Ayer, en Honduras, tres nombres quedaron fijados como advertencia: Perfecto Jesús Enamorado Paz, Arcadio Corrales Estrada y Antonio David Kattán Rivera. Un juez decretó auto de formal procesamiento y prisión preventiva contra ellos por “actos preparatorios punibles para cometer asociación terrorista” en perjuicio del orden público. El expediente revela el esqueleto de la acusación: una denuncia anónima; un sobre de manila con dos memorias USB; cinco audios y tres capturas de WhatsApp; un grupo llamado PRH (Honduras) con 165 miembros; frases altisonantes, violentas, detestables en su forma; y nada más que pueda convertirse en logística, armas ilegales, planes operativos, mapas, explosivos o rutas. De los allanamientos, según el propio agente investigador, no salió evidencia material relevante, salvo celulares incautados y un arma legalmente registrada. Con eso alcanzó para encarcelarlos. Con eso, y con una coyuntura política que pide espectáculo.

El origen de la prueba—una “denuncia anónima” que llega a Seguridad en un sobre con USB previamente revisadas, según reconoció un jerarca policial—sería, en un sistema celoso de sus garantías, apenas una pista a verificar, no la piedra angular de una persecución penal. En este caso, en cambio, esa pista se transformó en vía rápida hacia la prisión preventiva. El laboratorio forense embaló, listó y transcribió mensajes; el peritaje de extracción de datos corroboró la pertenencia a chats y el contenido —incluida la frase “hay que matar a Mel Zelaya”—; la Fiscalía hiló el tipo penal con el artículo 587 del Código Penal (asociación terrorista) y lo ató al artículo 20 (actos preparatorios punibles). El juez, en coherencia con lo que la audiencia inicial exige —“mínima actividad probatoria” e “indicios racionales suficientes”—, concluyó que hay provocación directa a delinquir por medio de WhatsApp y que ello basta, por ahora, para procesar y encarcelar. Si uno se aferra al expediente, es imposible no ver la grieta: el salto entre la retórica encendida en un chat y la categoría de terrorismo se salva aquí por el atajo de la etapa procesal, no por la solidez del caso.

No cuesta entender por qué ocurre ahora. El sábado pasado, la marcha convocada por iglesias católicas y evangélicas volvió a poner cuerpos y consignas en las calles, con un talante opositor inocultable. Días antes, desde Estados Unidos, la fiscal Pam Bondi colocó a Honduras en el eje de la sospecha internacional al hablar del uso del espacio aéreo por parte de Venezuela. En la ecuación del poder, dos presiones simultáneas—una interna, otra externa—convergen sobre un gobierno que busca espantar fantasmas, recuperar iniciativa y exhibir control. Tres ciudadanos, con audios horrendos y capturas de pantalla como único ancla, se vuelven entonces el mensaje ejemplarizante. El derecho procesal, reducido a utilería.

La defensa hizo lo que debía: cuestionó la legalidad del origen probatorio invocando la Ley de Intervención de Comunicaciones y la Constitución; subrayó la ausencia de actos ejecutorios, la incongruencia y aislamiento de mensajes, la falta de estructura organizada, ofreció arraigos, pidió medidas distintas a la prisión. Todo quedó registrado, pero nada fue suficiente para romper la inercia de una resolución que, apoyada en la letra mínima del artículo 294 del Código Procesal Penal, daba por cumplido el estándar de “semiplena prueba” y forzaba el resto por interpretación. La audiencia inicial, lo sabemos, no absuelve ni condena: apenas abre una puerta. Lo inquietante es la ligereza con que se gira la llave cuando lo que hay sobre la mesa es—en palabras del propio expediente—una difusión por mensajería que “tiende a provocar un estado de terror” y ninguna prueba material de preparación del delito. Es la retórica convertida en arma del Estado.

Aquí aparece el espejo que más debería avergonzar a quienes un día marcharon contra la criminalización política: en 2009, tras el golpe, y en 2017, tras la crisis postelectoral, Honduras llenó sus expedientes de “sedición”, “daños” y “terrorismo” con pruebas que, vistas a la luz de los estándares internacionales, eran pobres, circunstanciales, a veces fabricadas. Se habló de presos políticos y se exigió su libertad en nombre de la democracia, la protesta y la libertad de expresión. Hoy el poder—y su coro—pide que aceptemos como “terrorismo” audios y pantallazos sin cadena de actos ejecutorios que apunten a un atentado real. El argumento es el mismo que Libre desnudó mil veces en la oposición; el reparto de papeles, inverso.

