OPINIÓN | ¿Qué está pasando con Jorge Cálix?
A esta altura queda claro que en Honduras, los conflictos políticos, rara vez mueren. Se transforman, se reacomodan, cambian de nombres, pero siguen latiendo bajo la superficie del poder. El caso de Jorge Cálix es uno de esos espectros que reaparecen justo cuando parecía haberse cambiado de página. Lo que comenzó como una rebelión interna dentro de Libre en 2022, hoy se ha convertido en una batalla frontal entre un hombre y todo el aparato político que, durante tres años, ha intentado (con todo) borrarlo del mapa.
Esta historia comenzó en enero de 2022, cuando la bancada de Libre se fracturó en dos bandos el día de la elección de la directiva del Congreso Nacional. El acuerdo político entre Mel Zelaya y Salvador Nasralla —que daba la presidencia del Legislativo a Luis Redondo— fue desafiado por un grupo de 18 diputados encabezados por Cálix. Aquella sesión caótica en Bosques de Zambrano no fue solo un episodio de indisciplina partidaria; fue el inicio de una guerra interna por el control real del poder legislativo. El desenlace es conocido: Cálix fue expulsado, Redondo consolidó su mandato con el respaldo directo de Mel Zelaya y el bloque disidente fue reintegrado más tarde, tras una negociación que buscó “unificar” Libre y sellar la paz interna.
Esa tregua tuvo precio. Como parte de la reconciliación, a Cálix y a su grupo se les permitió manejar tres instituciones clave: el Instituto de la Propiedad (IP), Copeco y el Pani. Era una alianza pragmática: el oficialismo aseguraba gobernabilidad y Cálix conservaba influencia. Pero, como todo pacto que no nace de convicciones sino de necesidad, estaba condenado a romperse. En cuanto anunció su aspiración presidencial —una jugada que lo colocaba fuera del control de la familia Zelaya—, el acuerdo se disolvió. El castigo fue inmediato: primero el aislamiento político, luego la expulsión definitiva, y ahora, la ofensiva judicial.
Hoy, tres años después, el conflicto ha regresado con más fuerza. Cálix, ya fuera de Libre y ahora parte del Partido Liberal, se enfrenta a una cadena de obstáculos que parecen coordinados: la negativa del CNE a inscribir su candidatura a diputado por Olancho —el feudo histórico de los Zelaya— y, casi en paralelo, denuncias por supuestos actos de corrupción en el Instituto de la Propiedad, precisamente la institución que le fue asignada durante aquella efímera reconciliación.
Según el secretario del IP, Francisco Bocanegra, tanto Cálix como su esposa habrían recibido pagos irregulares provenientes de fideicomisos públicos. Él lo niega con vehemencia, calificando las acusaciones como parte de una “campaña política para neutralizarlo”. No es un argumento menor: en un país donde la justicia suele despertar solo cuando la política la llama, el timing de las denuncias resulta demasiado oportuno como para no sospechar.
Pero el punto más delicado no es la acusación penal sino el veto electoral. El CNE le niega la inscripción alegando que no cumple con el requisito constitucional de “vínculo territorial”: no nació ni ha residido en Olancho durante los últimos cinco años. Es un argumento legalmente sólido, pero políticamente frágil. Porque al mismo tiempo que el CNE invoca la Constitución para excluirlo, autorizó la inscripción de Rodolfo Padilla Sunceri como candidato a alcalde de San Pedro Sula por Libre, pese a haber pasado más de quince años fuera del país y cargar con una condena por corrupción.
Ese doble rasero es la grieta por donde Cálix ha construido su narrativa. Si a un condenado ausente se le permite competir, ¿por qué a él, sin sentencia firme ni impedimento judicial, se le impide participar? En otras palabras: el problema no es la norma, sino a quién se aplica. Y ahí radica la fuerza simbólica de su discurso. Cálix no está solo defendiendo su candidatura; está exponiendo lo que muchos perciben como el uso político de las instituciones electorales.
