Cuando Pedro López despertó aquella noche, no fue el zumbido de los zancudos ni el crujido de la madera vieja lo que lo sacó del sueño. Fue el grito de un militar salvadoreño: “¡Ajá, terroristas hijos de la gran puta!”. No era una pesadilla ni una redada en un barrio marginal de San Salvador. Era La Orilla, una comunidad binacional donde cada día se cruza la frontera como si fuera un patio más del vecindario, donde dormir en una casa de techo de zinc al otro lado del riachuelo nunca había sido un crimen. Hasta que lo fue. Hasta que El Salvador decidió que la pobreza se parece demasiado al delito, y que ser joven, lenca y jornalero podía ser prueba suficiente de pertenecer a una estructura criminal.

Esta historia —recogida con rigor y humanidad por el periodista Allan Bu en Contracorriente— podría parecer una anécdota más del régimen de excepción que rige en El Salvador desde 2022. Pero no lo es. Porque no solo se trata de siete indígenas hondureños encarcelados arbitrariamente. Se trata de siete vidas rotas, de siete familias que no saben si sus hijos están vivos, de un país —Honduras— que ha optado por el mutismo diplomático y la indiferencia institucional. Y se trata, también, del modelo de castigo que hoy amenaza con convertirse en la regla en Centroamérica: un régimen donde la justicia ya no necesita pruebas, solo perfiles.

El régimen de excepción de Nayib Bukele, celebrado por muchos como una hazaña de “mano dura” contra las pandillas, ha derivado en una política de encarcelamiento masivo sin garantías. Más de 90,000 detenidos, decenas de miles sin juicio, cientos muertos bajo custodia estatal. Las víctimas ya no son solo pandilleros: son jóvenes confundidos con criminales por la forma de su pelo, por una seña de manos malinterpretada, por dormir en el lugar equivocado. En este caso, los siete hondureños fueron apresados por dormir donde no debían. Esa fue su “asociación ilícita”: cruzar un riachuelo para descansar tras limpiar diez manzanas de tierra por seis dólares al día.

La acusación es, en el mejor de los casos, un disparate: supuestas fotos de rituales satánicos (en realidad, probablemente imágenes de jóvenes haciendo gestos rockeros), la pintura de un caballo en una pared que “parece” una seña pandillera, o el testimonio de soldados que contradicen la evidencia fotográfica de la captura. Pero la lógica del régimen no necesita pruebas: necesita cuerpos. Cuerpos pobres, jóvenes, mestizos o indígenas, preferiblemente sin abogados, sin redes de apoyo, sin cámaras apuntando.

¿Dónde está el gobierno de Honduras? ¿Dónde están los reclamos oficiales? ¿Por qué el vicecanciller de asuntos migratorios puede limitarse a decir que “no tiene información”? Este silencio es más que negligencia. Es complicidad. Porque si el régimen de Bukele ha alcanzado estos extremos, es en parte porque el resto de la región —incluyendo Tegucigalpa— lo ha permitido. Se aplauden los índices de homicidios en descenso, pero se callan los cementerios sin nombres, las cárceles donde nadie entra, los procesos judiciales masivos con 300 acusados y una sola audiencia.

En lugar de exigir justicia para estos siete ciudadanos —que no son “casos individuales” sino símbolo de una vulnerabilidad estructural—, el Estado hondureño opta por mirar hacia otro lado. Como si el hecho de que trabajaran al otro lado de la línea imaginaria del río los convirtiera en desechables. Como si la doble condición de pobres e indígenas implicara, también, una doble condena: la del régimen salvadoreño que los encierra, y la del país que debería protegerlos y guarda silencio.

Hay algo profundamente perverso en la forma en que el régimen de excepción en El Salvador ha sido normalizado. Lo que comenzó como una respuesta ante el poder devastador de las maras —esa herida abierta que tantos gobiernos ignoraron— se ha convertido en un sistema penal paralelo, donde los principios básicos del debido proceso han sido desmantelados en nombre del orden. En este nuevo orden, la pobreza no es un síntoma que se atiende: es una amenaza que se encarcela.

La historia de estos siete hombres nos obliga a preguntarnos qué clase de sociedad estamos construyendo. ¿Una donde el miedo justifica el autoritarismo? ¿Donde la eficacia se mide en cuerpos presos y no en derechos respetados? ¿Dónde la solidaridad termina en la frontera? Porque si Honduras no es capaz de alzar la voz por sus propios ciudadanos, si no es capaz de proteger a siete jornaleros indígenas que salieron a trabajar con un machete al hombro y hoy languidecen en una cárcel sin juicio, ¿entonces qué nos queda? ¿Una nación que solo reclama cuando las cámaras están presentes?

Y si el régimen salvadoreño puede operar así con extranjeros, ¿qué impide que lo haga con cualquiera? Este no es solo un problema de soberanía o derechos humanos. Es un síntoma de una época en la que la crueldad se disfraza de justicia, y la seguridad se usa como coartada para eliminar derechos.

Las familias en El Pescadito aún rezan por un milagro. No por justicia —esa ya les parece inalcanzable—, sino por saber si sus hijos están vivos. A veces reciben cartas que no saben si son reales, escritas por manos que podrían ya no existir. Lo mínimo que puede hacer el gobierno hondureño es dejar de ignorarlas. Lo mínimo es exigir respuestas. Porque cuando el Estado renuncia a defender a los suyos, está cediendo no solo su soberanía, sino su alma.

Quizá lo más aterrador de todo no es que el régimen de Bukele encierre a inocentes. Es que muchos comienzan a pensar que eso está bien, que es necesario, que es un daño colateral. Pero si encarcelar a siete indígenas por dormir en el lugar equivocado se vuelve aceptable, ¿cuánto falta para que nos acostumbremos a otras injusticias? ¿Cuánto falta para que el silencio se vuelva norma?

No se trata solo de siete hondureños. Se trata de todos los que, por ser pobres, por ser jóvenes, por ser invisibles, pueden ser los próximos. Y de un país que debe decidir si quiere ser su carcelero… o su voz