No es un patrón aislado. En Nicaragua, desde 2018, el régimen tipifica el disenso como terrorismo, levanta cargos con publicaciones de Facebook, testimonios amañados, fotos de banderas; encarcela líderes y estudiantes con expedientes pelados. En Venezuela, la maquinaria judicial aprendió a llamar “instigación” al discurso opositor y “conspiración” a la marcha, y pisó con jueces especiales lo que el debido proceso debía proteger. La técnica es idéntica: mover el umbral penal desde el acto hacia la opinión, disolver la frontera entre el chat y el crimen, convertir el enojo—por torpe, por inflamable que sea—en prueba de peligrosidad. Honduras se está mirando en ese espejo. La imagen que devuelve no es digna.

Y mientras se opera ese corrimiento, el gobierno ofrece una novedad tecnológica: una App para denuncias anónimas. A primera vista, eficiencia y modernidad; en la práctica, un riesgo mayúsculo. Si un sobre con USB de procedencia opaca bastó para justificar allanamientos, detenciones y prisión preventiva, ¿qué puede ocurrir cuando la delación se digitaliza, se multiplica, se desintermedia y se desprende de controles robustos de cadena de custodia, trazabilidad y verificación? La App puede ser una herramienta útil contra el delito si se diseña con protocolos independientes, auditorías externas, garantías estrictas y sanciones por denuncias maliciosas. Sin eso, será la institucionalización del rumor como proceso penal, la automatización de expedientes débiles, la fábrica de escarmientos. Convertir la sospecha en algoritmo no la vuelve verdad; apenas acelera su daño.

Más grave aún es el daño constitucional: la libertad de expresión y de organización no se protegen por simpatía hacia lo que se dice, sino para que también quien nos resulta intolerable pueda decirlo sin ir a prisión, salvo que cruce una línea muy exigente: la incitación directa, inequívoca e inminente a la violencia. Esa es la vara de la Convención Americana, del Pacto de Derechos Civiles y Políticos y de la mejor doctrina interamericana. Un chat privado o semiabierto con frases violentas es basura moral y política; no es, por sí, terrorismo. La penalización expansiva del discurso hostil erosiona el pacto democrático, instala el miedo, silencia a muchos por el exceso de unos pocos y convierte al Estado en árbitro del pensamiento. El costo no lo pagarán solo los tres encarcelados de hoy; lo pagaremos todos mañana, cuando nadie se atreva a disentir si la línea oficial huele a pólvora jurídica.

No se trata de justificar lo injustificable en el plano ético. Se trata de recordar que el derecho penal, por definición, debe ser la última ratio. Que la prisión preventiva no puede ser castigo anticipado, ni trofeo de prensa, ni herramienta de coreografía política. Que el Estado tiene obligaciones reforzadas frente a sus críticos, incluso frente a quienes lo insultan, porque ahí se prueba la solidez de su vocación democrática. Y que quienes se formaron en las calles denunciando la criminalización del adversario—quienes dijeron “nunca más”—cargamos con una responsabilidad moral superior: no reproducir lo que combatimos.

El expediente deja ver, negro sobre blanco, que la Fiscalía y el juzgado se conformaron con un umbral de sospecha que el propio sumario describe como “difusión por WhatsApp” y poco más; que no hubo hallazgos materiales que conecten esas bravatas con un plan; que la defensa presentó arraigos, edad avanzada, legalidad de armas, y que nada de eso bastó para frenar la maquinaria. Quien quiera llamarlo de otro modo, puede hacerlo; los hechos están escritos. Quien celebre, que recuerde que mañana la App, el sobre o el pantallazo pueden volverse contra cualquiera, porque el precedente ya existe.

A estas alturas, conviene recordar la frase de Dom Hélder Câmara: “Cuando se es justo en un mundo injusto, el lugar del justo es la cárcel.” No porque la cárcel sea lugar de justicia, sino porque, cuando el poder renuncia a sus límites, el primero en pagar es el que no tiene otro blindaje que su voz. Si Honduras decide caminar esa ruta, repetirá no solo sus propias sombras de 2009 y 2017; importará los hábitos del autoritarismo regional. Y entonces la vergüenza ya no será patrimonio de unos militantes o de un partido, sino de un país que permitió que el Estado convirtiera la opinión en delito y el desacuerdo en terrorismo.

El oficio del escritor, del periodista, del docente, del ciudadano que guarda una palabra en la boca, no es halagar a los poderosos ni justificar su miedo. Es, hoy como ayer, defender a la persona frente al Estado. Nombrar la injusticia aunque duela. Decir—con indignación, con pudor y con memoria—que encarcelar a tres hombres con audios y pantallazos no es proteger la democracia: es profanarla. Y que la única modernización que necesitamos con urgencia no es una App de delaciones, sino un regreso a lo básico: pruebas serias, procesos limpios, jueces que se resistan a ser parte de la coreografía del día, y un gobierno capaz de oír que la seguridad no se construye amordazando el disenso, sino desempolvando la ley para protegerla de sus peores imitadores.