A este cuadro se suma otro actor clave: Luis Redondo, el presidente del Congreso Nacional y viejo antagonista de Cálix. En los últimos días, Redondo ha vuelto al centro de la escena, no solo opinando sobre la legalidad de su inscripción, sino impulsando desde el Legislativo una presión directa sobre el Tribunal de Justicia Electoral (TJE) y el Ministerio Público. Según el mismo Redondo manifestara, él ha pedido investigar a los magistrados del TJE por presuntas “irregularidades administrativas”, justo cuando deben resolver la apelación de Cálix. Es decir, el poder político está intentando influir —o al menos intimidar— a la institución que debe decidir sobre la validez de la candidatura de quien se ve como su némesis.
El problema de fondo no es solo político, sino institucional: la Fiscalía General que Redondo pretende movilizar fue nombrada por la Comisión Permanente del Congreso, en uno de los episodios más cuestionados del derecho constitucional reciente. Aquel “atajo jurídico”, ejecutado sin el voto de la mayoría de diputados y al margen del procedimiento ordinario, fue denunciado por juristas y organizaciones civiles como una usurpación de funciones. Y ahora, esa misma Fiscalía actúa bajo presión política para abrir expedientes contra magistrados que no se alinean con los intereses del oficialismo.
El caso Cálix es apenas la excusa. Lo que se está poniendo a prueba es la independencia del TJE, un órgano que, en teoría, debería estar blindado de cualquier interferencia del Congreso o del Ejecutivo. Pero en la práctica, está siendo empujado a una confrontación donde el mensaje es claro: quien no obedece, paga las consecuencias.
A esto se añade un elemento que vuelve el escenario aún más turbio: las acusaciones de corrupción contra Cálix no son nuevas. Según diversas fuentes internas del IP, los documentos estaban listos desde hace meses, pero el Ministerio Público decidió “presentarlos” justo ahora, en plena disputa electoral. No es coincidencia: es estrategia. Cuando el aparato del Estado se sincroniza de ese modo, no actúa con justicia, sino con cálculo.
Y el cálculo político es evidente. Lo que buscan no es una condena, sino un desgaste. Instalar la sospecha, bloquear su inscripción, apartarlo del juego antes de que pueda amenazar el equilibrio interno del poder. Porque si Cálix regresa al Congreso —como diputado del Partido Liberal—, la posibilidad de que una nueva alianza le permita disputar la presidencia del Legislativo se convierte en un riesgo real para el oficialismo. En otras palabras: no se trata solo de Olancho, se trata del control futuro del Congreso Nacional.
Pero esta guerra institucional tiene un costo mayor: la hipocresía se vuelve visible. Mientras se persigue a Cálix por supuestamente usar recursos del Estado en campaña, se normaliza el uso masivo de fondos y estructura pública para promover a la candidata oficialista. Casos como el de Sededol, con su red de propaganda encubierta financiada con recursos públicos, o las giras con fondos estatales que se presentan como “actos de gobierno”, revelan un patrón de impunidad selectiva. La ley se convierte en una herramienta de castigo, no en un instrumento de equidad.
En este contexto, Cálix ha sabido convertir su desventaja en discurso. Se proyecta como el David que desafía a un Goliat que concentra el poder político, judicial y mediático. Cada veto, cada denuncia, cada ataque, le refuerza la narrativa de víctima del sistema. Su adversario, en cambio, parece perder legitimidad cada vez que usa las instituciones como armas.
Si el Tribunal de Justicia Electoral ratifica el veto, Cálix habrá perdido jurídicamente, pero no políticamente. Habrá consolidado su figura como opositor legítimo, reforzando la percepción de que el gobierno usa la ley como escudo y la justicia como espada. Si, en cambio, logra que se le inscriba, se convertirá en el símbolo del político que venció al sistema desde la soledad de su trinchera.
Sea cual sea el desenlace, el caso de Jorge Cálix es mucho más que un expediente electoral. Es el retrato de un Estado que se dice democrático pero se comporta como un poder cerrado sobre sí mismo. Es la historia de un político que, pese a sus contradicciones, ha logrado encarnar el papel del rebelde en un sistema que castiga la disidencia.
Y en un país donde Goliat siempre gana, el simple hecho de que David siga peleando —y de que lo haga con una piedra llamada opinión pública— ya es, en sí mismo, una forma de victoria.