La mayoría de ellos no quieren hablar. Ya no. Al principio sí: contaban sus historias a cualquiera que los escuchara, describían la huida por la selva del Darién, el cruce de fronteras a medianoche, las noches dormidas sobre cartones en terminales de buses en su trayecto al norte. Pero con el tiempo, aprendieron que contar su historia no cambia nada. Así que han optado por el silencio. Un silencio cargado. Como el de los soldados que regresan de una guerra que perdieron.

A veces uno los ve sentados, mirando al vacío. No al horizonte: al vacío. Porque el horizonte implica que hay algo más allá. Ellos ya no lo creen. Para ellos ya no hay nada más allá. Se parecen a Eneas después del incendio: no al joven príncipe, sino al hombre devastado, cubierto de ceniza, al que le preguntan hacia dónde va y responde: “donde no me recuerden”.

Hay madres que perdieron a sus hijos en el camino, pero siguen caminando como si aún los llevaran de la mano. Hay hombres que no saben escribir, pero tienen en la memoria el número de una tía en Nueva Jersey, como un rezo. Hay niños que no lloran. Solo observan. Han entendido, sin que nadie se los explique, que en este mundo llorar no sirve.

Vidas desperdiciadas, decía Bauman. Pero lo más brutal de esa frase no es lo que denuncia, sino lo que deja implícito: que esas vidas alguna vez fueron promesa. Alguna vez fueron valiosas. Alguna vez se pensaron destino, no error. Bauman explicaba que en la modernidad líquida, los seres humanos se vuelven descartables no porque hayan fallado, sino porque el sistema no sabe qué hacer con ellos. No son útiles ya. No son rentables. Y como no hay lugar para ellos en la estructura productiva o simbólica del mundo global, se los relega. Se los administra. Se los deja a la intemperie, como se deja a un objeto roto en la orilla de una carretera.

El artículo del New York Times “Los migrantes atrapados en México que buscan volver a casa lo confirma sin adornos: son cientos de miles. En los últimos meses, desde que Trump volvió a la Casa Blanca, se han reinstaurado políticas que convierten a estos migrantes en estatuas de sal. No pueden avanzar. No pueden retroceder. Son fantasmas legales. Ni siquiera están en el limbo: están en un limbo que ya ni siquiera pretende llamarse así.

Los albergues están sobrepoblados. Las rutas están militarizadas. Las visas humanitarias no llegan. Las deportaciones ocurren sin aviso. Y las autoridades mexicanas, presionadas por Washington, han endurecido sus mecanismos de contención. El resultado: familias atrapadas entre el hambre y la incertidumbre. Sin trabajo, sin techo, sin Estado. Algunos, como los personajes de Beckett, ya solo se sientan y esperan. Esperan a Godot, o a que se rompa el cielo.

¿Y qué pensaban al salir? Que del otro lado habría algo. No lujo. No riqueza. Algo. Un pequeño apartamento. Un salario mínimo. Una cama. Un futuro para sus hijos. No esperaban una vida brillante. Esperaban una vida vivible.

Pero eso es lo que más duele: saber que se ha sido ingenuo. Que el mundo no solo no te quería, sino que nunca tuvo intención de quererte. Y así, día tras día, mes tras mes, la fe se transforma en cinismo, y el cinismo en desesperación. Y cuando ya no hay palabras para decir lo que se siente, lo que queda es el cuerpo. Ese cuerpo que se cansa, que se enferma, que envejece antes de tiempo.

Una mujer en Tapachula decía: “Me fui con esperanza, y ahora solo quiero dormir”. No es una metáfora. Quería morir porque la muerte es algo, un lugar a donde ir.

Eneas, en algún momento, se arrodilla. No le reza a nadie. Solo se arrodilla. Porque no puede más. Eso hacen también muchos de estos migrantes: no se hincan ante un altar, sino ante la certeza del abandono. Un abandono que no tiene rostro, ni voz, ni frontera: es el abandono estructural del mundo contemporáneo.

Pero hay algo más terrible aún. Eneas tenía a Virgilio. Su dolor fue escrito. Su historia, narrada. Estos migrantes, en cambio, no tienen poeta que los cante. Sus vidas no están en los libros. Sus nombres no figuran en las estadísticas. Son invisibles. Innombrables. Ni siquiera están destinados al olvido: están condenados al no haber sido.

Entonces, ¿cómo se narra esto que está ocurriendo? ¿Cómo se pone en palabras el dolor de quien no tiene derecho a tener dolor? Quizás por eso es tan importante seguir contándolo. No para consolar. No para denunciar. Sino para decir, simplemente: esto existe. Estas personas existen. Y son, en cierto modo, el espejo roto de nuestra civilización.

No hay un barco esperándolos. No hay una diosa que los guíe. No hay promesa de fundar una nueva ciudad. Hay solo una pregunta suspendida en el aire: ¿y ahora qué?

Y nadie responde.