OPINIÓN: No temer a Dios. Manual urgente de catecismo revolucionario
En política, no todos los errores cuestan lo mismo. Algunos se barren con cinismo. Otros se capitalizan como provocación. Y hay unos —los menos, los peligrosos— que resuenan en capas profundas de la conciencia colectiva, ahí donde no basta una explicación política para desactivarlos. Esta semana, Manuel Zelaya Rosales se topó con uno de esos.
Durante la marcha del Primero de Mayo, entre banderas rojas, gritos sindicales y la retórica vibrante de siempre, se le fue una frase que, para muchos, sonó a sacrilegio: “No le tengo miedo ni a Dios”. El video se regó como pólvora. No tardó en llegar el escándalo. Porque en un país donde la fe es una reserva emocional, una última tabla de orden moral, decir eso equivale a romper un pacto tácito con la gente. Puede ser populista, autoritario, incoherente, pero no puede —nunca debe— desafiar a Dios.
Y Mel lo sabe. Lo supo apenas bajó del estrado. Por eso, menos de 48 horas después, publicó una cadena de tuits que son, a falta de mejor nombre, un acto de contrición pública. Un catecismo acelerado en cuatro puntos. Una apología forzada en forma de doctrina. Un intento de “corregir” la herejía, pero también de retomar el control del relato. Porque si algo sabe Zelaya, además de estrategia, es que el verdadero poder no está solo en lo que se dice, sino en cómo se lo explica después.
Ahora, yo no soy experto en religión. No tengo formación teológica, ni he leído a fondo a los Padres de la Iglesia, ni domino el griego bíblico. Pero —y aquí es donde empiezo a comprender a Mel— yo también estuve en un colegio católico. Y si él cree que eso lo habilita para interpretar las Escrituras y pontificar sobre el temor de Dios, me siento igualmente autorizado para leerle entre líneas. Además, pasé un año en un colegio militar, así que algo sé de maniobras, tácticas de repliegue y estrategias de comunicación en terreno hostil.
El primer tuit de Zelaya es casi un certificado de inocencia: estudió en un colegio cristiano católico, tiene título en Ciencias y Letras, y eso —dice— lo habilita a hablar con “humildad, propiedad y conocimiento” sobre religión. Es un movimiento clásico: la apelación biográfica como blindaje. Pero aquí ya hay una primera contradicción. El catolicismo, como doctrina, no se legitima por el paso escolar sino por la fe vivida, el estudio serio y el reconocimiento de la tradición. Haber rezado en las mañanas antes de las clases no te convierte en intérprete autorizado del temor de Dios.
Luego, en el segundo tuit, Zelaya cita (sin decirlo) la carta a los Hebreos: “no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia…”. El objetivo es claro: justificar que el temor a Dios nace de su omnisciencia. Pero la interpretación es interesada. No hay una verdadera exégesis. Es una lectura instrumental: una manera de decir que Dios todo lo ve, todo lo juzga, y que él, Zelaya, vive tan rectamente que no tiene nada que temer. Una jugada arriesgada: convierte a Dios en un gran fiscal cósmico, y a él en el único que ya pasó la auditoría.
El tercer tuit da un paso más: redefine el temor a Dios no como miedo sino como reverencia. Bien. Eso lo diría cualquier buen teólogo. Pero aquí el problema no es lo que dice, sino para qué lo dice. La frase inicial de la marcha no fue una disquisición sobre el temor reverencial. Fue una provocación. Un exabrupto de poder. Un “no le temo ni a Dios” dicho en tono de desafío, no de oración. Lo que Mel intenta ahora es reescribir el contexto. Cambiar el tono. Enderezar el espíritu de la frase. Pero las palabras tienen peso, sobre todo cuando se dicen frente al pueblo.
Y entonces llega el cuarto tuit. El más político. El más directo. Allí se sacude toda duda: esto no es una meditación espiritual, es un acto de guerra. Zelaya afirma, con humildad y firmeza —esa extraña pareja— que él no teme a Dios porque vive con fe y rectitud. Y que los que sí deben temer son los “fariseos modernos”, los hipócritas, los “sepulcros blanqueados” que se han adueñado de la riqueza del país. A estas alturas ya no queda duda: el hilo no busca disculpa, busca revancha. No es una aclaración doctrinal, es una escaramuza más en la larga batalla por el relato.
El problema —y aquí está lo serio— es que Mel está jugando con un lenguaje que no admite doble uso. La religión no funciona como la política. En el templo no se puede decir lo que en la plaza. Cuando se invoca a Dios, hay reglas no escritas que el pueblo sí entiende, aunque los caudillos las olviden. Y aunque Zelaya quiera reconstruir el puente con un rosario de tuits, lo cierto es que hay cosas que no se borran con una cita bíblica. No basta decir “no temo porque soy bueno”. Porque justamente, lo que distingue al creyente del cínico, es que incluso el justo —sobre todo el justo— teme a Dios.
Tal vez el problema de fondo no sea que Zelaya haya desafiado a Dios. Tal vez lo grave sea que haya creído que podía explicarlo después como si nada. Que bastaba un recordatorio de su educación católica, un par de citas y una condena a los de siempre. Que podía usar la Biblia como escudo, cuando lo que realmente necesitaba era un poco de silencio, o de verdad. Porque hay frases que no se corrigen. Se asumen. O se lamentan. Pero no se lavan con teología de Google.
Y así, entre sermones y contraataques, entre retuits místicos y denuncias morales, Mel Zelaya terminó dándonos una lección que no venía en el catecismo: cuando un político se pone a citar la Biblia para explicar una frase mal dicha, lo que teme no es a Dios. Es a la reacción del pueblo.



