Y si no lo entendemos ahora, será la primera de muchas otras formas del colapso.

Durante seis años, Koriun funcionó sin licencia financiera, sin modelo productivo, sin supervisión del Estado. No operaba en la clandestinidad, sino a plena luz: locales visibles, asesoras con uniforme, testimonios en TikTok, dividendos semanales pagados en efectivo. Prometía duplicar tu inversión en seis meses. Y cumplía. Más de 35,000 personas se sumaron. Algunas por fe, otras por intuición. La lógica era simple: mientras paguen, no preguntes. Y pagaban. Puntual. Religiosamente.

Pero Koriun no vendía productos ni generaba servicios. No había inversión real, ni producción que justificara su flujo. Solo circulaban billetes, promesas, lealtades. Un esquema Ponzi no sobrevive seis años sin una fuente externa que lo sostenga. Eventualmente los nuevos incautos dejan de llegar. Lo que sostenía a Koriun no era la confianza de los pobres, sino algo más profundo y más oscuro: la necesidad del crimen organizado de introducir sus fondos al circuito económico. En un país donde el efectivo de la extorsión, el narcomenudeo o el contrabando circula libremente por ciudades como Choloma, Koriun ofrecía una solución elegante: fragmentar el dinero, vestirlo de inversión comunitaria, devolverlo al sistema como ingreso legítimo.

Eso es lo que era: una lavadora silenciosa, disfrazada de empresa solidaria. Un dispositivo que mezclaba dinero sucio con dinero esperanzado, y lo convertía en dividendos sociales. Pero también en votos. En lealtad. En fe.

Porque lo más potente de Koriun no era el modelo financiero, sino su simbología emocional. No ofrecía inversión, ofrecía redención. Los dividendos semanales no eran solo ingreso: eran justicia invertida. Eran reparación histórica en un país donde el sistema solo ha funcionado para los de arriba. El que invertía no se sentía estafado: se sentía listo, astuto, parte de una economía paralela que por fin le hablaba en su idioma. Y si el dinero venía de las maras, pandillas, políticos corruptos o del mismo diablo, qué más daba. En su lógica: el Estado les ha robado más, y lo ha hecho sin pagar un solo lempira de vuelta.

En ese sentido, el dividendo era una forma de venganza. Una revancha del pobre, disfrazada de oportunidad, de astucia financiera. Se mezclaba con el lenguaje de la fe: “Dios multiplica”, “siembra y cosecharás”. Las redes sociales completaban la parábola. TikTok hacía el trabajo que antes hacían los feriantes y los predicadores: convertir una cadena de pagos en un acto de comunidad, de pertenencia. Koriun no era una empresa, era una liturgia.

Y esa liturgia solo se rompe cuando intenta formalizarse. Cuando quiere entrar al sistema bancario, abrir cuentas, transferir fondos. Allí aparecen los informes de perfil inusual, las alertas de la Unidad de Inteligencia Financiera, las órdenes de congelamiento. El sistema reacciona no porque haya visto el problema a tiempo, sino porque el problema se atrevió a tocarle la puerta.

Entonces aparece el Estado. Pero no como autoridad, sino como espectador desorientado. Llama “pirámide” a lo que no sabe nombrar porque es demasiado complejo. Habla de “riesgos financieros” como si esto fuera un problema contable para los más pobres. Nadie en el gobierno explica lo esencial: cómo un esquema de esta magnitud pudo operar durante seis años sin ningún tipo de control. Cómo se movieron cientos de millones de lempiras (ni siquiera sabemos cuánto dinero se movió allí todos estos años) sin que nadie preguntara nada. Cómo se naturalizó el dinero de origen ilícito en nombre de la inversión social.

La respuesta es tan sencilla como aterradora: el Estado ya no está allí. Lo han desplazado. Lo han vaciado. Lo han sustituido.

La burocracia hondureña opera con mapas del siglo XX en un territorio criminal que pertenece al XXI. Siguen creyendo que gobiernan desde arriba, cuando el país real se organiza desde abajo, desde los bordes, desde las economías informales, las iglesias-financieras, las estructuras paralelas. Y cuando intervienen, lo hacen como ahora, con torpeza, porque no entienden el idioma que se habla en su propio territorio.

No pueden ser frontales, porque una verdad los paraliza: Koriun no fue solo una omisión. Fue posible porque el Estado (alguien) la permitió. Porque nadie auditó. Porque muchos se beneficiaron. Porque en Honduras —como en buena parte de América Latina— el crimen no ha capturado al Estado: lo ha vuelto irrelevante.

Esa es la tragedia que estamos viendo ahora. Y esa es también la advertencia.

Hoy, Koriun ha caído. Pero su modelo sobrevive. Porque la necesidad sigue. Porque el dinero sucio sigue circulando. Porque el Estado sigue sin aparecer. La próxima estructura vendrá con otro nombre, otra interfaz, otro discurso. Será más pulcra, más digital, más incluyente. Pero hará lo mismo: prometer ganancia, ofrecer redención, lavar dinero del crimen organizado sin que nadie mire.

Y cuando explote, fingiremos sorpresa.

Porque lo que murió hoy no fue solo una empresa ilegal. Lo que murió fue la ficción del Estado. Y nadie, todavía, aunque apesta, se atreve a ver el cadáver.