo: el uso del poder armado para disciplinar a los críticos.

Y mientras tanto, en el Congreso Nacional, las cosas no son muy distintas. Frente a investigaciones serias, con fuentes verificadas y documentos públicos —como la revelada recientemente sobre los pagos hechos desde el Congreso a Carlos Zelaya, cuñado de la presidenta, según informes del medio ICN Digital—, la respuesta tampoco ha sido abrir los libros, auditar cuentas o rendir explicaciones. Ha sido otra vez el ataque: amenazas de querellas, discursos de odio, acusaciones de conspiración.

Este patrón se repite una y otra vez: el oficialismo responde con más fuerza contra quienes lo denuncian que contra quienes abusan del poder. En vez de transparentar, se atrinchera. En vez de explicar, grita. En vez de rendir cuentas, acusa.

Volvamos al acto del viernes. Allí estaban los periodistas de siempre, los que vivieron la crisis del golpe de 2009, los que cubrieron las tomas de carretera en el Aguán, los desalojos violentos, las elecciones amañadas, las masacres del narcotráfico, los que siguieron trabajando pese a las amenazas, al miedo, al desprecio de los poderosos. También estaban los más jóvenes, los que apenas comienzan, creyendo aún —y con razón— que contar lo que pasa puede cambiar las cosas. Allí estaban los más jóvenes, recién salidos de la universidad, creyendo —con la convicción aún intacta— que la prensa puede cambiar las cosas. Pero el mensaje fue claro: están solos. El Estado los homenajea con una mano y los amenaza con la otra. Los aplaude de frente y los investiga por la espalda.

Ese divorcio entre la prensa y el gobierno no es simbólico. Es real, y es peligroso. Porque un gobierno que se deslinda de la prensa no está defendiendo la institucionalidad: está preparándose para gobernar sin escrutinio. Está diciendo, con cada ataque, que la libertad de expresión es válida solo cuando sirve al poder, no cuando lo cuestiona. Que los medios tienen derecho a hablar, siempre y cuando no incomoden. Que la democracia se celebra, pero con guion aprobado.

Y es justamente en ese punto donde más deberíamos alarmarnos. Porque si en lugar de proteger el derecho a informar, el gobierno protege su derecho a intimidar, estamos entrando en un terreno donde el periodismo deja de ser un pilar del sistema democrático y pasa a ser tratado como un enemigo interno. Una figura molesta, a la que se tolera con fastidio, y se castiga con gusto.

Defender a un periodista no es validar todo lo que dice. Es reconocer que su derecho a equivocarse es parte del ecosistema democrático. Que el error se corrige con debate, no con intimidación. Que la información falsa se desmonta con datos, no con comunicados sellados por militares. Y que si el periodista tiene pruebas, corresponde al Ministerio Público investigarlas, no a los oficiales de prensa del Ejército redactar edictos como si estuvieran en tiempos de guerra.

¿Puede Wong Arévalo estar equivocado? Por supuesto. ¿Puede haber actuado con intención política? Es posible. Pero eso no anula su derecho a preguntar, a denunciar, a investigar. Y no anula nuestro deber, como sociedad, de proteger ese derecho.

Porque si no lo hacemos hoy, cuando las denuncias son incómodas, mañana no tendremos cómo denunciar cuando las cosas sean intolerables.

Y entonces, cuando el gobierno vuelva a organizar una ceremonia para homenajear a la prensa, tal vez ya nadie quiera asistir. No porque no haya periodistas, sino porque ya no habrá libertad que celebrar.